Si, por un lado, algunas concepciones del currículo se vuelven como contenidos usualmente limitados a definiciones conceptuales que son implementadas, sea por un conjunto de estudios, sea por el punto de vista de la administración escolar; por otro lado, con el apoyo de Angulo y Blanco (1994), un riesgo adicional que enfrentamos es cuando asumimos el currículo estrictamente como planificación; o sea, como algo establecido, convirtiéndolo en un documento que definirá las intenciones educativas y las instrucciones de lo que se enseñará y aprenderá, como materiales y métodos de enseñanza.
Para Eyng (2010, p. 23), lo que se espera es que el currículo tenga intenciones justificadas, que sirvan de referencia para detallar los planes que desarrollarán los maestros, que deben ajustarse a cada contexto educativo particular en el que se desarrollarán. Esta declaración permite, entonces, analizar el currículo en su aspecto medular, como una realidad interactiva, que rescata la centralidad de la participación de los docentes en la definición del currículo, ya que constituyen “una parte integral del proceso curricular que, junto con los estudiantes, el contenido cultural y el medio ambiente están en interacción dinámica” (Clandinin y Connelly, 1992, p. 392). Es en esta rica interacción que el maestro, como objeto animado, vivo e interactivo, es capaz de definir qué, cómo y para qué enseñar, ajustando las mismas preguntas para el verbo evaluar.
El currículo como realidad interactiva implica fundamentalmente la consideración de la dinámica entre la planificación de la escuela y de la clase y la consideración de las convergencias y/o divergencias existentes entre el currículo como una intención y el currículo como acción. Esta visión destaca al maestro como el principal agente curricular, por lo que su capacitación es vital para comprender, planificar y administrar el currículo adecuadamente (Eyng, 2010, p. 24).
Por lo tanto, es evidente que el profesor, al incorporar su conocimiento pedagógico, práctico (experiencial) y otros conocimientos, no es un simple técnico que ejecuta un plan de estudios; es un agente constitutivo y transformador de esto que permite que la intención de la enseñanza converja con la justificación de lo aprendido y para qué aprender. En esta visión, al hablar del currículo, necesitamos mirarlo mucho más que contenido conceptual. Necesitamos pensarlo como contenido formativo. Considerar en cuáles condiciones ese contenido es desarrollado y cómo adquiere significado para los estudiantes, al convertirse en un conocimiento poderoso y significativo en su vida, es extremadamente importante si queremos superar la inflexibilidad de esto.
En esa dirección, la propuesta de Saviani, previamente señalada, gana una amplitud mayor cuando no la vemos solamente limitada a los contenidos conceptuales, pero más abarcadora. Los profesores se constituyen en sujetos, los cuales deben movilizar conocimientos de diferentes niveles. Si a ellos no les cabe solamente ejecutar una lista de un programa de contenidos conceptuales, sino escogerlos, organizarlos y readecuarlos a su contexto para, entonces, articularlos con las impresiones de su clase, con las características de sus estudiantes, con el proceso del aprendizaje que el grupo desarrolla, con las cuestiones sociales que afectan a la clase, con los objetivos de enseñanza establecidos por ellos y demás sujetos escolares, entre otros; esas acciones dibujan la pantalla de diferentes contenidos, los cuales los profesores tienen que pensar, operar y poner en acción. Contrariamente a la ideología de “para enseñar, solo necesitas tener conocimiento del contenido”, es importante resaltar que “para ser maestro, se requiere, además de un notorio saber, un notorio saber de relaboración conceptual. Y es este segundo que nos diferencia y califica como docentes profesionales” (Corrêa, 2017, p. 166). Son nuestros conocimientos formativos y experienciales –nuestros repertorios– así como nuestra capacidad de ajustes metodológicos y de crear teorías, lo que nos legitima como prácticos reflexivos capaces de reinventar la realidad de una clase.
Teniendo en cuenta que “la existencia de un conocimiento sistematizado no es suficiente para que exista la escuela”, es necesario hacer viables las condiciones para su transmisión y apropiación, lo que implica “dosificarlo y secuenciarlo para que los estudiantes pasen gradualmente de su no dominio a su dominio” (Saviani, 2008, p. 18). En ese sentido, es claro que los “(...) principios de selección de contenido se refieren a la necesidad de organizarlo y sistematizarlo en base a algunos principios metodológicos, vinculados a la forma en que serán tratados en el currículo, también en cuanto a la lógica con la que serán presentados a los estudiantes” (Castellani Filho et al., 1992, p. 31), pero es necesario esclarecer que tanto la lógica citada como los límites de decisión necesitan ser objetivados y esclarecidos. Hacer eso es implicar y explicitar, en el proceso educacional, elementos de carácter subjetivo de quien/quienes organizan el currículo (comprendido aquí en el nivel micro, o sea, en el nivel de una clase).
Es cierto que las diferentes naciones tienen sus orientaciones curriculares y sus estándares –además de compartir, en la actualidad, muchos elementos en común–, y los docentes tienen que seguirlos por un principio normativo. Ese, es posible decir, es la producción en el nivel macro del currículo. Por él se pasan cuestiones más amplias, como las políticas sociales, económicas, del trabajo, entre otras. Todavía, aunque un programa curricular de una nación encamine, en el nivel macro, su propio foco en los elementos conceptuales u otros, es una atribución de los profesores decidir sobre cuáles “contenidos” serán empleados en su acción en el nivel micro: si hay que enseñar reacciones químicas o la taxonomía, los modos, las formas, el nivel de profundización y los tiempos de esa enseñanza, en la gran mayoría de las veces, tiene que ser definida por los profesores. Ellos son los que tienen que analizar “qué contenidos” se van a traer para que determinado concepto disciplinario (o más amplio) sea aprendido. De ese modo, la cuestión de conocimientos variados sobre su área, sus alumnos, sus contenidos conceptuales y no conceptuales, tienen que ser mediados en el plan de clase. De esta forma, la noción de currículo, todavía muchas veces, se ha restringido a la enumeración de conceptos, no es reducida a la conceptualización, sino es ampliado a la acción, transformación y producción de conocimientos que necesita alguien capaz de organizar y adjuntar los diferentes elementos “contenidos” en su producción.
Todos estos (y otros más) son contenidos que serán integrantes del currículo escolar, y no es posible hablar de esos elementos sin traer la necesaria cuestión recurrente de la discusión curricular, y que ahora la empleamos a partir de Young (2014): “¿Cuál conocimiento debería componer el currículo?” (p. 8). Esa pregunta recibe atención especial cuando nosotros nos ponemos en un mismo campo de debates –la educación de las ciencias–. Eso porque en la especificidad de un campo disciplinar emergen cuestiones puntuales sobre el ‘qué’ y ‘cómo’ enseñar en una especificidad que necesita atención.
Sobre la cuestión señalada, Young (2014) también la contesta de una forma interesante, que nos remite a la crítica de las comprensiones reducidas ya citadas: “la verdad es que no sabemos mucho sobre currículos, excepto en los términos cotidianos – horarios, lista de asignaturas, planes de examen y, cada vez más, matrices de competencias o habilidades” (p. 8). Así, si deseamos pensar más allá de la restricción a contenidos conceptuales, a lista de asignaturas, a matrices de competencias, entre otras, es importante comprender que la formación docente es uno de los caminos posibles para la cualificación de ese escenario.
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