“Podemos decir que la inocencia interior en el intercambio del don consiste en una recíproca ‘aceptación’…, de este modo, la donación mutua crea la comunión de las personas. Por esto, se trata de acoger al otro ser humano y de aceptarlo, precisamente porque en esta relación mutua de que habla Génesis 2,23-25, el varón y la mujer se convierten en don el uno para el otro, mediante toda la verdad y la evidencia de su propio cuerpo, en su masculinidad y feminidad. Se trata, pues, de una aceptación y acogida tal que exprese y sostenga en la desnudez recíproca, el significado del don.” 6
“En Génesis 2,24 se constata que los dos, varón y mujer, han sido creados para el matrimonio: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne. La comprensión del significado del cuerpo en su masculinidad y feminidad revela lo íntimo de su libertad, que es libertad de don. De aquí arranca esa comunión de personas, en la que ambos se encuentran y se dan recíprocamente en la plenitud de su subjetividad. Así ambos crecen como personas-sujetos, y crecen recíprocamente el uno para el otro, incluso a través del cuerpo y a través de esa desnudez libre de vergüenza…. Si el hombre y la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se dan cuenta de que ‘están desnudos’. Y entonces nacerá en sus corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido con el estado de inocencia originaria”. 7
En conclusión: aquí tenemos no sólo el relato más hermoso de la creación del hombre y de la mujer sino también de la institución del matrimonio natural. Vemos a una pareja a quien Dios había unido, y en esa unión inicial, antes de la caída, del pecado, radicaba la plenitud del amor, vivían felices juntos.
Los temas tratados en este capítulo son de suma importancia: la creación del hombre, su semejanza con Dios, varón y mujer; la llamada a la fecundidad y la comunión de los cuerpos en la donación recíproca, libre de prejuicios, en la inocencia originaria.
El Papa Francisco en la Amoris Laetitia insiste en esta idea, recordándonos que los dos grandiosos primeros capítulos del Génesis nos ofrecen la representación de la pareja humana en su realidad fundamental. En ese texto inicial de la Biblia brillan algunas afirmaciones decisivas. La primera, citada sintéticamente por Jesús, declara: Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. 8
Por tanto, esta identidad en el amor que debe haber entre el marido y su mujer, tiende a la plenitud del amor, que es la plenitud en Cristo Jesús, como veremos más adelante en el Nuevo Testamento, en el matrimonio sacramental. “Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).
2. La ruptura de la armonía conyugal: la separación de corazones
“Entonces la mujer cayó en la cuenta de que el árbol tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para adquirir conocimiento. Tomó fruta del árbol, comió y se la ofreció a su marido, que comió con ella. Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos” (Gn 3,6-7).
La armonía conyugal en la que el hombre y la mujer vivían en el paraíso se pierde. Todos constatamos que en nuestro propio matrimonio y en los matrimonios que nos rodean no se da siempre esa armonía conyugal, que es el ideal de la vida de los esposos. Con frecuencia detectamos un fenómeno, el de la separación de corazones, que en muchos casos puede llevar a la ruptura de la vida matrimonial.
El texto del Génesis que acabamos de leer nos da una primera clave para esta ruptura. Está en el “descubrieron que estaban desnudos”. ¿Qué quiere decir esto?
Al principio, el hombre y la mujer vivían en una desnudez revestida de la luminosidad del Creador; no era una desnudez impúdica porque les cubría la luz de la gracia, en la íntima relación con Dios. Esta relación se pierde por ese primer pecado y por ello experimentan la vergüenza de la desnudez en la que quedan al separarse de su Creador. En adelante, las relaciones hombre-mujer estarán afectadas por este acontecimiento.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se hace una descripción de este hecho y sus consecuencias:
“Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal”. 9
El relato de Génesis 3,1-19 nos proporciona la clave de porqué se ha llegado a esta situación.
Sigamos leyendo lo que nos dice el Catecismo:
“Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia; la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan”. 10
El problema de esta desarmonía tiene su raíz en el: “Se abrirán vuestros ojos y llegaréis a ser como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5).
El árbol del que se les prohibió comer representa lo que la imagen vegetal es para la Biblia: signo de sabiduría. El término conocimiento en la cultura bíblica no es solo intelectualidad, sino un acto global de conciencia que implica la voluntad, el sentimiento y la acción. Por consiguiente, se refiere a una elección de vida. Finalmente, la expresión “del bien y del mal”, como es sabido, indican los ejes de la moral.
Se desprende de esto que la invitación del tentador a que coman del fruto prohibido es la de convertirse en árbitros del bien y del mal, de su vida moral. Esto es, hacerse como Dios.
Realizado este acto de soberbia, se produce la ruptura de la armonía originaria: la del hombre y la mujer con Dios, con la naturaleza y entre ellos mismos. Las dos señales principales de aquella armonía que vimos en los primeros capítulos del Génesis, amor y procreación, se convierten a causa de ese pecado de soberbia en relaciones sexuales oscuras y en dolor.
En cuanto a lo primero, el acto de amor en sí mismo, cuando se realizaba según la moralidad originaria, elevaba a la pareja a ser los dos una sola carne; era un amor sublime, alimentado por la ternura, la entrega y la pureza. Su desnudez, como hemos visto más arriba, estaba revestida de la luminosidad de la gracia del Creador, y era algo hermoso. Ahora, esta desnudez se convierte en impúdica y la atracción sexual, se torna en relaciones de dominio y de concupiscencia.
El término dominio que aparece en Gn 3,16, referido al varón respecto a la mujer, genera hacia ella el mismo tipo de relación que el hombre tenía respecto a los animales y el resto de la creación, muy lejos de aquella relación de igualdad que veíamos en el capítulo anterior (Gn 2,18.20).
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