Esto produce la “separación de corazones”, rompe el proyecto inicial del Creador de “serán los dos una sola carne”.
De ahí que nuestra vida conyugal diaria esté continuamente amenazada por la ruptura de esa armonía que tanto deseamos, y que nos hace tan felices cuando se da entre los esposos. La sombra de ese pecado original pesa sobre cada matrimonio. El ser un “yo” frente un “tú”, es una continua tentación contra la que hay que luchar. Sin embargo, por los méritos de la redención de Cristo, sabemos que la esperanza de ser un nosotros es una posibilidad en cada matrimonio que ha hecho la opción fundamental de dar la vida por el otro y ser los dos una sola carne.
Si sólo dependiera de las propias fuerzas humanas, todo matrimonio podría estar abocado al fracaso; el desorden personal, consecuencia, como hemos visto, del pecado, nos induciría al egoísmo y éste al enfrentamiento. La desarmonía se instalaría en nuestra vida conyugal que, finalmente acabaría en ruptura. Pero, todas las realidades naturales se deben comprender a la luz de la gracia. No podemos olvidar que el orden de la Redención ilumina y cumple el de la creación.
Por tanto, el matrimonio natural se comprende plenamente a la luz de su cumplimiento sacramental; sólo fijando la mirada en Cristo se conoce profundamente la verdad de las relaciones humanas. “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. […] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” 11. En esta perspectiva, resulta particularmente oportuno comprender en clave cristocéntrica las propiedades naturales del matrimonio, que son ricas y múltiples.
La Iglesia es consciente, y así lo ha expresado insistentemente desde el Vaticano II, de la importancia del matrimonio y la familia en nuestra sociedad, no deja de apelar a la comunidad eclesial para que ayude a los matrimonios y las familias en todas sus circunstancias difíciles. Hacemos nuestras las palabras del Concilio: “La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a los primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la Iglesia ofrece su servicio a todo hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la familia”. 12
En este mismo sentido está orientada la Exhortación apostólica La alegría del amor del Papa Francisco: “El bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia. Son incontables los análisis que se han hecho sobre el matrimonio y la familia, sobre sus dificultades y desafíos actuales. Es sano prestar atención a la realidad concreta, porque las exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia”, a través de los cuales “la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la familia”. 13
3. La promesa de la restauración
“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú acechas su calcañar” (Gn 3,15).
La mujer, vencerá a la serpiente y nos traerá al Salvador. La Virgen María, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado. 14
Pongo hostilidades entre ti y la mujer (La nueva Eva), entre tu linaje y el suyo (El Mesías nacerá de una mujer).
Por tanto, María Inmaculada es la garantía de la “plenitud en Cristo”, la mujer vestida de Sol que representa la Iglesia (Ap 12,1.5.7-9), donde es posible ser “restaurados en Cristo Jesús”, y que nos conducirá hacia la patria celestial, donde celebrar las bodas eternas. Más adelante abordaremos esto con mayor amplitud.
2SAN JUAN PABLO II. Homilía, Puebla de los Ángeles, 28 enero. 1979
3BENEDICTO XVI. DCE 11. 25 de diciembre de 2005
4G. RAVASI. La Biblia en un fragmento, p. 16. Ed. Sal terrae, 2014
5Cf BENEDICTO XVI. Audiencia general, 18-01-2006
6SAN JUAN PABLO II. Catequesis sobre la teología del cuerpo, 06-02-1980
7SAN JUAN PABLO II. Catequesis sobre el Matrimonio, 13-11-1980
8Cf PAPA FRANCISCO. AL 10. 19-03-2016
9CIC 1606
10CIC 1607
11VATICANO II. GS 22
12Cf GS 52
13AL 31
14Cf LG 55
Capítulo II
LA EXPERIENCIA AMOROSA EN LA ANTIGUA ALIANZA
En Familiaris Consortio leemos:
“La comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental de la Revelación y de la experiencia de fe de Israel, encuentra una significativa expresión en la alianza esponsal que se establece entre el hombre y la mujer. Por esta razón, la palabra central de la Revelación, «Dios ama a su pueblo», es pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal. Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo. El mismo pecado que puede atentar contra el pacto conyugal se convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a su Dios: la idolatría es prostitución, la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la ley es abandono del amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor y por tanto el amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los esposos”. 15
Esto es lo que aparece claramente en el Antiguo Testamento. Desde la experiencia de matrimonios, como Abraham y Sara, hasta la poesía del amor del Cantar de los Cantares, se refleja el amor humano como símbolo del amor de Dios a su pueblo. Veamos.
15FC 12
1. Algunos ejemplos de matrimonios en el Antiguo Testamento
Abraham y Sara: la confianza en el Señor (Gn 15,1-5; 18,10; 21,1-7)
“Después de estos sucesos, Abrán recibió en una visión la Palabra del Señor:
–No temas, Abrán; yo soy tu escudo y tu paga será abundante.
Abrán contestó:
–Señor mío, ¿de qué me sirven tus dones si soy estéril y Eliezer de Damasco será el amo de mi casa?
Y añadió:
–No me has dado hijos, y un criado de casa me heredará.
Pero el Señor le dijo lo siguiente:
–Él no te heredará; uno salido de tus entrañas te heredará.
Y el Señor lo sacó afuera y le dijo:
–Mira al cielo; cuenta las estrellas si puedes.
Y añadió:
–Así será tu descendencia” (Gn 15,1-5).
Abraham y Sara forman uno de los matrimonios más conocidos de la Biblia, por haber vivido las promesas de Dios, pero una en particular: tener un hijo a edad muy avanzada.
En Génesis 18,10-14, Dios, por medio de su mensajero, le dice a Abran que Sara será madre. Ella, escuchando en la puerta de la tienda, dudó del Señor porque sabía que ya era vieja para tener un hijo. Por eso Dios respondió: ¿Hay para Dios alguna cosa difícil? Ciertamente volveré de aquí a un año y Sara tendrá un hijo.
Aun dudando, Dios la hizo madre, así como prometió, y Sara dio a luz a Isaac (Gn 21,1-7).
Dios cuenta con Abraham y Sara para generar una descendencia, de la que nacería el Mesías. Dios hace una alianza con Abraham que supone, por parte de Dios cumplir una promesa y que requiere la respuesta libre de aquel. Esta historia muestra lo fiel que es Dios, independientemente de la fidelidad de cada uno. Abraham fue un hombre que siempre obedeció a Dios, hizo todo lo que Él le indicaba.
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