Vuélvanse a Dios. Busquen a Dios. Entréguense al cumplimiento de su plan, y habrán encontrado la clave sutil para vivir. “El que me sigue”, promete Cristo, “no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8.12). Ustedes tendrán un motivo: la gloria de Dios. Tendrán una regla: la ley de Dios. Tendrán un amigo en la vida y en la muerte: el Hijo de Dios. Habrán encontrado la respuesta a la duda y la desazón que han sido provocadas por la falta aparente de sentido, aun la maldad, de las circunstancias: Sabrán que “el Señor reina” y que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Romanos 8.28). Y tendrán paz.
¿La alternativa? Podemos desafiar y rechazar el plan de Dios, pero no podemos escaparnos de él. Porque un elemento en su plan es la sentencia de pecado. Aquellos que rechazan la oferta de vida del evangelio por medio de Cristo se buscan una sombría eternidad. Aquellos que eligen estar sin Dios, tendrán lo que eligen: Dios respeta nuestras elecciones. Esto forma parte también de su plan. La voluntad de Dios se lleva a cabo tanto en la condena de los incrédulos como en la salvación de aquellos que depositan su fe en el Señor Jesús.
Dicho es el resumen del plan de Dios, el mensaje central acerca de Dios que nos trae la Biblia. Su exhortación es la de Elifaz a Job: “Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; y por ello te vendrá bien” (Job 22.21 RVR60). Gracias a que sabemos que “el Señor reina”, desarrollando su plan para este mundo sin ningún obstáculo, podemos comenzar a apreciar tanto la sabiduría de este consejo como la gloria que yace escondida en esta promesa.
¿“TODAS LA COSAS PARA EL BIEN”?
“El Señor reina”. Ahora vemos que ésta es la primera verdad fundamental que debemos encarar. El Creador es Rey en su universo. Dios “hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11). El factor decisivo en la historia del mundo, el propósito que lo controla y la clave que lo interpreta, es el plan eterno de Dios. El señorío soberano de Dios es la base de su mensaje bíblico y el hecho fundamental de la fe cristiana, y hemos notado que sobre él se construye la gran convicción que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman”. Si esto es así, las buenas nuevas son maravillosas.
Pero entonces, ¿puede esta seguridad mantenerse de pie? La afirmación que ella hace le causa problemas a las almas sensibles y cuidadosas en muchos aspectos. No admite una demostración racional y de vez en cuando las circunstancias suscitan incertidumbres dolorosas. Algunas de las cosas que les suceden a los cristianos en particular nos duelen y nos desconciertan. ¿Cómo pueden estas desgracias, estas frustraciones, estos contratiempos aparentes a la causa de Dios, ser parte de su voluntad? En respuesta a estas cosas, nos vemos inclinados a negar la realidad del gobierno de Dios o la perfecta bondad del Dios que gobierna. Sería fácil sacar cualquiera de estas dos conclusiones, pero sería también falso. Cuando nos veamos tentados a hacerlo, deberíamos detenernos y hacernos ciertas preguntas a nosotros mismos.
LAS COSAS SECRETAS
¿Nos deberíamos acaso sorprender cuando nos vemos desconcertados ante lo que Dios está haciendo? ¡No! No debemos olvidar quiénes somos. No somos dioses; somos criaturas, y nada más que criaturas. Como criaturas, no tenemos derecho ni razón alguna para pretender entender en todo momento la sabiduría de nuestro Creador. Él mismo nos ha recordado: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos... Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55.8-9 RVR60). Es más, el Rey nos ha puesto en claro que no le complace revelar todos los detalles de su política a sus sujetos humanos. Como declaró Moisés cuando había terminado de exponer a Israel lo que Dios le había revelado sobre su voluntad para ellos: “Lo secreto le pertenece al SEÑOR nuestro Dios, pero lo revelado nos pertenece a nosotros... para que obedezcamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29.29).
El principio aquí ilustrado es que Dios ha revelado su mente y voluntad, en la medida en que necesitamos conocerlas con fines prácticos, y que debemos considerar lo que Él ha revelado como una regla completa y adecuada para nuestra vida y nuestra fe. Pero aún quedan “cosas secretas” que Él no nos ha dado a conocer y que, por lo menos en esta vida, no tiene la intención de que descubramos. Y las razones detrás del trato providencial de Dios caen a veces en esta categoría.
El caso de Job ilustra lo anterior. A Job nunca se le dijo nada sobre el desafío que encontró Dios al permitir a Satanás que plagara a su siervo. Todo lo que Job sabía era que el Dios omnipotente era moralmente perfecto y que sería una falsa blasfemia negar su bondad bajo cualquier circunstancia. Se negó a “maldecir a Dios” aun cuando le habían quitado su trabajo, sus hijos, y su salud (Job 2.910). Fundamentalmente, Él mantuvo esta negativa hasta el final, a pesar de que casi se vuelve loco con las perogrulladas bien intencionadas que sus petulantes amigos le repetían hasta el cansancio, las cuales extrajeron a veces de él palabras absurdas acerca de Dios (por las cuales se arrepintió más tarde). Aunque con mucho esfuerzo, Job se aferró a su integridad a lo largo del período de prueba y mantuvo su confianza en la bondad de Dios.
La confianza de Job fue reivindicada. Porque cuando se terminó el período de prueba, después que Dios se había acercado a Job en misericordia para renovar su humildad (40.1-5; 42.1-6) y Job había orado obedientemente por su tres amigos enloquecedores, “el SEÑOR lo hizo prosperar de nuevo y le dio dos veces más de lo que antes tenía” (42.10). “Ustedes han oído hablar de la perseverancia de Job”, escribe Santiago, “y han visto lo que al final le dio el Señor. Es que el Señor es muy compasivo y misericordioso” (Santiago 5.11). ¿Es que acaso toda esa serie apabullante de catástrofes que le sobrevinieron a Job significaba que Dios había abdicado su trono y abandonado a su siervo? Para nada, como Job comprobó por experiencia. Sin embargo, la razón por la cual Dios lo sumergió en la oscuridad no le fue nunca revelada. Entonces, ¿no puede acaso Dios, debido a sus propios fines sabios, tratar a sus demás seguidores en la forma en que trató a Job?
Pero hay más para añadir a todo esto. Existe una segunda pregunta que debemos hacer.
¿Nos ha dejado Dios sumidos en la ignorancia de lo que está haciendo en el gobierno providencial de este mundo? ¡No! Nos ha dado una completa información sobre el propósito central de lo que está llevando a cabo y una lógica positiva para explicar las duras experiencias de los cristianos.
¿Qué está haciendo Dios? Él está llevando “a muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2.10). Está salvando una gran compañía de pecadores. Él se ha dedicado a esta tarea desde el comienzo de la historia. Pasó muchos siglos preparando a un pueblo y un escenario de la historia del mundo para la venida de su Hijo. Luego envió a su Hijo al mundo para que pudiera existir un evangelio, y ahora Él envía su evangelio por todo el mundo para que pueda existir una iglesia. Él ha exaltado a su Hijo al trono del universo, y Cristo desde su trono invita ahora a los pecadores, los cuida, los guía, y por último los trae para que estén con Él en su gloria.
Dios salva a hombres y mujeres por medio de su Hijo. Primero, no bien creen, los justifica y adopta en su familia por el bien de Cristo, y así restaura su relación con ellos que el pecado había quebrantado. Luego, dentro de esa relación restaurada, Dios obra continuamente en y sobre ellos para renovarlos en la imagen de Cristo, de manera que el parecido de familia (si se puede decir así) asome cada vez más en ellos. Es esta renovación de nosotros mismos, paulatina aquí y perfeccionada en el más allá, la que Pablo identifica como el “bien”: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Romanos 8.28). El propósito de Dios, como explica Pablo, es que aquellos a quienes Dios ha elegido y llamado en amor puedan “ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8.28-29). Pablo nos dice que Dios ordena todas las circunstancias para el cumplimiento de este propósito. El “bien” para el cual obran todas las cosas no es el alivio inmediato y el confort de los hijos de Dios (como lo suponemos demasiado a menudo, me temo), sino su máxima santidad y conformidad a la semejanza de Cristo.
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