Hay pocos conceptos tan ambiguos y a la vez tan ricos en connotaciones como el de “imagen”. A lo largo de la Edad Media, y en relación con todas estas polémicas, circularon distintas terminologías (de origen hebreo, griego, latino y germánico) que son afines a nuestro vocablo “imagen” y cuyos usos y significaciones se entrecruzaban y combinaban. Para la filosofía de la imagen, uno de los aspectos más importantes de lo anterior radica en la gran diversidad de implicaciones que puede tener la expresión “ser una imagen de...” Es decir, en el problema de la representación referido a las imágenes materiales o sensibles.
En la antesala de la modernidad, durante el movimiento humanista, ocurrió la misma oscilación que durante la Edad Media entre la valoración, ya de la palabra, ya de la imagen, como herramienta básica o principal del pensamiento y del conocimiento. Unido al florecimiento de los estudios filológicos, el invento de la imprenta de tipos móviles dio un enorme impulso al libro impreso como vehículo básico en la difusión del saber. Así, el nacimiento del homo tipographicus tuvo repercusiones no sólo sobre las herramientas del pensamiento, sino también sobre las modalidades del pensamiento: la existencia del texto impreso estimuló el análisis, la comparación, el enlistado de ideas, el desglose y ordenamiento de datos, la clasificación, las secuencias, la cronología, la exposición clara y secuencial. Esto llevó a que lo escrito y lo pictórico se separaran. Y una de las consecuencias de tal separación fue que la forma de leer y de escribir adquirió sus características modernas: silenciosa, intelectual, poco o nada sensual, lineal. Pero al mismo tiempo hubo en el campo de la imagen un florecimiento sin precedentes. Las nuevas técnicas de impresión permitieron el surgimiento de un verdadero “nuevo mundo de la imagen” renacentista. Se desarrolló la perspectiva artificialis, que fue festinada como un método exacto, científico y realista de representación visual, “superior” a los sistemas de representación sobre el plano usados anteriormente. Al adquirir un carácter matemático y científico, la representación visual perdió sus funciones anagógicas. Se estableció la ecuación ver = conocer; visión fisiológica y certeza se identificaron.
En este contexto volvieron a polarizarse las posiciones con respecto a la conveniencia de elaborar y adorar imágenes religiosas. El movimiento reformista desembocó en otra rabiosa oleada iconoclasta. Razones doctrinales y filosóficas no distintas de las que se esgrimieron durante la Edad Media eran el argumento para destruir imágenes. Pero en ese mismo tenor se dio la respuesta de la Iglesia Católica. El Concilio de Trento, a la manera de otros realizados durante el medioevo, defendió y fomentó el uso didáctico, religioso y político de las imágenes, tanto en Europa como en las recién adquiridas posesiones americanas.
Empiristas y racionalistas, más adelante —y aparte de sus profundas diferencias—, coincidieron en su menosprecio de lo imaginario. John Locke se refería peyorativamente a la imaginación como «asociación de ideas», y como una «fuente de errores» relacionada con la locura, distinguiéndola así del pensamiento racional. Malebranche la consideraba no sólo una forma de la locura, sino una peligrosa tendencia fomentada especialmente por las mujeres. Se coincidía en relegar los productos de la imaginación al desván de la locura, el primitivismo o la infancia. Se desarrolló la noción de “imagen mental”: tanto racionalistas como empiristas postularon la existencia de ideas o «imágenes» que, ubicadas «en el cerebro», se corresponden punto por punto con las cosas. Esta concepción se abrió paso y ha llegado hasta nuestros días, arraigándose en el sentido común.[2]
Habría que esperar hasta Kant para que se revalorara la imaginación como mediadora entre las intuiciones y los conceptos. La filosofía crítica, al sintetizar los enfoques empirista y racionalista, abrió el camino hacia la exaltación de lo imaginario por los románticos alemanes en la filosofía y en la literatura, así como por los artistas plásticos. Pero en el mismo Kant se aprecia la tensión entre imagen y palabra. En la primera Crítica la imaginación tiene un lugar subordinado frente al entendimiento en el proceso de conocimiento. Aquí, el único conocimiento posible es aquel que se configura de modo estrictamente discursivo: estamos condenados a pensar, y a pensar discursivamente, no imaginalmente. En cambio, en la tercera Crítica adquiere la imaginación un valor más positivo, si bien acaba por difuminarse frente a las esferas de lo sublime, ante las cuales se ve avasallada.
La frontera trazada por el trascendentalismo kantiano entre el conocimiento posible, fenoménico, y la esfera del noúmeno (la cosa en sí), parecía una barrera inexpugnable. El mundo posible era sólo el de la razón, acotado por las fronteras del tiempo-espacio y por los conceptos discursivos. Sin embargo, el romanticismo y las artes visuales, por un lado, y la reflexión filosófica, por otro, se esforzaron en tender puentes entre la realidad fenoménica y el mundo transfenoménico. La ensoñación, el simbolismo, la exacerbación de los sentidos eran sendos caminos hacia lo inefable. Para los poetas, los filósofos y los creadores artísticos, lo imaginal ofrecía un modo de acercarse a lo que está “más allá” de la razón, más allá de las representaciones y del lenguaje discursivo: imágenes visuales o no visuales, imágenes poéticas o filosóficas, imágenes miméticas o simbólicas daban esa posibilidad. Schopenhauer y Nietzsche, con sus respectivas dicotomías entre la representación y la voluntad, o entre lo apolíneo y lo dionisíaco, retomaron la idea kantiana de los límites. Pero, a diferencia de Kant, abrieron un gran boquete en esa muralla que separa lo fenoménico de lo nouménico y propusieron recorrer las vías que conducen hacia la contemplación del infinito, de lo innombrable. De nuevo, la añeja oposición entre imágenes y palabras estaba en el centro de la problemática. Pues al mismo tiempo hubo en Occidente una gran explosión del saber centrado en la investigación crítica, en el análisis, en la lecto-escritura sistemática. La filología, la lingüística, la historia, la crítica literaria y de arte, en fin, las disciplinas humanísticas que florecieron durante el siglo XIX. Y el vehículo principal de su quehacer era el lenguaje articulado.
Vendría después, en el siglo XX, lo que fue llamado el «giro lingüístico» en la filosofía. Filosofar se convirtió para algunos en una actividad centrada en la reflexión sobre el lenguaje. Pero, ¿acaso el siglo del giro lingüístico no fue también el siglo de la imagen? Mientras la filosofía analítica se presentaba como un proyecto orientado a terminar de una vez por todas con la metafísica (como una especie de depuración del pensar, con bases lingüísticas y lógicas), en la vida cotidiana del hombre común y del filósofo se hacía presente con gran agresividad el mundo de la imagen. Aparecieron la fotografía, el cine y la televisión: una triada irresistible, aun para el espíritu más lingüistizado. Tal vez el giro lingüístico fue una reacción, una defensa instintiva de la razón occidental ante el enorme desarrollo de la imagen visual, ante los embates de un modo de pensar no sujeto al logos discursivo.
Una paradoja más: en la segunda mitad del siglo XX se asistió al despliegue de la imagen electrónica, la imagen pantocrator, la imagen ubicua, la imagen multifuncional. Desde el Vaticano hasta el laboratorio del científico, el mundo fue mediatizado, reducido a los límites de una pequeña pantalla rectangular. Hiperrealismo, holografía, realidad virtual: el sujeto se introdujo en el mundo por la vía de las imágenes. Y esta parafernalia puso en crisis conceptos que durante milenios permitieron entender de un modo más o menos consensado lo que significaba “ser una imagen de...”
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