—Háblame —insistió, y comenzó a llorar como nunca antes lo había hecho.
A la hora de cenar, Sol subió a llamar a Lala, que se había quedado dormida enroscada en su cama, pero la niña no quiso bajar a comer. Tenía los ojos hinchados, pues había llorado mucho antes de dormirse; el mal humor se había disipado y en su lugar había vuelto, fortalecida, la adormilada tristeza.
—Lala está enferma —fueron las palabras de Sol mientras se sentaba a la mesa—, dice que no quiere comer.
El señor Garzón y la señora Realpe se miraron preocupados y en dos brincos subieron la escalera. El cuarto estaba en penumbra y al sentir los pasos de sus padres cerró los ojos fingiendo dormir.
—No tiene fiebre —dijo el señor Garzón retirando la mano de la frente de la niña.
—Está muy pálida —señaló la señora Realpe buscando una cobija para abrigarla.
La miraron un rato sin saber qué hacer y decidieron dejar que durmiera un poco más. Posiblemente estaba incubando aquel virus que produce fiebre, tos y…
V
Los tesoros bajo tierra
La casa de la familia Garzón Gartija Realpe era muy grande. Cuando la compraron estaba destartalada, pero era reparable y podía convertirse en una casa muy bonita, como en efecto sucedió. Tenía un sótano, cosa rara por aquel vecindario, donde no se acostumbraba tener uno por ser oscuros, húmedos e innecesarios; al menos eso decía la gente. Pero el sótano de esta casa no era ni húmedo ni oscuro. No llegaba la luz del sol, pero estaba bien iluminado con bombillas de luz blanca y no se sentía el olor penetrante de la humedad. Por esta razón, porque era seco, lo convirtieron en una especie de estudio-biblioteca-cuarto de chécheres.
Allí iban a parar las cosas que querían mucho y que eran incapaces de desechar aunque nunca las usaran, como algunas muñecas que la señora Realpe tuvo cuando niña y que a sus hijas no les gustaban, regalos de matrimonio que no cabían en ninguna parte, las carpetas con las fotocopias de cuando la señora Realpe estudiaba en la universidad, libros de Economía y viejos cuadernos contables del señor Garzón, y en una biblioteca de varios anaqueles, perfectamente ordenadas —nunca cubiertas de polvo, porque siempre una mano cuidadosa las sacudía—, las libretas de notas del señor Gartija, donde había dibujado con todo detalle los animales que estudiaba. Este era un verdadero tesoro, fuente de saber para cualquier biólogo juicioso, que hubiera considerado aquella estantería la antesala del paraíso.
Para las niñas, ese lugar jamás había sido interesante; todo lo que les gustaba estaba arriba: sus juguetes, los libros de cuentos, la alacena —llena de dulces que no podían comer cuando querían—; el jardín, con suficiente pasto y tierra para jugar, sin hablar del sol y el calorcito que jamás llegaban al sótano. Pero aquel era un sitio acogedor. Era un espacio que el señor Garzón valoraba, pues podía hacer allí sus trabajos de contabilidad, tarea que necesita de mucha concentración y cuidado, sin distracciones.
La señora Realpe encontraba allí un espacio silencioso para leer, escuchar tranquilamente la música que no le gustaba a su marido y repasar los álbumes de fotografías de su primera familia. Era muy extraño, casi incomprensible para ella, el saber que había sido muy feliz entonces, pero ser también feliz ahora. Los recuerdos del señor Gartija estaban allí, por todos lados, conviviendo naturalmente con las cosas del señor Garzón, con las suyas y con las de sus niñas.
VI
La Lagartija
Luego de aquella noche en la que se acostó sin comer y descubrió que algo realmente enorme le hacía falta, podría decirse que la niña cambió. Cambió como lo hacemos todos: unos muy temprano, otros más tarde y algunos cuando ya no importa si lo hacen o no. El caso es que todos terminamos cambiando.
Los psicólogos opinan que los niños, a la edad de Lala, comienzan a dar sus primeros gritos de independencia, a entender el lugar que ocupan en el mundo y sus amigos se hacen importantes. Lala, quien no tenía claro cuál era su lugar en esa casa, comenzó a sentir que no formaba parte de aquel grupo, y descubrió —con no poca tristeza— que no tenía amigos. Todo esto era una carga muy difícil de llevar.
Fue por aquellos días cuando empezaron a llamarla Lagartija. Ocurrió durante la clase de Ciencias. La maestra les mostró un video sobre estos animalitos, que mostraba algunas de sus peculiaridades: pequeñas, escurridizas, delgadas, se alimentan de insectos como arañas y mosquitos, les gusta el sol, huyen del frío y la lluvia, tienen una temperatura corporal baja y están amenazadas por muchos depredadores: lagartos mayores, mamíferos pequeños, algunas aves y gatos.
Un grupo de saboteadores, de aquellos que se sientan atrás y se ríen de todo, descubrieron el parecido que, la verdad, era innegable.
—¡Lala Gartija! —gritó uno de ellos, encontrando eco en las risas de todos los niños del salón de clase, que seguramente estaban pensando lo mismo que él.
“Ja, ja, ja”, “es igualita”, “sí, por eso anda siempre con algún bicho, seguramente se los come”, “por eso siempre tiene frío”, “por eso es tan chiquita”, “ja, ja, ja, es la lagartija”…
—¡Silencio! —pidió la maestra—, ¡se callan todos y dejan las burlas!
Trataba de poner orden, mirando con angustia a Lala, que estaba sentada en las primeras filas y se había girado hacia atrás viendo cómo se reían todos y la señalaban con el dedo. “La Lagartija”, era todo lo que oía y en lo que fijó su atención: “Lala Gartija, la Lagartija”.
El timbre de final de la clase puso fin al desorden, con la efectividad que no había logrado la voz de la maestra. Todos salieron a empellones dejando sillas volcadas a su paso.
Lala recogió sus útiles, pasó sus dedos por su cabello largo y liso, como solía hacer, y se levantó para salir al recreo.
—¿Estás bien, Laura? —preguntó la maestra.
—Sí —respondió la niña con una sonrisa, y salió al patio como si nada hubiera pasado, se sentó sobre el prado y comenzó a comer su merienda. Sus compañeros correteaban y jugaban a su lado, sin invitarla, como siempre.
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