Guadalupe Faraj - Jaulagrande

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«Jaulagrande. Nadie quiere ir». Esta es la sentencia con la que arranca
Jaulagrande. Y allí van, sin embargo, sus protagonistas: un militar que ha perdido el honor, su esposa, harta de años de lealtad, y un hijo al borde de la adolescencia para quien el mundo es ante todo una gran pregunta. Jaulagrande es una base militar en la que el sol se apaga, los gansos rejuvenecen al comer basura y cada quien encuentra su destino, aun si ese destino no es más que un punto final. Lo que sucede allí escapa a los convencionalismos, pero está atado a leyes tácitas que con extrema destreza Guadalupe Faraj logra establecer como otra lógica posible. De atmósfera espesa y un ritmo al que no le sobra ni le falta nada,
Jaulagrande es una novela aguda, tierna, exacta y, sobre todo, penetrante.

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—Llegamos a destino —dice Fresno. Inclina ligeramente la cabeza y saluda.

Peggy mueve la mano como si estuviera arriba de una calesita. Boris se acomoda, se sienta derecho, dice hola. Hay algo en el soldado que le resulta familiar. Apenas se anima a pensarlo: podría ser que el muchacho tenga un parecido con Moca. Ha pasado el tiempo y la cara de su amiga se ha ido borrando. Alguna vez, mientras juntaba piedras en la barranca de la base anterior, escuchó su risa, su voz alegre, o cortante y malhumorada, vacía de palabras. No lo que decía, sino solo su modo de hablar. Tan militar como el de su padre, a través de comunicados, y a la vez ajeno a ese mundo hermético de rangos y mujeres copiadas entre sí. Nunca podía reconstruir a Moca entera, su amiga volvía por partes, y Boris no intentaba retener ni quería olvidar, a fin de cuentas ella iba y venía en su cabeza igual que lo hacía antes cuando estaban juntos. Ahora que el soldado está asomado a la ventanilla, la cara apenas iluminada por la luz débil de Jaulagrande, la recuerda. No es un parecido físico, aunque hay algo en la menudez del cuerpo. Seco, él les dice cómo entrar a la base y encontrarse con otro soldado que los guiará. Cuando habla no fija la vista en nadie, ni siquiera en Boris que es el más insignificante, el único al que podría mirar a los ojos. Boris se asoma entre los asientos, inclina el pecho y queda casi a la altura de Peggy y Fresno que están adelante. El muchacho indica, calle pavimentada siguiendo la fila de palos negros hasta el final, ahí lo esperan . Boris se echa para atrás, ese tono indiferente lo enoja.

5

El suministro de electricidad se opera desde la base superior. Los alumbrados son vigas de hierro gris con una luz colgada en el extremo. Están encendidos de día y de noche, aunque la tensión es tan irregular como la hilera de palos negros que está siguiendo Fresno. Los habitantes de la base saben que cuando un alumbrado se apaga, no volverá a encenderse. Los palos fueron ubicados de manera caprichosa, a dos metros de distancia, a cinco metros o cincuenta centímetros. Se ven grupos de mujeres que cruzan la zona de casas grises, por los jardines. La familia va arriba de la camioneta, cada uno absorto a su modo. Peggy se tapa la nariz con dos dedos en forma de pinza, su vista sigue el movimiento de la camioneta, el camino que deja atrás. Boris tiene el estómago revuelto y se agarra la panza. El general no se inmuta, se muestra indiferente aunque el olor principal le repugne y los gansos no paren de chillar.

Al final los espera Arón, un soldado flaco con cara alargada, al que Boris le ve perfil de pájaro. Los hace bajar de la camioneta, saluda al general y Boris nota cómo el soldado mira a Fresno, son dos segundos en los que su padre siempre consigue cautivar al otro, así le pasa a él. Luego Arón da media vuelta y avanza mirando el suelo como si llevara peso en la nuca.

La base ocupa cien hectáreas. Las casas que acaban de ver pertenecen a los suboficiales y sus mujeres. Al estar cerca de la Laguna Vieja, el olor a baño se vuelve inmundo. Son casas chicas en contraste con la que será destinada a Fresno, una de dos plantas que recién podrán ocupar al día siguiente. Hay un polígono de tiro de forma circular y una plaza de armas con una torre. Desde allí se consigue una perspectiva completa de Jaulagrande.

Será por los alumbrados que no terminan de encenderse o apagarse, el olor a pis, el graznido de los gansos, que Peggy entra en un estado somnoliento, su cuerpo se debilita a medida que pasan las horas, está un poco dormida. En ningún momento amagan a visitar la casa para tomar un vaso de agua o recostarse. Se lo diría a Fresno, al menos podrían descansar cinco minutos, pero después del grito que él le pegó en la camioneta, prefiere callarse. Avanza detrás de él, que a su vez camina detrás del soldado flaco al que las piernas se le mueven como piolas. Boris es el último, tose y mira a los costados, parece perdido.

6

Están frente al aserradero, un galpón con paredes de chapa acanalada. Las virutas negras vuelven el aire espeso, más denso para respirar. Hay soldados trabajando pero la imagen es borrosa, como si se movieran detrás de algo empañado, a Peggy le cuesta entender qué es lo que está haciendo cada uno. Le duelen las piernas y no concibe que Fresno esté ligero como si acabara de levantarse, que siga enérgico y avance como si nada. Los soldados lo saludan con la venia. Unos cortan madera, otros lijan, hay una mujer que barre el piso. Hay soldados que trabajan alrededor de una caja oscura de varios metros, que se levanta entre el aserrín. El general hace cálculos, pasa una mano cerca de la caja con un movimiento refinado, no la toca. Tampoco mira a Peggy y eso a ella la alivia: una posibilidad es que no esté pensando en meterla dentro. En ese caso ella, automáticamente, dejaría de ser lo más importante para él. Pero seguiría viva. Es algo en lo que todavía no puede pensar sin que se le atolle la cabeza o se le haga un nudo en el estómago: darle o no su vida a Fresno. Ser la ofrenda. No sabe qué quiere y, en caso de saberlo, ¿qué elegiría? El mundo militar incluía el riesgo de terminar siendo una ofrenda: el que hace las cosas bien asciende, el que las hace mal termina en Jaulagrande, decía Fresno tomándola por la cintura: él nunca se entregaría a la segunda opción. Pero ahí están. Peggy va hasta la caja, tiene la sensación de que la madera vive, le nota cierto movimiento, una continua ondulación. Busca la mirada de Fresno, él sigue concentrado, haciendo cálculos. Está segura de que la caja la está invitando a entrar. Da un paso adelante, pero antes de poner un pie en el piso siente un sacudón en el cuerpo, un grito de Fresno, que la toma de la ropa y la tira hacia atrás con fuerza. Le prohíbe entrar a la caja.

7

Su padre fue destinado a Jaulagrande porque en cada base anterior hizo algo mal: mató a tiros un centenar de charatas, eludiendo la regla de no matar charatas a tiros. Recibió el castigo de Humillado cuando Boris se metió en un hueco y él no consiguió que saliera de ahí. El castigo de Sospechado cuando sacó a un superior de un pozo de mierda sin haber dejado claro si él mismo lo había tirado dentro. No obstante, en Jaulagrande su rango de general ha cobrado valor, se lo respeta como antes de que Boris naciera. A veces cree que su padre empezó a fallar por culpa suya, que él nació con el don de empeorar las cosas. Otras, que Fresno lo hace a propósito, que lo distrae para que él no llegue a conocer lo bueno del mundo.

Parece que van por un desierto. Cada tanto, Boris se topa con una viga de hierro que alumbra el paso de manera irregular. Por sectores también están los palos clavados en el piso, juntos componen una figura sin sentido que no bordea ni delimita nada. Arón abre la puerta del casino y los deja en una sala que tiene una mesa rectangular y tres sillas. Una de las paredes está ocupada en su totalidad por un cuadro negro, con un marco ancho y dorado. Boris se para enfrente. Las pinceladas oscuras se destacan por la luz que pasa a través de una cortina. Camina observando el lienzo con el cuerpo de costado como si fuera un cangrejo, uno de esos animalitos que solo vio en ilustraciones. Más allá de los relieves que dejó el pincel, no hay nada llamativo. Da media vuelta y avanza en la dirección opuesta. Quiere encontrar un indicio que le hable de lo que hay debajo de la pintura negra. Un mapa con ciudades o países desconocidos, pero no los que estudia su padre: papeles gastados con círculos en bases y ríos secos.

La mesa está servida, Peggy y Fresno ubicados en las sillas. Boris se acerca. Peggy revuelve la comida haciendo círculos con el tenedor, por momentos lo apunta al aire, como si fuera a dar una bendición. Luego golpea el plato. Podría ponerse a hablar, pero si lo hace corre peligro de encarar pendiente abajo y no frenar. Le llevó toda la tarde componerse del llanto en la camioneta, tiene que reprimir las ganas de decirle a su marido que se está comportando igual que un cabo raso, siendo general. ¿Por qué hay que dormir en el casino de oficiales si está la casa? Fresno no insiste porque piensa en clave de guerra: a nadie se le ocurriría decir que una trinchera es incómoda o que no puede dormir en un catre. Por cosas así lo odia. El amoníaco la está dejando tonta, es como si alguien le hubiera abierto una zanja en la cabeza y le entraran pensamientos nuevos: se está cansando de seguir a Fresno. Los llevó a este páramo que tranquilamente podría ser el lugar de los muertos. Mira a su hijo. Boris no va a sacarle la vista de encima hasta que ella se meta la carne de charata en la boca. Sobre la pared que tiene enfrente está el cuadro negro. ¿Qué pasa, hijo?, quiere decirle. No tengo ganas de comer esta inmundicia, tampoco tengo amor para vos. Apenas me alcanza el cuerpo para sostenerme. Eso le diría. ¿Por qué no se le había ocurrido? Acaso la cercanía con la muerte le traiga ideas reveladoras. Si no quiere comer, no va a comer. Si quiere ponerse el plato de sombrero, si quiere pararse y saltar arriba de la mesa. ¿Qué? Eso es. Deja caer los hombros, respira, le cabe más aire. Por supuesto, no tiene obligación de querer a su hijo, que Boris se las arregle igual que ella. Ninguna obligación. Nunca alguien se tomó el trabajo de explicarle cómo son las cosas, tuvo que sacar sus conclusiones: es libre de hacer lo que se le dé la gana. Peggy no sabe si lo que acaba de descubrir la emociona o la entristece, de nuevo se le cierra la garganta. No importa, la duda le limpia los pensamientos y eso le parece bien.

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