Camilla Townsend - El quinto sol

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El quinto sol es el que iluminó a los aztecas, el que los acompañó en su peregrinar desde la mítica Aztlán hasta el islote que se convertiría en Tenochtitlan, el que inspiró su mitología y por ello muchos de sus relatos fundacionales, el que atestiguó cómo un astuto enemigo logró someterlos. Los mexicas se consideraban a sí mismos humildes y valientes, afectos a los placeres de la vida —incluidos el baile y la poesía— y a contar historias, respetuosos de las tradiciones y hábiles negociantes. Aquí, Camilla Townsend presenta de modo novedoso la trayectoria del pueblo que llegó a regir en el centro de Mesoamérica, con mano dura, un uso inteligente de los linajes familiares y el establecimiento de un severo sistema de producción, hasta constituir eso que a falta de mejor término hemos llamado imperio. Con base principalmente en xiuhpohualli —los anales en que se consignaron los hechos más sobresalientes de un periodo— y otros documentos escritos en náhuatl, esta historia diferente de los aztecas derriba algunos mitos sobre su apetito sanguinario o su credulidad, y permite apreciar cómo perduró, incluso después de la conquista, una forma originalísima de entender el mundo y enfrentar la vida. Con una narración ágil y notables ejemplos que retratan el auge y la caída de los mexicas, esta obra le mostrará al lector que, de alguna manera, aún hoy estamos cobijados por el quinto sol.

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El mundo de Itzcóatl nunca tuvo la intención de que él gobernara. Aunque su padre había sido tlatoani de los mexicas durante varias décadas, el propio Itzcóatl era tan sólo el hijo de una de las mujeres del tecpan (el complejo habitacional del palacio) que estaba lejos de ser de gran alcurnia; sus medios hermanos, de madres más importantes, tenían nombres que se remontaban al siglo XIII, como su hermano Huitzilíhuitl, Pluma de Colibrí, llamado así por el tlatoani que había sido padre de la enérgica Chimalxóchitl. El nombre de Itzcóatl era sólo suyo: nadie antes que él lo había llevado ni se transmitiría a sus descendientes. La historia de su vida resultó excepcionalmente esclarecedora.

El cacique que era padre de Itzcóatl se llamaba Acamapichtli, nombre que, adecuadamente, significa “puñado de cañas”, porque era él quien había sido investido como el primer tlatoani de los mexicas después de que construyeran su ciudad en el pantano rebosante de cañas de tule de la isla. El pueblo mexica había logrado convertirse por fin en una entidad independiente y se hizo amigo de sus ora amigos, ora enemigos: el pueblo de Colhuacan. El padre de Acamapichtli era un mexica que se había casado con una mujer colhua de cierta categoría, pero él mismo había sido asesinado durante uno de los periodos de rencor. El hijo había sobrevivido a la violencia y, a mediados del siglo XIV, los mexicas habían solicitado que se le permitiera convertirse en su tlatoani; obviamente, en su calidad de hijo de una mujer colhua, haría que su pueblo se mantuviese fiel a Colhuacan, y así se había resuelto. Los mexicas tuvieron por fin un tlatoani reconocido con su propia y simbólica esterilla o trono de cañas; desde el punto de vista de los nahuas, finalmente habían llegado. 6

Es cierto que su isla estaba disponible sólo porque nadie más la quería. Los pueblos de la cuenca central habían vivido durante mucho tiempo cultivando maíz y frijol, pero las condiciones pantanosas del área central del lago les impedían depender completamente de la agricultura. No es que los mexicas hubieran abandonado el proyecto por completo; habían observado que a sus rivales, los xochimilcas (a cuyos guerreros los mexicas les habían cortado las orejas en un pasado ya distante), les iba muy bien con la construcción de las chinampas en la orilla meridional del lago. Se trataba de vergeles construidos arduamente en aguas poco profundas con la acumulación de lodo y limo, para luego fijar parte de la tierra sobre el nivel del agua mediante la construcción de un muro de madera o una larga estera de tule que lo rodeaba. Aunque era difícil construir las chinampas, eran sumamente fértiles, por lo que los mexicas se apresuraron a seguir el ejemplo de sus vecinos. También llegaron a ser muy hábiles en la pesca y expertos en la recolección de huevos de aves, y aprendieron a recolectar ciertos tipos de insectos, así como unas algas verdiazules muy nutritivas. Cuando Itzcóatl era niño, pasaba sus días yendo y viniendo en una canoa (a la que él llamó su pequeña acalli , que literalmente significa “casa del agua”) y, después, aportando a la olla familiar lo que lograra atrapar. Así llegó a amar ese brillante mundo acuático que conocía tan bien, y todo su pueblo hizo lo mismo: los artistas que había entre ellos se volvieron expertos en pintar en las paredes y sobre pieles de venado, y a menudo representaban en sus obras pequeños cangrejos de río y conchas en espiral que encontraban en las aguas verdiazules.

En algunas ocasiones, los temas de la música y las canciones de sus veladas también se inspiraban en las vibrantes aguas del lago. Alguien soplaba una caracola, otro hombre batía un tambor decorado con piedras preciosas de color verdiazul, un tercero podía bailar, con las piernas cubiertas de sartas de cascabeles. En ocasiones, el estado de ánimo era dolorosamente triste: el reino de Tláloc, el dios de la lluvia, y el de Chalchiuhtlicue o Falda de Jade, su esposa, podía ser un mundo triste que a menudo representaba no solamente la vida, sino también la muerte. “Lloro. ¡¿Qué habremos hecho para merecer esto?!” El cantor podía asumir la personalidad de un pez, tal vez la de uno más débil, oculto entre las cañas mientras hablaba con uno más fuerte: “Soy una perca; tú eres una trucha.” En momentos más felices, el pueblo de Itzcóatl cantaba con frecuencia, no sobre el oscuro mundo acuático, sino sobre los pájaros que revoloteaban en la luz. En otras ocasiones, en momentos especialmente inquietantes, podían reunir las dos tradiciones, la acuática y la aérea, y cantar cierto poema en voz alta, rememorando sus raíces históricas y haciendo referencia a su orgullosa tradición guerrera representada por el águila y el jaguar: “Te escondiste [con el sentido de “te moriste”] entre el mezquite de Chicomoztoc. El águila gritaba, el jaguar chilló. Y tú, un pájaro quechol, volaste desde el campo [de batalla] hacia Quenonamican [lugar desconocido].” 7“Quenonamican” era una manifestación del mundo de los muertos, un lugar especial que recibía los espíritus de aquellos lo suficientemente valientes como para morir en la guerra o para ser sacrificados. Mientras cantaban a la luz de la hoguera, los mexicas sentían que tenían motivos para agradecer a los dioses que los habían llevado a ese momento: no había pasado mucho tiempo desde que todavía eran nómadas, dependientes del pueblo colhua o de cualquiera que los aceptara temporalmente como arqueros pagados. Ahora hacían la guerra sólo cuando querían; ahora tenían una ciudad propia. Es cierto que el agua todavía amenazaba con arrebatársela: las cañas crecían por todas partes y sus cuadradas casas de adobe no duraban mucho en esas condiciones pantanosas, por lo que tenían que reconstruirlas muy a menudo; no obstante, el pueblo se hizo extremadamente práctico para la construcción de diques, calzadas y canales, y pronto pudo construir calles como las de otras ciudades. En los barrios vivía un extenso grupo de familiares, un calpulli (“casa grande”, literalmente), con sus propias familias que los encabezaban y que asumían la responsabilidad de organizar las partidas de trabajo y de guerra en apoyo de Acamapichtli, su tlatoani, quien, a su vez, les tenía una mayor deferencia; esas familias eran llamadas pillipipiltin , en plural—, equivalente a “noble”. Otras familias eran llamadas macehuallimacehualtin , en plural—, lo que significaba que eran superiores a la gente del común; etimológicamente, se refería a aquellos que merecían tener tierras y, por lo tanto, su propio espacio en el sistema de gobierno.

Más o menos en esa época, el pueblo tomó la decisión colectiva de añadir una capa de grava a su santuario original de adobe —donde el águila supuestamente se había posado—, con el propósito de contar con una plataforma de base que fuera lo bastante sólida como para comenzar a construir una gran pirámide. 8Algunos sacerdotes se dedicaron a cuidar el templo y comenzaron a escribir libros pintados para la posteridad: con su historia registrada en pieles de animales, los sacerdotes podían anunciar que el pueblo había llegado al final de un ciclo de 52 años, que ya era hora de “empacar” ceremonialmente los años, tal como ellos lo expresaron. Así, celebraron un gran día festivo y lo marcaron como un momento significativo en sus historias.

Dado que los mexicas se tomaban en serio su pasado, implícitamente también tomaban en serio su futuro. El tlatoani Acamapichtli, el noble mitad colhua que había alcanzado la autoridad gracias a sus estrechas relaciones con el poderoso altépetl de Colhuacan, también tomó una novia colhua noble. Algunos decían que se llamaba Ilancuéitl, Faldón de Anciana, mientras que otros decían que ese nombre debe de haber pertenecido a su madre. Ahora bien, dado que se trataba de un nombre simbólico elegido, fácilmente pudo haber pertenecido a ambas mujeres. Sin duda, cualquiera que haya sido su nombre, la esposa colhua no esperaba ser la única mujer de Acamapichtli, pero se entendía que ella sería la principal o la primera esposa, no cronológicamente, sino en el sentido de que sus hijos gobernarían en la generación siguiente. Tiempo más tarde, los bardos de otros calpulli afirmarían que era estéril y que fue otra mujer de su propia ciudad (cualquiera que hubiere sido, dependiendo de quién contara la historia) la que finalmente había amamantado a los herederos de Acamapichtli, aunque los niños fueron hechos pasar como hijos de Ilancuéitl. Sea como haya sido, de lo que no hay duda es de que no existía el concepto de primogenitura; habría sido completamente impráctico en un mundo tan fluido, en el que el pueblo necesitaba en el gobierno un tlatoani muy competente, no uno que tuviera el cargo simplemente porque, por causalidad, había nacido primero.

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