Rubén Pino - La picazón

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Tras una rutinaria mañana de trabajo en el supermercado donde realiza labores administrativas, Hugo expone a su jefe que al día siguiente debe ausentarse para llevar a cabo una gestión burocrática en el Servicio Municipal de Solicitudes. Lo que debía ser una jornada tranquila en la que enfrentar un mero trámite y aprovechar para descansar, acaba convirtiéndose en una auténtica odisea que va sumiendo a Hugo en derroteros de cada vez más difícil solución. La picazón es un relato en el que resuenan con contundencia ecos de Kafka y Mario Levrero, y donde Rubén Pino nos teje la trama de un personaje gris que acaba engullido existencialmente por los abismos de la vida cotidiana.

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Sinopsis Sinopsis La picazón - Tras una rutinaria mañana de trabajo en el supermercado donde realiza labores administrativas, Hugo expone a su jefe que al día siguiente debe ausentarse para llevar a cabo una gestión burocrática en el Servicio Municipal de Solicitudes. Lo que debía ser una jornada tranquila en la que enfrentar un mero trámite y aprovechar para descansar, acaba convirtiéndose en una auténtica odisea que va sumiendo a Hugo en derroteros de cada vez más difícil solución. La picazón es un relato en el que resuenan con contundencia ecos de Kafka y Mario Levrero, y donde Rubén Pino nos teje la trama de un personaje gris que acaba engullido existencialmente por los abismos de la vida cotidiana.

La picazón

I. El permiso

II. Una noche deslucida

III. La primera impresión importa

IV. Los incidentes de costumbre

V. El atardecer o el momento para una estúpida paranoia

VI. La atención

VII. Vivir con otros

VIII. La picazón

Agradecimientos

Datos de autor

Sinopsis

La picazón -Tras una rutinaria mañana de trabajo en el supermercado donde realiza labores administrativas, Hugo expone a su jefe que al día siguiente debe ausentarse para llevar a cabo una gestión burocrática en el Servicio Municipal de Solicitudes. Lo que debía ser una jornada tranquila en la que enfrentar un mero trámite y aprovechar para descansar, acaba convirtiéndose en una auténtica odisea que va sumiendo a Hugo en derroteros de cada vez más difícil solución. La picazón es un relato en el que resuenan con contundencia ecos de Kafka y Mario Levrero, y donde Rubén Pino nos teje la trama de un personaje gris que acaba engullido existencialmente por los abismos de la vida cotidiana.

La picazón 2021 Rubén Pino 2021 La Equilibrista - фото 1
La picazón

© 2021, Rubén Pino

© 2021 , La Equilibrista

info@laequilibrista.es

www.laequilibrista.es

Primera edición: 2021

Maquetación: La Equilibrista

Imprime: Ulzama Digital

ISBN: 9788418212956

ISBN Ebook: 9788418212963

Depósito legal: T 895-2021

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de: NOCTIVORA, S.L.

Para Diego, Matías y Nicolás.

Gracias, Javiera Fuentes, Javi, por acompañarme en esta aventura literaria.

I. El permiso

Aquel día, y a pesar del insomnio de las últimas noches, Hugo llegó, como siempre, puntualmente al trabajo.

Hugo se hacía cargo de tareas administrativas en un supermercado familiar de barrio. Su oficina consistía en un constreñido proyecto en metalcon e internit, sin ventanas y con un extractor de aire averiado. La puerta debía permanecer abierta para evitar que el aire se viciara, lo que ocurría a menudo. Conectaba con el resto del local por un estrechísimo pasillo de unos cuatro metros de largo. Esa oficina era un engendro parido sobre la marcha para compensar un plano inicial deficiente, que no consideró un espacio para el trabajo administrativo y reuniones. El mobiliario era apenas el balbuceo de un diseño minimalista: un escritorio donde cabía un computador y una impresora, un kárdex de dos cajones y una diminuta mesa redonda con tres sillas.

Al ser la única oficina en el supermercado, Hugo, habitualmente, debía desalojarla para que el dueño atendiera sus cuestiones. Otras veces, simplemente, tenía que salir porque alguno de los juveniles hijos del dueño necesitaba ocupar el computador. Cuando esto ocurría durante el ajetreo del día, Hugo no tenía inconvenientes en pararse y salir un momento. Se conectaban a internet para ver cualquier imbecilidad y en menos de cinco minutos él ya recuperaba su espacio. Cuando el requerimiento sucedía al final de la tarde, ya casi sin empleados en el local, el asunto era más pastoso. En esas ocasiones, Hugo cruzaba los dedos para que el pequeño vicioso del porno de turno tuviese la deferencia de botar los Kleenex, con que se limpiaba la eyaculación, en el váter y no en el cesto de basura de la oficina. Este deseo rara vez se cumplía.

Su trabajo consistía en ingresar al sistema contable los documentos de ventas y compras de productos, generar guías de despacho y liquidaciones de sueldo, que imprimía en una económica impresora de matriz de punto modelo Microline 395, cuyos chirridos y traqueteos Hugo lograba seccionar y acompasar ora en ritmos tribales ora en sofisticados compases de jazz. Todo dependía de la vivacidad de su imaginación en el momento. Su sueldo era austero, pero le bastaba para cubrir sus necesidades. No tenía deudas ni obligaciones. De modo que, a sus treinta y ocho años, no se quejaba de la parte económica. Además, el trabajo ni de cerca era extenuante, y el horario le dejaba bastante tiempo libre por las tardes. ¿Tiempo libre para qué? En realidad, solo sabía que tenía tiempo libre, no es que disfrutara de aquello. Desde la adolescencia arrastraba una sensación de amargura y desazón por disponer de horas, minutos, segundos que sentía demandaban algo de él, sin poder desentrañar cuál era precisamente la demanda. Últimamente, sin mediar motivo, esta sensación era más recurrente, incluso en el trabajo. Se quedaba ensimismado con la vista fija en un punto cualquiera de la oficina, discurriendo sobre su vida. Cuando hacía esto, al rato comenzaba a sentir las paredes cerrándose sobre él. Lo envolvían, a un ritmo desesperadamente lento, en un capullo plúmbeo del que solo una distracción externa podía liberarlo, como una navaja que rasgaba las paredes vertiendo el contenido, su cuerpo, sobre el piso. Solía despabilar rápidamente, aunque la imagen de un ser anodino con su rostro tendido en el suelo, cubierto por una pátina viscosa, lo perseguía durante un rato.

Como cada día, lo primero que Hugo hizo fue encender el computador, luego pasó la vista por el escritorio y se dio cuenta de que, una vez más, le habían mezclado en un altillo las facturas procesadas con las órdenes de compra pendientes del día anterior. No pudo evitar el arranque de ira. Se revolvió bruscamente el pelo con ambas manos e hizo rechinar los dientes. Enseguida respiró hondo, se ordenó el pelo lo mejor que pudo y comenzó el trabajo. Justamente tomaba un legajo de papeles para comenzar a revisarlos y reclasificar cuando su jefe entró a la oficina:

—Buenos días —dijo el jefe.

Se trataba de un sujeto cuya única característica reconocible era su pelo tieso. Hugo levantó la cabeza para saludarlo y el brillo poco usual que brotaba de su chasca casi lo encandila. El jefe se había aplicado abundante gel capilar para aplacar la chasquilla, que típicamente apuntaba, como un denso grupo de estalagmitas, directo al cielo. Si el jefe buscaba un grato resultado estético, había que reconocer su esmerado fracaso: lucía como si le hubiesen volcado un vómito flemoso en la frente.

—Buenos días —dijo Hugo cuando logró contener la risa y, sobre todo, atrapar con los dientes un comentario jocoso que se escapaba de su boca. Lo ahogó con la lengua en la garganta. No era un tipo iniciado en sarcasmos e ironías, pero tampoco un idiota que no entendiera una imagen chusca. En algún periodo de su vida había aprendido, so pena de insultos y golpes, que decir lo que se piensa no siempre es la mejor estrategia social.

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