Al Alvarez - El Dios Salvaje

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De toda la polifacética obra de Al Alvarez,
El Dios Salvaje es el libro por el que siempre se lo cita y siempre se lo recordará: un hito en la ensayística sobre el suicidio que tiene la virtud de fusionar la perspectiva personal con una vasta reflexión sobre el tema en la historia y la literatura. Entre el relato en primera persona sobre su relación con Sylvia Plath durante los últimos días antes de que la poeta decidiera quitarse la vida, y la crónica de su propio intento de suicidio a los treinta y un años, Alvarez recorre la actitud cambiante de la cultura occidental hacia ese acto radical, a la vez irracional y lúcido, que modula el arte y la literatura de los últimos dos milenios. Al discutir desde el suicidio honorable en algunas sociedades antiguas hasta la autoeliminación como acto pecaminoso, luego delictivo y por fin conclusión inevitable de ciertos callejones estéticos y políticos, Alvarez se destaca como crítico implacable pero también empático, sin perder jamás de vista la dimensión humana, insondable y a fin de cuentas privada del acto en sí.
El Dios Salvaje es un libro que quema por su honestidad, su cruda verdad: no hay forma de que nos deje indiferentes.

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Creo que, de un modo u otro, esto Sylvia lo percibía. En una introducción a «Papi» que escribió para la BBC, dijo acerca de la narradora del poema: «Antes de librarse de la pequeña y horrible alegoría tiene que representarla una vez más». La alegoría referida era, según ella misma, su lucha interior entre la fantasía de un padre nazi y una madre judía. Pero quizá fuera también la fantasía de llevar en sí al padre muerto, como una mujer poseída por un demonio (de hecho, en el poema lo llama vampiro). Para librarse de él tenía que soltarlo como a un genio de una botella. Y precisamente eso lograron los poemas: corporizaron la muerte que ella llevaba dentro. Lo hicieron, además, de un modo intensamente vivaz y creativo. Cuanto más escribía sobre la muerte, más robusto y fértil se volvía su mundo imaginativo. Y esta era la mejor de las razones para vivir.

Sospecho que al final quiso acabar con el tema para siempre. Pero lo único que se le ocurrió fue «representar la pequeña y horrible alegoría una vez más». Siempre había sido un poco jugadora, una mujer acostumbrada al riesgo. En parte, la autoridad de su poesía reposaba en una valerosa insistencia en seguir el hilo de la inspiración hasta la cueva del minotauro. Y este coraje psíquico corría paralelo a su arrogancia y a su descuido físico. El riesgo no la asustaba; al contrario, le parecía estimulante. «La vida», escribió Freud, «pierde interés cuando en el juego de vivir no puede apostarse la ficha más valiosa: la vida misma». Finalmente, Sylvia asumió ese riesgo. Habiendo calculado que tenía las probabilidades a favor jugó por última vez, aunque quizá, deprimida como estaba, sin preocuparse mucho por si perdía o ganaba. Le salieron mal los cálculos y perdió.

Fue un error, pues, y de ese error ha nacido todo un mito. Creo que a ella no le habría gustado mucho, ya que es un mito del poeta como víctima propiciatoria que, arrastrado por las musas a través de todas las desdichas, se ofrenda en el altar último por el bien del arte. En estos términos, el suicidio pasa a ser el eje de la historia, el acto que convalida los poemas, les da interés y prueba la seriedad de la autora. Así, la gente se ve atraída hacia la obra de Sylvia muy a la manera en que finalmente Time la presentó: no por la poesía sino por un «interés humano» extraliterario, anecdótico y chismoso. Sin embargo, así como el suicidio no añade a la poesía nada de nada, el mito de Sylvia como víctima pasiva es una perversión total de la mujer que era ella. Desecha por completo su vivacidad, su apetito intelectual y su ingenio áspero, los grandes recursos de su imaginación, la vehemencia de sus sentimientos, el control que podía aplicarles. Sobre todo, deja de lado el valor con que supo transformar el desastre en arte. La pena no es que haya un mito de Sylvia Plath; es que el mito no sea, simplemente, el de una poeta de talento enorme a quien la muerte le llegó por descuido, por error, y demasiado pronto.

Durante un tiempo consideré su brillantez como una fachada; como si, de una manera más bien esquizoide, Sylvia pudiera darle la espalda al sufrimiento en favor de las apariencias, fingir que no existía. Pero tal vez podía mantener la desdicha a raya porque era capaz de escribir sobre ella, porque sabía que de tanto horror estaba rescatando algo maravilloso. El final sobrevino cuando empezó a sentir que no soportaba más el tema. Lo había agotado y estaba lista para algo nuevo.

El chorro de sangre es poesía,

no hay modo de pararlo.

La única forma de pararlo que entreveía, con la vista empañada por la depresión y la enfermedad, era esa última partida. Así que habiendo previsto, según pensaba, que la salvarían, se arrodilló frente al horno casi esperanzadamente, casi con alivio, como si estuviera diciendo «Puede que esto me libere».

El viernes 15 de febrero, en la húmeda, insípida sala del tribunal de instrucción de Camden Town, hubo una indagatoria: testimonios susurrados, largos silencios, llanto de la muchacha australiana. Por la mañana temprano yo había ido con Ted a la funeraria de Mornington Crescent. El ataúd estaba en la punta de una sala vacía con cortinajes. Sylvia yacía rígida, con una absurda gorguera al cuello. Solo se le veía la cara. Se había vuelto gris y ligeramente traslúcida, como de cera. Yo nunca había visto un muerto y por poco no la reconozco; los rasgos me parecieron demasiado finos, muy afilados. La sala olía a manzanas: un olor tenue y dulce pero no del todo limpio, como si las manzanas empezaran a pudrirse. Me alegró salir al frío y al ruido de las calles sucias. Parecía imposible que estuviera muerta.

Todavía hoy me cuesta creerlo. Había demasiada vida en ese cuerpo largo, plano y de huesos fuertes, en el alargado rostro de ojos marrones, hermosos, astutos y plenos de sentimiento. Era práctica y cándida, apasionada y compasiva. Yo creo que era un genio. A veces, caminando por Primrose Hill o el Heath, me sorprendo pensando infantilmente que me encontraré con ella y reanudaremos la charla donde la dejamos. Pero tal vez sea porque los poemas hablan tan claramente con su acento: veloz, sardónico, imprevisible, fácilmente inventivo, un poco enfadado y siempre absolutamente suyo.

1 El «túmulo funerario» era en realidad un fuerte prehistórico, y me dicen que probablemente «el muro de antiguos cadáveres» fuera el que separaba el jardín de los Hughes del cementerio adyacente.

2 En una nota al texto que escribió para la BBC, Sylvia dijo: «Este poema “Muerte y compañía” trata de la naturaleza doble o esquizofrénica de la muerte; de la frialdad marmórea de la máscara mortuoria de Blake, digamos, enguantada con la espantosa blandura de los gusanos, el agua y otros catalizadores metabólicos. Imagino estos dos aspectos de la muerte como dos hombres, dos compañeros de negocios, que han venido a llamar».

Este es solo un ejemplo. Según las estadísticas oficiales, la semana en que murió Sylvia debió de haber en Inglaterra al menos noventa y nueve suicidios más. En el mismo período, otras veinticinco personas debieron de quitarse la vida sin entrar en las listas. En los Estados Unidos, las cifras se habrían cuadruplicado. El índice de suicidios por cada cien mil habitantes es más o menos el mismo en los dos países. En Hungría es casi el doble de alto. En todo el mundo, dice un informe de la Organización Mundial de la Salud, diariamente se quitan la vida al menos mil personas.

¿Por qué ocurre esto? ¿Hay alguna manera de explicar semejante gesto, ya que es posible que nunca se pueda justificar? En el caso de alguien creativo como Sylvia, ¿existe una tradición del suicidio u obraron fuerzas cuasi literarias? Son preguntas que intentaré responder en el resto de este libro. Pero antes hay una cuestión de antecedentes: la historia del acto y sus extrañas transformaciones en la cultura occidental.

Parte II

Los antecedentes

Ni miedo ni esperanza asisten

al animal que agoniza;

el hombre aguarda su final

temiendo y esperando todo;

muchas veces ha muerto,

muchas veces volvió a alzarse.

Frente a los asesinos

el hombre grande, en su orgullo,

arroja su desprecio

a la abolición del aliento;

conoce a la muerte hasta el hueso:

la muerte es creación del hombre.

W. B. Yeats

¿Es pues pecado

precipitarnos a la guarida de la muerte

antes de que la muerte se atreva a buscarnos?

William Shakespeare

Quien no soporte una risita,

mejor que no entre al club.

Antiguo refrán

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