Ana María Martínez Sagi - La voz sola
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Las esquinas del aire, y le entregó su obra inédita, ahora publicada dentro de la Colección Obra Fundamental de Fundación Banco Santander.
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En los años siguientes, Ana María seguirá dando clases en Urbana durante el curso y visitando durante el verano Barcelona (donde acabará ahuyentando a sus pocas amistades y enzarzándose en biliosas querellas familiares con su hermana Berta) y Mallorca, donde la acoge la familia de su otra hermana, Mari Pepa. Brinda algún recital poético en librerías de la isla y pule un par de poemarios de muy distinto tono que nunca llegaría a publicar: Noche sobre el grito, imprecatorio y jeremíaco, donde expresa su dolor ante una España ingrata y extranjera que reniega de sus hijos dispersos por el mundo, mientras se entrega a la pitanza de la prosperidad recién adquirida; y La voz sola, delicado y doliente, a nuestro juicio la cima de su genio poético, que vuelve obsesivamente al corazón sangrante del recuerdo para glosar una vez más su remoto idilio con Elisabeth Mulder, allá en una isla real o soñada, epicentro perenne de su vida afectiva y poética. También entonces escribe sus inéditas Andanzas de la memoria, un compendio de amables y evocadoras estampas que no llegan a ser memorias y que rehúyen pudorosamente los aspectos más tortuosos y trágicos de su vida.
En 1977, con los setenta años recién cumplidos, abandona por fin la enseñanza en los Estados Unidos y se instala en Barcelona. Uno de sus primeros empeños consistirá en reclamar una pensión de jubilación; para ello dirige al alcalde de la ciudad, a la sazón José María Socías Humbert, un escrito en el que reclama que se cancelen las sanciones que sobre ella pesan, en aplicación del decreto 3357/1975, de 5 de diciembre, que declaraba revisadas de oficio las sanciones administrativas impuestas por responsabilidades políticas derivadas del conflicto bélico de 1936 y, en consecuencia, anulados sus efectos. El Ayuntamiento atiende su petición, reconociendo que, conforme a la nueva legislación sobre amnistía política e indulto, Ana María tiene derecho a que se computen a todos los efectos de antigüedad los treinta y siete años y ocho meses que ha permanecido apartada de su puesto, desde el 16 de junio de 1939 hasta el 16 de febrero de 1977, fecha en que ha cumplido la edad de jubilación. Se asimila entonces su empleo al de auxiliar administrativo y se le asigna una pensión de 16.385 pesetas73, que, junto a la que ya había empezado a percibir de la Universidad de Illinois, le permitirá sufragar decentemente los gastos de la vejez.
Pero a los primeros achaques se sumará enseguida el desinterés por la literatura. El numen que la había acompañado por los despeñaderos del exilio, alumbrando sus noches más oscuras, la abandona para siempre, calcinado o exhausto. Ana María, que nunca había dejado de sentirse extranjera en la ciudad que había sido testigo de su gloria juvenil, lee un día un reportaje en La Vanguardia en el que se encomian los encantos naturales de Moià, capital de la comarca del Moyanés, y decide enterrar allí su voz sola, olvidada del mundo, encerrada con sus recuerdos póstumos, abrazada al espectro de un amor lejano que nunca dejó de alumbrar sus insomnios, hasta que en 1998, muy impedida ya, tiene que recogerse en una residencia de ancianos de Santpedor74.
Allí moriría el 2 de enero de 2000, exactamente el mismo día en que yo terminaba de escribir Las esquinas del aire, el libro que dediqué a rescatar su memoria. Ahora, casi dos décadas después, concluyo la edición de esta antología de su obra, incluyendo algunos textos que la propia Ana María me donó para su publicación. Así completaré la misión de rescatar de los yacimientos de amnesia a aquella «virgen del stádium» a la que vi llorar, muy anciana y magullada por el desamor y los desdenes, lágrimas que me siguen hiriendo como puñales.
J. M. P.
NUESTRA EDICIÓN
En 1997 y 1998, tras localizarla todavía viva en su casa de Moià, mantuve durante varias semanas largas conversaciones con Ana María Martínez Sagi en las que me fue desgranando las vicisitudes de su vida, mientras la noche emborronaba su perfil rugoso y nonagenario. Luego, a lo largo de 1999, me reuní un par de veces con ella en la residencia de ancianos de Santpedor, donde conseguí dilucidar algunos pasajes de su biografía que aún permanecían envueltos entre tinieblas. Un día, de repente, mi longeva amiga se levantó pesarosamente de la butaca desde la que peroraba, memoriosa y melancólica, y se dirigió al armario de su habitación, en el que guardaba una caja de cartón atestada de cuadernos y carpetas. La extrajo a duras penas y me la puso entre las manos.
—Es toda tuya, te la dono —me dijo—. Aquí dentro se encuentra toda mi obra inédita. Encontrarás en ella poesías y prosas, algunas manuscritas, otras mecanografiadas. Te ruego que las custodies y que las publiques cuando hayan pasado quince o veinte años.
Sus palabras me dejaron perplejo y desconcertado:
—¿Cómo dices? —balbucí—. No entiendo…
—Digo —me susurró Ana María con una voz de penumbra en la que viajaba todo el cansancio del mundo— que te las dono a todos los efectos. Tuyas son. Arrójalas al fuego, si quieres. O guárdalas hasta que te mueras. Sólo te pido una cosa: no las publiques durante los próximos quince o veinte años; y, en cualquier caso, no lo hagas mientras esté vivo el hijo de Elisabeth Mulder. No quiero ofenderlo ni alimentar maledicencias que lo avergüencen. Pasado ese tiempo, si consideras que las poesías y prosas que aquí dentro guardo merecen ser divulgadas, te ruego que lo hagas.
Leí ávidamente aquel centón de folios durante los días siguientes, sacudido de belleza y desconcierto. Ante la prohibición que me había formulado Ana María, logré arrancarle que me permitiera reelaborar algunos textos allí incluidos —sobre todo ciertos pasajes de sus Andanzas de la memoria, que esperamos publicar en breve— e incluirlos en Las esquinas del aire, el libro que por entonces estaba escribiendo. Ana María accedió a regañadientes a mi petición, a cambio de que no revelase mis fuentes durante el plazo indicado; aunque entonces todavía no lo adivinaba, su petición me habría de ocasionar decenas de disgustos y ansiedades. Pero ya, por fin, han pasado esos «quince o veinte años» que me exigió, como condición suspensiva para la libre disposición de su obra inédita, que nos hemos propuesto dar a conocer desde hoy, empezando por este volumen en el que incluimos muchos poemas inéditos suyos. Hemos elegido como título de este libro el que Ana María Martínez Sagi eligió para el poemario en el que, casi cuarenta años después, rememoró el hecho medular de su existencia. Para realizar esta edición, hemos querido combinar una selección de los textos inéditos que Ana María nos regaló entonces con una antología de los textos que publicó en vida, extraídos tanto de sus poemarios como de sus numerosas y dispersas colaboraciones en prensa, que nos obligaron a rastrear durante años en hemerotecas y archivos.
Hemos querido comenzar este rescate de Ana María Martínez Sagi concediendo especial protagonismo a sus aportaciones como poeta y periodista tanto en lengua castellana como catalana (aunque esta última la cultivase en menor proporción). Huelga advertir que nuestra selección periodística no pretende ser exhaustiva: somos conscientes de que nuestras pesquisas, que nos han ocupado años y nos han empujado de uno a otro rincón de la geografía nacional, no han concluido aún; y anhelamos el momento en que otros estudiosos venideros completen el mapa fragmentario de nuestros descubrimientos, sobre todo en aquellos aspectos que nos plantean dudas en la reconstrucción de la peripecia biográfica de nuestra autora.
Deseamos expresar nuestra gratitud a Arturo Muñoz, sobrino nieto de Ana María, por su siempre generosa colaboración. También a Iñaqui y, muy especialmente, a mi abnegado padre, que me han ayudado en la transcripción de los artículos y poemas seleccionados. Mi amada Cárcaba se ha resignado a convivir con Ana María durante todos estos años, aguantado mis lucubraciones sobre los misterios que jalonan su existencia. Xavier Juncosa me proporcionó muchas iluminadoras pistas sobre la Ana María de las postrimerías. Elvira Altes Rufias, gran conocedora de las autoras catalanas de la época, orientó mis pasos hacia la reportera bélica que estrenaba sus armas en agosto de 1936. Alberto Serrano y, muy especialmente, Amadeo Barceló me ayudaron a dilucidar la estancia en Caspe de Ana María y su participación en Nuevo Aragón. José Luis Hernández fue mi diligente hilo de Ariadna en el llamado Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca. Eugenia Lalanza me brindó todas las pistas en mis búsquedas en el Archivo Municipal de Barcelona. No puedo olvidarme tampoco del amabilísimo personal del Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, ni tampoco de la afectuosa Carmen Alcalde, que me ayudó a descifrar los aspectos más recónditos de la personalidad de Ana María. Y, en fin, quiero reconocer los desvelos de Francisco Javier Expósito Lorenzo, responsable literario de la colección Obra Fundamental, que apostó paladinamente por la recuperación de nuestra autora.
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