Ivan Turgenev - Padres e hijos

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Publicada por primera vez en 1862, Padres e hijos es, según los críticos de varias generaciones, la mejor novela de este autor, quien reflejó en su obras, y en especial en esta, la cotidianidad y la esencia del pueblo ruso.
Y esa es la clave para que esta obra tenga vigencia en nuestros tiempos, ya que las relaciones entre los seres humanos no han variado mucho, excepto por el contexto en el que suceden. Es decir, los sentimientos son los mismos en cualquier época.
Esperamos, querido lector, que este clásico de la literatura universal quede en su recuerdo para siempre.

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—¡Es precioso tu chiquillo! —dijo, mirando su reloj—. Entré un momento para encargar el té.

Y adoptando una expresión indiferente, salió inmediatamente de la habitación.

—¿Vino así, espontáneamente? —preguntó Nikolai Petrovich a Fienichka.

—¿Y Arkadi no ha vuelto?

—No... No —profirió Nikolai Petrovich, titubeando y frotándose la frente—. Hubiese sido preciso antes... ¡Hola chiquitín! —añadió, animándose súbitamente y besando la mejilla del niño. Después se inclinó ligeramente y depositó un beso en la mano de Frienichka, cuya blancura inmaculada destacaba sobre la camisa roja de Mitia.

—Pero qué hace usted, Pavel Petrovich? —balbuceó ella, bajando la mirada y elevándola después lentamente... Fascinaba la expresión de los ojos de Fienichka al mirar hacia arriba, sonriendo con ternura y calidez.

Nikolai Petrovich conoció a Fienichka del siguiente modo: en cierta ocasión, hacía unos tres años, tuvo que pasar la noche en la posada de una ciudad lejana. Le sorprendió agradablemente la limpieza de la habitación que le habían destinado, la blancura de la ropa de cama —¿Será alemana la patrona —pensó. Pero resultó que era rusa. Una mujer de alrededor de cincuenta años, vestida con pulcritud, de rostro agradecido e inteligente y conversación moderada. Nikolai Petrovich conversó con ella a la hora del té y quedó agradablemente impresionado. Él acababa de instalarse en su nueva finca y, no queriendo tener consigo siervos, buscaba jornaleros. La patrona, por su parte, se quejaba del escaso número de viajeros que paraban en su posada en los malos tiempos que corrían. Nikolai Petrovich le ofreció una colocación en su casa, en calidad de ama de llaves. Ella accedió. Su marido había fallecido hacía tiempo, dejándole una sola hija, Fienichka. Al cabo de dos semanas, Arina Savishna, como se llamaba la nueva ama de llaves, llegó a Marino con su hija y ambas se instalaron en el pabellón. La elección de Nikolai Petrovich fue acertada. Arina puso orden en la casa. De Fienichka, que había cumplido apenas diecisiete años, no hablaba nadie y pocos la habían visto. Hacía una vida recatada, sencilla. Tan sólo los domingos, Nikolai Petrovich observaba en algún rincón de la iglesia parroquial el fino perfil de aquel pálido rostro. Así transcurrió más de un año.

Una mañana, Arina entró en el despacho de Nikolai Petrovich y después del reverencioso saludo de costumbre, le pidió si podía socorrer a su hija, a la que le había saltado una chispa al ojo. Nikolai Petrovich, como todos los hombres caseros, entendía algo de medicina y hasta tenía en casa un botiquín homeopático. Inmediatamente pidió a Arina que trajera a la enferma. Fienichka se asustó al enterarse de que el barón la esperaba; no obstante siguió a su madre. Nikolai Petrovich la condujo a la ventana y cogió su cabeza con ambas manos. Examinó atentamente su ojo enrojecido e inflamado, después preparó al instante colirio y, rompiendo en jirones su pañuelo, le mostró cómo se prepara una compresa. Fienichka lo escuchó y se disponía a salir cuando su madre le dijo: “Besa la mano del señor, tontuela.” Mas Nikolai Petrovich no le tendió su mano sino que, visiblemente turbado, él mismo besó la cabeza inclinada de Fienichka. Ésta sanó rápidamente del ojo, pero la impresión que había producido en Nikolai Petrovich no fue tan pasajera. No se borraba de su imaginación aquel rostro puro, lleno de ternura, un poco levantado con temor. Sentía el contacto de aquel cabello suave, veía esos labios inocentes entreabiertos, a través de los cuales brillaban, húmedos como perlas, unos dientecillos nacarados. Comenzó a contemplarla en la iglesia con gran atención, trató de entablar conversación con ella. Al principio Fienichka se mostraba arisca y una vez, al caer la tarde, viendo que él se acercaba por un angosto sendero, a través de un campo de centeno, se metió entre las crecidas y espesas espigas mezcladas con ajenjos y acianos para evitar el encuentro. Nikolai Petrovich, que divisó su cabecita entre las espigas doradas, desde las que ella lo miraba como una fierecilla, le gritó cariñosamente:

—¡Hola, Fienichka! Yo no muerdo.

—¡Hola! —musitó ella sin salir de su escondrijo.

Ya comenzaba la muchacha a acostumbrarse a Nikolai Petrovich, aunque todavía se turbaba en su presencia, cuando inesperadamente su madre falleció de cólera. ¿Qué iba a ser de Fienichka?

Ella había heredado de su progenitora el amor al orden, la mesura y el buen juicio. ¡Pero era una joven y se hallaba tan sola! Y Nikolai Petrovich era a su vez tan bondadoso y modesto... El resto no necesita explicación...

—¿De modo que mi hermano vino a verte? —preguntó Nikolai Petrovich—. ¿Llamó y entró?

—Sí—

—Bueno, eso está bien. Déjame mecer a Mitia. Y Nikolai Petrovich comenzó a lanzar al niño casi hasta el mismo techo, con gran regocijo del bebé y no poca inquietud de la madre, quien en cada revoloteo extendía lo brazos hacía sus piecitos desnudos.

Entre tanto, Pavel Petrovich había vuelto a su elegante despacho, pintado de un color chillón, con armas colgadas sobre un tapiz persa, muebles de nogal tapizados con triple madera de un triple verde oscuro; una biblioteca estilo renaissance , de vieja madera de roble; estatuillas sobre un soberbio escritorio y chimenea... Se dejó caer en el diván, puso las manos debajo de la cabeza y se quedó inmóvil, mirando al techo casi con desesperación. Quizás porque deseaba ocultar hasta de las mismas paredes lo que reflejaba su rostro, o bien por algún otro motivo, lo cierto es que se levantó, corrió las ventanas y volvió a dejarse caer sobre el diván.

(14) Pero puedo darte un poco de dinero.

(15) Capote de fieltro.

IX

También Basarov conoció aquel mismo día a Fienichka. Paseaba con Arkadi por el jardín, explicándole por qué algunos árboles jóvenes, sobre todo las encinas, no podían crecer en aquel terreno.

—Hay que plantar muchos álamos, pinos y quizás tilos, añadiendo tierra negra. En el cenador agarraron bien porque las acacias y las lilas son especies que no exigen cuidados... Mas parece que aquí hay alguien.

Efectivamente, en el cenador estaba sentada Fienichka con Duniasha y Mitia. Basarov se detuvo y Arkadi saludó a Fienichka con la cabeza como a una antigua amiga.

—¿Quién es? —preguntó Basarov en cuanto se hubieron alejado—. ¡Qué bonita!

—¿De quién estás hablando? —preguntó Arkadi.

—¿De quién voy a hablar? Sólo una era bonita.

Arkadi, no sin turbación, explicó en pocas palabras quien era Fienichka.

—¡Vaya, vaya! Veo que tu padre tiene buen gusto.

De veras, me gusta tu padre. Es estupendo. Pero hay que presentarse —añadió, volviendo hacia el cenador.

Arkadi se asustó y gritó en pos de su amigo:

—¡Evgueni! ¡Sé prudente, por el amor de Dios!

—No te preocupes, somos gente experta, de la ciudad.

Y acercándose a Fienichka, se quitó la gorra y dijo inclinándose amablemente:

—Permítame presentarme: un amigo de Arkadi y hombre de paz.

Fienicka se levantó del banco y lo miró en silencio.

—¡Qué criatura tan maravillosa! —prosiguió Basarov—. No se alarme, aún no echa mal de ojo a nadie.

¿Cómo tiene las mejillas tan coloradas? ¿Acaso le están saliendo los dientes?

—Sí —respondió Fienichka—. Ya ha echado cuatro dientitos y ahora, de nuevo, se le han hinchado las encías.

—¿A ver...? No tema, soy médico.

Basarov cogió en brazos a la criatura que, con gran asombro de Fienichka y Duniasha, no hizo resistencia ni se asustó.

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