Ana María Martínez Sagi - La voz sola
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Las esquinas del aire, y le entregó su obra inédita, ahora publicada dentro de la Colección Obra Fundamental de Fundación Banco Santander.
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Pero aquellos cultivos florales, que durante algún tiempo le aseguraron unos ingresos que le permitirían viajar por medio mundo, fueron a la postre ruinosos. Hacia 1959, tal vez empujada por aquellos «imperios oscuros de su mundo interior» a los que se refería Ruano, cruzó el océano y viajó por diversos países de Hispanoamérica, hasta asentarse en los Estados Unidos, donde impartió clases en diversas instituciones académicas, especialmente en la Universidad de Urbana (Illinois), primeramente destinada —durante dos años— al departamento de Español, después al de Francés, donde permanecerá hasta 1977. Como las autoridades federales se negaban a concederle un permiso definitivo de residencia, Ana María tenía que solicitar cada curso un visado temporal que renovaba a su extinción, intercalando entre las peticiones estancias de cuatro meses fuera del país, que generalmente aprovechaba para viajar por Europa. En 1963 trató en vano de conseguir un permiso de residencia definitiva en Estados Unidos, para lo que aportó numerosas cartas de recomendación de profesores universitarios, que ponderan sus muchas capacidades, su cultura y generosidad, sus originales métodos de enseñanza y su dedicación a los alumnos; uno de los profesores, incluso, se permite recordar que, por hablar catalán, podría ser muy útil al Gobierno, si de nuevo hubiese que descifrar mensajes escritos en «lenguas poco conocidas», como había ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el permiso no le fue concedido y Ana María tuvo que seguir abandonando el país a cada poco. Así, por ejemplo, entre octubre de 1965 y mayo de 1966 estuvo ampliando sus estudios en la Alliance Française de París, lo que le permitió, a su vuelta a Illinois, mejorar en el escalafón académico. Un par de años más tarde, viendo que son muchos los exiliados sin delitos de sangre que, con el aperturismo de la dictadura de Franco, se atreven a regresar a España, solicita un año sabático en la Universidad para «preparar la publicación de sus manuscritos», que le es concedido.
Y es que, durante aquellas tres décadas de exilio, Ana María no había dejado de escribir poesía. Ha preparado un volumen, Laberinto de presencias (1969), que acabará ocupando casi cuatrocientas páginas, con una selección de sus mejores poemas, que distribuye en seis libros: Canciones de la isla (1932-1936); País de la ausencia (1938-1940); Amor perdido (1933-1968); Jalones entre la niebla (1940-1967); Los motivos del mar (1945-1955); y Visiones y sortilegios (1945-1960). Al final de cada poema, nuestra autora añade el lugar donde ha sido escrito, lo que convierte Laberinto de presencias en la ajetreada crónica de un exilio poético, un atlas de geografías errantes en el que se concitan, además de España, Francia y Estados Unidos, Suecia, Grecia, Italia, Bélgica y hasta regiones tan intrincadas como Laponia. Como contraste a tanta variedad cosmopolita, el libro fue impreso en un taller gráfico de León, seguramente recomendado por aquellas primas suyas que la acogieron en su casa, allá en la lejana juventud. En Laberinto de presencias predominan, por un lado, el impresionismo descriptivo, a veces de intención simbolista, y por otro, la incesante glosa de su amor inextinguible por Elisabeth Mulder, cuya evocación la sigue haciendo penar treinta años después. A pesar de su tono misceláneo y de los muy diversos estados de ánimo que alberga (como corresponde a un libro que resume casi cuarenta años de creación), prevalece en los seis libros de Laberinto de presencias cierto tono elegíaco y desgarrado, como de canto de un cisne que ha decidido habitar para siempre en un sueño mohoso y apartado.
En Canciones de la isla, Ana María se dedica a celebrar los paisajes de Mallorca, un paraíso que, más que recreado por la memoria, parece conmemorado por la inmediatez de los sentidos. En un tono exultante, la poeta canta el metal bruñido del mar y el olor de las algas putrefactas, las aliagas de los bosques y los limonares que perfuman los caminos, las playas de arenas rubias y la catedral de Palma («navío anclado en tierra bajo un palio de nubes»); y, en definitiva, la dicha fugaz de sentirse viva, bajo una bóveda de luz en la que ha quedado abolido el tiempo. En el último poema del libro, «Puerto de Alcudia», aparecen «dos sombras desveladas», asomadas a «una ventana en la noche», en pleno mes de abril, imagen que se repetirá profusamente en otros muchos poemas de Laberinto de presencias y, más tarde, en el libro inédito La voz sola.
La pura celebración de los sentidos que se enseñorea de Canciones de la isla es sustituida por una absorta nostalgia en País de la ausencia, poemario escrito mayoritariamente en Francia. Aquí rememora Ana María el sol de la infancia que iluminó sus estancias en Sentmenat; y también las «mañanas tersas y cándidas» de La Molina, donde esquiaba de joven entre «regimientos de abetos / con caperuzas albas». Pero, a la postre, sobre aquellos soles remotos triunfan las tinieblas del destierro; y entonces brota el «dolor de mi voz muerta / entre el arrebatado clamor de los vivos», y el país de la ausencia es evocado como una «paramera gigante» por la que desfila la machadiana sombra de Caín.
Amor perdido, por su parte, es sin duda el libro más logrado de Laberinto de presencias, y también el más estremecido por esa verdad clandestina que Ana María nunca se atrevió a pronunciar. Aquí la respiración del poema se hace más desbocada, como si el dolor de «aquel nombre que un día / le quemara los labios» no se aviniese con el ritmo quebrado de su anterior poesía. Causa sobrecogimiento y congoja comprobar cómo el amor que había golpeado a una veinteañera, «dejándola en una isla / de donde nunca volvió», persiste a lo largo del tiempo, como un «venablo de luz / hincado en el corazón», mientras la noche desfila por la tierra. En Amor perdido conviven el ensimismamiento de la nostalgia y el apóstrofe desesperado («Buscándote en cada cuerpo / viví maldiciendo a Dios»), el tentáculo feroz del deseo y la invención de mundos despoblados donde sólo sobrevive la ceniza de una pasión.
Jalones entre la niebla, por su parte, suma al dolor retrospectivo de aquel amor perdido en una «isla de ensueño» el dolor del exiliado que anhela la muerte como una liberación. Ana María evoca en este libro, como en un álbum de fotografías lóbregas, los paisajes de su éxodo; y la crónica del destierro se alterna con la descripción de la cárcel donde yace postrado su espíritu. Todo el poemario destila un sabor de lenta espina que se clava «carne adentro», mientras los «eternos fantasmas / y el nombre que no digo / el corazón me abrasan». Pero también asoman los poemas puramente descriptivos, como el que dedica al barrio de Montparnasse; incluso tiene cabida la felicidad, o al menos su espejismo, que cristaliza en las composiciones datadas en Montauroux. Tampoco los dos libros que completan Laberinto de presencias, Los motivos del mar y Visiones y sortilegios, se atreven a pronunciar el nombre de aquel amor de pupilas verdes que, «como un garfio agudo», había lastimado su memoria. En ellos, la voz de nuestra poeta va perdiendo fuelle o haciéndose impostada, mientras se acoge progresivamente a un surrealismo algo trivial o devaluado.
El libro, que firmó (como sus crónicas de guerra en Nuevo Aragón) como Ana María Sagi, apenas fue glosado en la prensa española, aunque la revista Destino, excepcionalmente, publicó dos entrevistas a la autora, firmadas por Carmen Alcalde y Robert Saladrigas71. Ambas destilan la amargura y el desencanto del exiliado que se siente extranjero al volver a su tierra: Barcelona se le antoja una ciudad huraña, inhóspita y sucia; reprocha el desvío de «los amigos de antaño» y menciona con especial tristeza una voz, «aquella voz que recordaba cálida y amistosa», que se hizo dura y hostil72. Sus palabras más ásperas las reserva, sin embargo, para los ambientes intelectuales, que considera poblados por una «grotesca fauna» de «poetisos, novelistas garbanceros, críticos de ocasión y contestatarios de belicosa pluma, cortos alcances y barbas revolucionarias». La tragedia de Ana María, como la de tantos otros exiliados, había consistido en habitar durante treinta años en una patria de ensueño, custodiándola como un tabernáculo, soñándola minuciosamente, para después, al regreso, tropezarse con otra España que no se correspondía con la imagen acuñada en la memoria. Esta incongruencia entre la realidad y el deseo la confundía Ana María con una muestra de ingratitud por parte de los españoles de las nuevas generaciones, que ni siquiera la conocían. La bienvenida poco entusiasta que le dispensaron alimentó sus lamentaciones, que acabaron revistiéndose con los andrajos del rencor, el desabrimiento y una cierta manía persecutoria. Una de las pocas personas que por entonces le brindó su comprensión, la joven escritora Carmen Alcalde (con quien, sin embargo, acabaría riñendo), nos ha hecho algunas confidencias sobre aquella Ana María resentida y atrabiliaria, a la vez mendiga de afectos e inclemente con las pocas personas que estaban dispuestas a brindárselos, que había renegado de sus pasiones políticas juveniles y se había convertido en una furibunda detractora del catalanismo (tal vez porque, durante el exilio, había redescubierto o fortalecido su identidad española).
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