En las acciones morales, «el motivo ulterior está descartado», insiste Løgstrup. La expresión espontánea de la vida es radical gracias a «la ausencia de motivos ulteriores», morales o amorales. Ésta es una razón de que la demanda ética, la presión «objetiva» para ser moral que emana del solo hecho de estar vivo y compartir el planeta con los demás sea y deba ser silenciosa. Puesto que la «obediencia a la demanda ética» puede convertirse fácilmente (deformarse, distorsionarse) en un motivo de conducta, la demanda ética es suprema cuando se olvida y no se piensa en ella: su radicalidad consiste en su pretensión de resultar superflua. La inmediatez del contacto humano se sostiene en las inmediatas expresiones de la vida y no necesita ni tolera otros apoyos. Levinas estaría completamente de acuerdo: según Philippe Nemo, su atento entrevistador y leal intérprete, la «exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no hace que el asesinato sea imposible. Lo hace malo». El «ser» de la ética sólo consiste en «turbar la complacencia del ser». 23
En términos prácticos, esto significa que por mucho que un ser humano se resienta de haberse quedado solo (en última instancia) a expensas de su propio consejo y responsabilidad, es precisamente esa soledad la que alberga una esperanza de una unión moralmente impregnada. Esperanza, no certeza, mucho menos una certeza garantizada.
Las expresiones de espontaneidad y soberanía de la vida no testimonian que la conducta resultante sea la opción éticamente apropiada y laudable entre el bien y el mal. El asunto es que los errores y los aciertos provienen de la misma condición, como esos impulsos tan ansiosos por buscar el refugio que los mandamientos autoritarios proporcionan y la osadía de aceptar la responsabilidad propia. Sin aceptar la posibilidad de equivocarse, poco podría hacerse para perseverar en busca de la opción adecuada. Lejos de ser una amenaza a la moralidad (y una abominación para los filósofos de la ética), la incertidumbre es el hogar de la persona moral y el único terreno en el que la moralidad puede brotar y florecer.
Pero, como Løgstrup señala con acierto, las «inmediatas expresiones de la vida sostienen la inmediatez del contacto humano». Supongo que esta relación y mutuo condicionamiento tiene dos vertientes. «Inmediatez» parece desempeñar en el pensamiento de Løgstrup un papel similar al de la «proximidad» en los escritos de Levinas. La «inmediata expresión de la vida» es suscitada por la proximidad, o por la presencia inmediata de otro ser humano, débil y vulnerable, doliente y necesitado de ayuda. Lo que vemos es un desafío, un desafío para obrar, para ayudar, para defender, para procurar solaz, para curar o salvar.
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Parece que en su acepción corriente, la «expresión espontánea de la vida» suscita desconfianza y mixofobia, antes que confianza y desvelo. «Mixofobia» es una reacción bastante predecible y extendida a la confusión y al nerviosismo de los tipos humanos y los estilos de vida que se encuentran y arquean las cejas o se encogen de hombros en las calles de las ciudades contemporáneas, no sólo en los oficialmente llamados (y por esa razón evitados) «distritos duros» o «barrios bajos», sino en las zonas «ordinarias» (léase no protegidas por «zonas prohibidas»). Conforme avanza la multivocalidad y variedad cultural del entorno urbano de la época de la globalización, para intensificarse probablemente con el tiempo en lugar de mitigarse, las tensiones que surgen de la extrañeza vejatoria, confusa e irritante, llevarán a tomar medidas segregacionistas.
Los factores que precipitan la mixofobia son triviales, en modo alguno difíciles de localizar, sencillos de entender aunque no necesariamente fáciles de olvidar. Como Richard Sennett sugiere, «el sentimiento del nosotros, que expresa un deseo de ser parecidos, es un modo para que hombres [y mujeres] eviten la necesidad de escrutarse entre sí». 24Podríamos decir que promete un consuelo espiritual: la perspectiva de hacer la vida en común más fácil de soportar al cortar el esfuerzo por entender, negociar, comprometerse que requeriría la vida con la diferencia. «Innato al proceso de formar una imagen coherente de la comunidad es el deseo de evitar la participación real. Sentir vínculos comunes sin una experiencia común ocurre, en primer lugar, porque los hombres tienen miedo de la participación, temen los peligros, los desafíos que eso supone y su dolor».
El impulso hacia una «comunidad de similitudes» es una señal de retirada no sólo del exterior de la otredad, sino también de la entrega a la interacción interna, vivaz, turbulenta, vigorizante y suprema. La atracción de la «comunidad de lo mismo» es la de una política de seguridad contra los riesgos de la vida diaria en un mundo polivocal. La inmersión en «lo mismo» no decrece una vez superados los riesgos que la incitaron. Como todos los paliativos, sólo puede prometer una protección ante los efectos más inmediatos y temidos.
Escoger la opción escapista como medicina para la mixofobia tiene una secuela insidiosa y perniciosa: una vez adoptado, el supuesto régimen terapéutico cobra vida propia, tiende a perpetuarse y a reforzarse conforme más ineficaz resulta. Sennett explica por qué ocurre esto, por qué ha de ocurrir. 25
Las ciudades americanas han crecido durante las dos últimas décadas de modo que las áreas étnicas se han vuelto relativamente homogéneas; no parece accidental que el temor al exterior haya crecido también hasta el punto de que las comunidades étnicas hayan desaparecido.
Una vez ha tenido lugar la separación territorial, y conforme la gente vive en un entorno uniforme –en compañía de otros «como ellos», con los que se puede socializar en seguida sin incurrir en el riesgo de la incomprensión y sin tener que luchar con la vejatoria necesidad de las (siempre arriesgadas) traducciones entre distintos universos de sentido–, es más probable que se desaprenda el arte de negociar significados compartidos y un modus vivendi común.
Las guerras territoriales van de un lado a otro de la barricada que separa el bienestar del malestar, pero no pueden tener otro resultado que la profundización de la incomunicación. Conforme los soldados voluntarios e involuntarios de las permanentes guerras territoriales olviden o descuiden las habilidades necesarias para una vida satisfactoria en la diferencia, resultará menos extraño que los buscadores y practicantes de la terapia escapatoria vean con creciente horror el enfrentamiento con extraños. Los «extraños» (es decir, la gente que está al otro lado de la barricada) tienden a parecer cada vez más amenazadores conforme se van haciendo ajenos, poco familiares e incomprensibles. El diálogo y la interacción, que podrían asimilar circunstancialmente su «otredad» a nuestra vida, se desvanecen o no tienen lugar al principio. El impulso a un entorno homogéneo, territorialmente aislado, es el cinturón de seguridad, el proveedor de la mixofobia, y se convierte en su agente principal.
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Al final, el desafío ético de la «globalización», o más bien la globalización como desafío ético.
Sea lo que sea lo que signifique «globalización», significa que somos dependientes. Las distancias ya no importan. Lo que sucede en cualquier parte tiene consecuencias globales. Con los recursos, las herramientas técnicas y los procedimientos, los seres humanos han dado a sus acciones un alcance enorme en el espacio y en el tiempo. Por localmente confinados que estén, los agentes harán mal en no tener en cuenta los factores globales, que decidirán el éxito o el fracaso de sus acciones. Lo que hacemos (o dejamos de hacer) influye en las condiciones de vida (o en la muerte) de gente en lugares que no conocemos y de generaciones que no conoceremos.
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