Raúl Ariel Victoriano - Azul profundo

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Sería en vano preguntarse cuál es el hilo conductor de estos textos porque no lo hay. En realidad, todos son distintos en cuanto estructura, forma y desarrollo. Cada uno es un objeto literario cerrado.
Sin embargo, en estos cuentos, salvo algunas excepciones, intervienen, como protagonistas principales o secundarios, algunos personajes que forman parte de otros relatos de este libro e incluso han aparecido en narraciones de antologías anteriores.
También, se repiten escenarios y contextos. Y, además, se pueden encontrar recurrencias acerca de las manchas temáticas, como inevitables pertenencias del quehacer literario de todos los tiempos.
Quizás quede como opción para el interrogante enunciado más arriba, una respuesta universal: antes de la lectura el hilo conductor, consciente o no, lo da la intención del autor; luego de la lectura, cada lector, sabrá tejer la línea que los unifica según su propia interpretación.

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Al poco tiempo delegó en su hijo la responsabilidad de conducir a los perros y la tarea de cargar con la carne asada, pero el sacrificio de los animales siguió en sus manos: el chico se angustiaba hasta el llanto en el momento de la matanza y se tiraba al piso en medio de las convulsiones, lo cual complicaba todo.

Comprometido en su nueva labor, el Bolo se esmeró en aplicar en ella la poca inteligencia con la que la naturaleza lo había dotado, y por su notable cualidad de pocas luces, se aplicó en mejorar, ante la gente, la habilidad natural del disimulo; en especial se cuidaba de mantener con reserva los desplazamientos cerca del arroyo, deseaba ajustarse a las tablas de la moral de los vecinos, quienes sostenían, en alto grado, el derecho a la ocupación de terrenos y el derecho a la vida de las mascotas, pues siendo consideradas integrantes esenciales de sus hogares les daban tanta importancia como a su propia descendencia. Eran pobres, pero no desalmados.

Por eso los padres procedían con cautela. Se esmeraban en no proporcionar indicios acerca de la vinculación entre el muchacho y los perros perdidos. Los animales llegaban detrás del carro cartonero y al final del día desaparecían naturalmente, quizá de regreso a sus lugares de pertenencia, quién podría saberlo.

El Bolo fue creciendo con la misma parsimonia con la cual crecía el asentamiento hasta transformarse en un barrio modesto, pero respetable.

Con los beneficios de la reciente alimentación alta en proteínas, su familia fue espaciando el cartoneo. Ya no iban todos los días a recorrer el centro de la ciudad, elegían las comunas con contenedores de más posibilidades y se habían vuelto selectivos debido al desahogo que le daba la flamante provisión de alimentos. Por ese entonces se animaron incluso a clavar estacas en el terreno y comenzaron a tender piolines entre ellas y a cavar las zanjas de los cimientos de la futura vivienda de mampostería.

Un grupo de vecinos parecía sospechar de la prosperidad de los cartoneros. El Bolo lo alcanzó a percibir a pesar de no contar con el atributo del juicio de la gente común. Fue advirtiendo cierta animosidad hacia él y la consideró infundada. Se sentía orgulloso de los valores adquiridos de la educación de su padre y del afecto de su madre. Por eso no alcanzaba a comprender por qué lo empezaron a mirar raro en el vecindario.

Por esa época, Antonio Cruz, el delegado del matadero y frigorífico La Loma, se enteró, no se sabe cómo, de la actividad del muchacho ignoto, y también de su torpe ingenuidad combinada con su escaso entendimiento. Y una mañana cualquiera se cruzaron sus caminos y trabaron un vínculo que terminó por incluir a la familia y los cuatro se convirtieron en socios de un secreto jamás develado.

Cuando Antonio estaba de guardia, el Bolo entregaba con cautela la «mercadería» en la puerta trasera del matadero. Se sentía satisfecho por su trabajo. El producido de esa transacción engrosaba el pesaje de las balanzas dedicadas a los «envasados especiales de exportación». Se trataba de un pacto basado en un convenio implícito no plasmado en ningún asiento contable, un trato entre dos partes sin relación formal alguna —el dueño de la empresa y unos vecinos del barrio— y un eslabón misterioso y hermético —el delegado—.

El negocio funcionaba sobre carriles. El chico llevaba la «hacienda» viva a las puertas abiertas por Antonio y regresaba a su casa, complacido, con un dinero en los bolsillos para entregar a su madre. En ese instante íntimo la sensibilidad del muchacho se inflaba casi hasta reventar, y su madre lo abrazaba: nadie lo había abrazado como ella; nadie, nunca, lo habría de hacer.

El padre en cambio, alejado de esos momentos de ternura, se inclinaba a observar con cierto recelo el quehacer de su hijo. Quizás asombrado por la inconsistencia entre la buena ganancia y la ausencia del esfuerzo físico en la novedosa tarea. Quizá desconcertado por la naturalidad con la cual él y su esposa habían aceptado siempre una paga miserable en retribución del sacrificio de los madrugones tremendos, la energía consumida en escarbar la basura y la fuerza bruta empujando las varas del carro.

El Bolo había pasado de ser el débil mental del barrio al mimado del hogar e iba camino a convertirse en un hombre de bien con un trabajo digno —aunque no lo pudiera revelar para no romper el acuerdo sellado con Antonio— según mandaban las buenas costumbres de cualquier comunidad feliz. Mientras tanto, un sinnúmero de personas, paseando por lugares exóticos, disfrutaba de los fiambres exquisitos proporcionados a sus paladares por el «ganado en pie» facilitado por un desconocido a la faena de la industria de embutidos La Loma.

El barrio creció y se formalizaron los datos de catastro; en las esquinas se irguieron los faroles de las columnas de la Compañía Eléctrica; la policía desplegó las patrullas de vigilancia; las viviendas se convirtieron en construcciones de material. Los avances edilicios de esos días lo ponían contento, pero el Bolo, quien ya contaba con mayoría de edad y mostraba marcadas evidencias de sus dificultades mentales, habría de transitar una tragedia inesperada y de allí en adelante su vida resbalaría por un declive irreversible.

Una noche, cuando se dirigía hacia los portones traseros del frigorífico, seguido por los perros, vio a un anciano vigilando atentamente sus movimientos desde la ventana iluminada de un altillo, al otro lado del pasaje opaco. Tonto como era, había aprendido de su padre que el acto de espiar, cualquiera fuese su carácter aparente, se manifestaba en las personas casi siempre por motivos censurables. Por eso eludió la circunstancia rodeando la manzana con toda espontaneidad.

Por otra parte, las instrucciones de Antonio fueron precisas: ante algún problema de ese tipo debía presentarse por el acceso privado de la entrada lateral, el lugar más seguro de todos. Y así lo hizo. Los animales obedecieron y entraron silenciosos, la puerta se cerró sin ruido y el muchacho se retiró en sentido opuesto al de llegada por temor a evitar otro incidente similar.

Al regreso, a pocas cuadras de su vivienda, lo sorprendió la estridencia de las sirenas. El cielo azul oscuro lucía un chichón escarlata apoyado en los techos desparejos del vecindario. Intentó condensar la información procurada por los oídos y la vista bajo un mismo concepto y no logró conseguirlo.

Al Bolo le encantaba pasar horas y horas mirando las estrellas, babeándose de la emoción al observar el espectáculo nocturno, pero no recordaba haber visto un fenómeno estelar tan cercano, ni tan luminoso. Ni las lámparas del alumbrado público tenían la intensidad ni el fulgor suficiente para echar luz por encima de las torres reticuladas de las antenas.

Ya cerca pudo ver mejor: su casa estaba convertida en un montón de ladrillos, tirantes, vidrios rotos, hierros y cacerolas, quemada por completo. Por los huecos de las ventanas salían densas columnas de humo negro y el techo partido yacía derrumbado. El olor a madera carbonizada le picaba en las fosas nasales. Los bomberos apenas terminaban de extinguir los últimos focos del incendio. Una ambulancia aguardaba con las puertas abiertas, tres vehículos de seguridad habían estacionado con las balizas encendidas y varias cuadrillas de efectivos rodeaban la zona.

Quiso pasar por debajo de la cinta amarilla del vallado y dos policías lo detuvieron. Se resistió tirando golpes de puño en forma desordenada, pero los agentes lo tumbaron en el piso, lo obligaron a pasar las manos por detrás de la espalda y le sujetaron las muñecas con un par de esposas. El calabozo de la comisaría le dio albergue a la noche más larga de su existencia. Antes de liberarlo, a la mañana siguiente, el comisario le entregó unos papeles y le dio el informe del caso: sus padres habían muerto y no se conocían las causas del siniestro. El Bolo se descontroló, se puso muy mal y no pudo articular una frase coherente por lo cual lo derivaron a un hospital-colonia de la provincia destinado a la atención de pacientes con problemas psíquicos.

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