Al Alvarez - El Dios Salvaje

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De toda la polifacética obra de Al Alvarez,
El Dios Salvaje es el libro por el que siempre se lo cita y siempre se lo recordará: un hito en la ensayística sobre el suicidio que tiene la virtud de fusionar la perspectiva personal con una vasta reflexión sobre el tema en la historia y la literatura. Entre el relato en primera persona sobre su relación con Sylvia Plath durante los últimos días antes de que la poeta decidiera quitarse la vida, y la crónica de su propio intento de suicidio a los treinta y un años, Alvarez recorre la actitud cambiante de la cultura occidental hacia ese acto radical, a la vez irracional y lúcido, que modula el arte y la literatura de los últimos dos milenios. Al discutir desde el suicidio honorable en algunas sociedades antiguas hasta la autoeliminación como acto pecaminoso, luego delictivo y por fin conclusión inevitable de ciertos callejones estéticos y políticos, Alvarez se destaca como crítico implacable pero también empático, sin perder jamás de vista la dimensión humana, insondable y a fin de cuentas privada del acto en sí.
El Dios Salvaje es un libro que quema por su honestidad, su cruda verdad: no hay forma de que nos deje indiferentes.

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—Es poeta, ¿no? —preguntó la mujer de la limpieza al día siguiente.

—Sí.

—Me lo figuraba —dijo ella con sombría satisfacción.

Después de esa tarde, Sylvia empezó a pasar a menudo cuando estaba en Londres, siempre con una pila de poemas nuevos para leer. De ese modo oí por primera vez, entre otros, los poemas sobre abejas y «A Birthday Present» («Regalo de aniversario»), «The Applicant» («La aspirante»), «Getting There» («Llegando»), «Fever 103°» («Fiebre»), «Letter in November» («Carta de noviembre») y «Ariel», que me pareció extraordinario. Le dije que era lo mejor que había escrito y pocos días después me envió una copia limpia, escrita cuidadosamente con su letra pesada y redonda e ilustrada, como un manuscrito medieval, con flores y cenefas ornamentales.

Un día —no sé bien cuándo— me leyó unos poemas que calificaba de «versos ligeros». Se refería a «Daddy» («Papi») y «Lady Lazarus» («Lady Lázaro»). Los leyó con voz ardiente y envenenada. A esas alturas yo ya escuchaba su poesía con bastante claridad, sin rezagarme mucho ni sentir una gran inadecuación. Quedé apabullado. La primera impresión fue que aquello no era tanto poesía como ataque y agresión. Y porque ahora yo sabía algo de la vida de Sylvia, no podía pasar por alto hasta qué punto ella era parte de la acción. Pero comentar eso habría sido sugerir que los poemas eran poéticamente un fracaso, lo cual a todas luces no era así. Como siempre, mi defensa fue fastidiarla con los detalles. Había un verso con el que me ensañé en especial:

Caballeros, damas

Estas son mis manos

mis rodillas estas.

Tal vez sea piel y huesos,

tal vez sea japonesa

—¿Por qué japonesa ? —la hostigué—. ¿Solo porque necesitas la rima? ¿O porque el camino más fácil es usar a las víctimas de la bomba atómica? Para usar material tan violento hay que tener cierta prudencia…

Ella me contestó con agudeza, pero más tarde, cuando el poema se publicó después de su muerte, el verso había desaparecido. Y pienso que es una lástima: realmente necesitaba la rima; el tono es lo bastante controlado como para soportar esa alusión en apariencia no del todo relevante, y yo estaba reaccionando exageradamente a la brutalidad inicial del poema sin entender su extraña elegancia.

Durante todo ese período lo que mostraban los poemas era del todo diferente de lo que mostraba la persona. En las maneras sociales de Sylvia no había el menor rastro de la desesperación y la despiadada agresividad de su poesía. Seguía exhibiendo una inteligencia y una energía implacables: se ocupaba de los hijos y de su criadero de abejas de Devon, de buscar casa en Londres, de mandar a la imprenta La campana de cristal , de mecanografiar y enviar sus poemas a editores nada receptivos (poco antes de morir mandó una selección de los mejores, la mayoría hoy clásicos, a uno de los semanarios nacionales británicos; no le aceptaron ninguno). También había vuelto a montar a caballo, ahora aprendiendo a dominar un poderoso semental llamado Ariel, y el nuevo entusiasmo la tenía exaltada.

Con las piernas cruzadas en el suelo rojo, después de leer los poemas, me contaba de las cabalgatas con esa voz vibrante de Nueva Inglaterra. Y acaso porque yo era miembro del club, de forma bastante parecida hablaba también del suicidio: de su intento diez años atrás —que, supongo, habrá tenido en mente mientras corregía las pruebas de la novela— y del cercano incidente con la camioneta. No había sido un accidente: había salido de la carretera adrede, seriamente, con ganas de morir. Pero no había muerto, y ahora aquello era pasado. Por eso estoy convencido de que por ese entonces no pensaba en suicidarse. Al contrario: podía escribir sobre el hecho con tanta libertad porque ya lo había dejado atrás. El accidente era una muerte a la cual había sobrevivido, la muerte que sardónicamente se sentía destinada a sobrellevar una vez por década:

He vuelto a hacerlo.

Cada diez años

lo consigo—

Una suerte de milagro andante (…)

Tengo apenas treinta.

Y como el gato puedo morir nueve veces.

Esta es la Número Tres.

En la vida, como en el poema, no había en su voz histeria ni ruego de comprensión. Hablaba del suicidio con un tono muy semejante al que usaba para hablar de cualquier otra actividad ardua, arriesgada: era un tono urgente, incluso feroz, pero sin ninguna autocompasión. Como si considerase la muerte un reto físico que había superado una vez más. Una experiencia de índole no muy distinta a la de montar a Ariel o dominar un potro desbocado —cosa que había hecho durante su último curso en Cambridge— o lanzarse por una pendiente nevada sin saber esquiar bien —incidente, también de la vida real, que es uno de los mejores momentos de La campana de cristal —. El suicidio, en breve, no era un desvanecimiento en la muerte, un intento de «apagarse a medianoche sin dolor»; era algo que debía sentirse en los nervios, algo por combatir: un rito de iniciación que la calificaba para ser dueña de su vida .

Sabe Dios qué herida le había infligido en la infancia la muerte de su padre, pero con los años se había transformado en la convicción de que ser adulta era ser una sobreviviente. Por eso la muerte era para ella una deuda que cada década debía saldarse: para seguir viva como mujer madura, madre y poeta, de un modo parcial, mágico, tenía que pagar con su vida. Pero como este pago imposible conllevaba también la fantasía de unirse o recuperar a su querido padre muerto, era un acto apasionado, tan infundido de amor como de odio y de desesperación. Así, en el extraño y perturbador poema «The Bee Meeting» («La reunión de las abejas»), la descripción detallada e indudablemente precisa de un encuentro de apicultores en su pueblo de Devon se transforma paulatinamente en invocación a un rito de muerte en el cual ella es la virgen sacrificial cuyo ataúd, finalmente, espera en el bosquecillo sagrado. El proceso se vuelve algo menos misterioso cuando uno recuerda que el padre de Sylvia era una autoridad en abejas; de modo que el trabajo de ella como apicultora era una forma simbólica de aliarse con él y reclamarlo del mundo de los muertos.

El tono de todos los últimos poemas es áspero, factual y, pese a la intensidad, sobrio. Sospecho que de un modo extraño se consideraba realista: las muertes y resurrecciones de «Lady Lázaro», las pesadillas de «Papi», las había vivido en carne propia. El hecho de que les comunicara una extraordinaria riqueza interior de imágenes y asociaciones era casi secundario, por esencial que sea para la poesía misma. Dado que se sentía describiendo los hechos como habían ocurrido, podía valerse serenamente de sus grandes reservas de destreza: las sutiles rimas y semirrimas, los ritmos flexibles, resonantes, y los coloquialismos abruptos mediante los cuales mantenía un dominio artístico total aun en los sondeos más angustiosos. Sus horrores internos eran tan fácticos y percibidos de un modo tan preciso como el semental apenas controlable que estaba aprendiendo a montar o el coche en que había querido estrellarse.

De modo que hablaba del suicidio con un desapego seco, sin mención alguna al sufrimiento o al dramatismo. El hecho de que su primer intento hubiese sido serio y casi eficaz le estimulaba, era evidente, el respeto por sí misma; parecía autorizarla a hablar del suicidio como tema, como obsesión. Creía que el acto era uno de sus derechos en cuanto mujer adulta y agente libre. Dada su extraña concepción del adulto como sobreviviente, judío imaginario de campos de concentración mentales, de igual modo juzgaba que era un derecho necesario para su desarrollo. Por eso para ella nunca fue cuestión de motivos: uno lo hacía porque lo hacía, tal como un artista siempre sabe lo que sabe.

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