La actitud conciliadora que Kepler manifestó en un ambiente revuelto como aquel no se debe tan solo a su carácter o a la nobleza de pensamiento con que contemplaba las convicciones de sus oponentes y otorgaba a los demás la misma libertad que él mismo reivindicaba para sí. Más bien guarda relación con su postura ante los dogmas por los que discutían los católicos, los luteranos y los calvinistas. No es que él considerara que el dogma carecía de importancia y que daba igual lo que creyera cada individuo siempre y cuando se viviera con corrección. Hay quien ha atribuido a Kepler esta disposición, pero sin ningún acierto. Esa opinión superficial, absolutamente ignorante de la relación que existe entre fe y vida, es producto de un tiempo posterior que se desligó por completo del cristianismo. Kepler estaba convencido de que solo hay una verdad, y consideraba un deber indagar en ella con todas las fuerzas del espíritu. Como ya hemos apuntado, durante sus dudas religiosas tempranas ya había llegado a una interpretación propia de las doctrinas de la ubicuidad y de la eucaristía que se desviaba de las enseñanzas de la confesión augsburguesa en la que había sido educado. En la interpretación de la primera se inclinaba hacia la concepción católica, en la de la última, hacia la calvinista. Hasta entonces se había guardado para sí sus ideas divergentes, pero ahora se sintió impelido a dejar las reservas a un lado. Parece lógico pensar que algunos de los predicadores y profesores víctimas del destierro no vieron con buenos ojos que su compañero y hermano confesional se separara de ellos y consiguiera en exclusiva permiso para regresar a Graz mientras ellos debían padecer en sus propias carnes el infortunio del exilio. ¿No debieron de pensar que había comprado aquel privilegio mediante concesiones al bando católico? Esta opinión aparece sugerida en una confesión posterior de Kepler según la cual, en aquel entonces, se sintió impelido a «descargar su conciencia», y empezó a exponer sus dudas con toda modestia ante los siervos eclesiásticos desterrados. Uno solo alivia su conciencia cuando pesa algo sobre ella. Lo que oprimía a Kepler era saber que no podía converger en todo con sus correligionarios, ni en la actitud ni en el dogma. Eso fue lo que les confesó. Sí, había hecho concesiones tanto a católicos como a calvinistas. Lo exigía su conciencia, no podía hacer otra cosa. Debía seguir su propio camino, el camino que le trazaba su conciencia, gustara o no a los demás. Si con ello conseguía algún favor de la tendencia dominante, bien. «No quería aventurar mi futuro por culpa de ese artículo (el de la ubicuidad) en el que no se hacía justicia a los papistas» [109]. Así se dirigió a uno de los bandos. En cambio, los católicos se equivocaban si creían que era de los suyos. No. Su desasosiego interior lo animó a expresarse con claridad ante Herwart von Hohenburg, adepto destacado del catolicismo: «Soy cristiano. He aceptado la confesión augsburguesa a partir de las enseñanzas de mis padres, a través de indagaciones constantes en sus fundamentos y de pruebas diarias, y me mantengo firme en ella. No he aprendido a ser hipócrita. Soy serio con la religión, no juego con ella. Por eso me tomo igualmente en serio su práctica y la recepción de los sacramentos» [110]. Así pues, el hombre que buscaba a Dios con devoto fervor no se situaba por encima de las distintas tendencias, sino en medio de ellas, y le dolió carecer del consuelo de pertenecer por completo y sin condiciones a una de las comunidades. Esta fue la congoja interior que lo acompañó a lo largo de toda su vida.
No nos ha quedado mucho de las confesiones que realizó para aliviar su alma; en la mayoría de los casos debieron de ser orales. No obstante, se ha conservado el fragmento de texto en verso en el que expuso su interpretación del sacramento de la comunión [111]. Más esclarecedoras resultan las cartas de Zehentmair, a quien Kepler nombra repetidas veces como amigo, y ante el cual se expresó con especial detalle. Por desgracia se desconoce el paradero del conjunto de cartas que Kepler le envió, pero, como Zehentmair retoma en sus respuestas las ideas de su interlocutor antes de emitir una opinión al respecto, también revelan algo de él. En ellas aparece cierta alusión a un poema incompleto de Kepler que contiene muchos comentarios interesantes «sobre la Iglesia papista, la cual embiste en toda Europa con dureza y hostilidad». Seguro que Kepler envió el fragmento que falta; todo se guardaba con cuidado de manera que no supusiera ningún riesgo para él [112]. En una ocasión se hace especial mención a una extensa misiva de Kepler que en realidad era una dissertatio philosophica [113]. Al parecer, en ella exponía sus ideas sobre la situación religiosa y las medidas político-eclesiásticas desde un punto de vista más elevado. Zehentmair alaba a su amigo por aunar una inteligencia rica y profunda con una religiosidad admirable, cosa muy poco frecuente, y por saber diferenciar con especial discernimiento lo verdadero de lo falso. A Zehentmair lo había impresionado y alentado sobremanera la advertencia de su amigo sobre la situación humillada de la Iglesia y sobre el descontento generalizado. ¿Quién habría opinado de otro modo sobre la providencia y la misericordia divinas? Sí, era cierto, y cada cristiano debía entenderlo y reconocerlo como obvio, que desde el principio de los tiempos el destino de la Iglesia había consistido en medrar a base de cruces y persecuciones, que el poder externo le resultaba más perjudicial que beneficioso. También entonces ocurría así. La organización y la comunidad de la Iglesia no eran lo esencial. Considerando el maravilloso gobierno de Dios, Zehentmair llega a la misma conclusión que su amigo: si Dios los privaba de los recursos externos de la salvación, la palabra y los sacramentos, a través de los cuales la comunidad indistinta de la Iglesia crece unida en un solo cuerpo, y si les arrebataba además la protección y la ayuda de los grandes señores, todo ello tendría como finalidad que creamos en Él sin más, que percibamos el poder y la fuerza de la palabra sin la intercesión de los hombres y que, como corresponde a los soldados de Cristo, aprendamos a luchar y a vencer en la máxima debilidad con la ayuda del Espíritu Santo.
Los argumentos con que Kepler intentaba alentar y animar a sus amigos, también le servían para consolarse a sí mismo, un consuelo que se volvió necesario para afrontar la situación en que se encontró al regresar a Graz. En realidad, lo inquietó mucho verse privado del culto de su creencia. «Los hombres a través de cuya mediación he tratado hasta ahora con Dios han sido expulsados de nuestra tierra; a otros, a través de quienes yo podría tratar con Dios, no se les permitiría la entrada» [114], se lamenta. Quedan aún algunos predicadores aquí y allá en los castillos. Pero si uno de ellos da un sacramento a un súbdito del elector que lo solicite, será desterrado. A ello se sumaron las preocupaciones externas. La escuela en la que ejerció había desaparecido. Es cierto que le mantuvieron su escaso salario, pero se habían desvanecido las expectativas del aumento de sueldo con que contaba. «Cómo voy a permitirme en mi amargura exigir algo más por mis vanas especulaciones cuando tantos hombres capaces viven en el exilio» [115]. ¿No piensan los delegados que habrían podido prescindir del profesor de matemáticas antes que de ningún otro? ¿Debo partir yo también de Graz?, se preguntaba [116]. Pero su esposa depende de sus bienes y de las esperanzas en el patrimonio paterno. Los conflictos económicos con la familia de su mujer son fuente continua de indignación y disgusto. Si se marchara también tendría que dejar atrás a su hijita adoptiva, por la que siente un gran apego. Además, a su suegro, tutor de la chiquilla, le gustaría apartarla de él. La niña posee una herencia paterna que ronda los diez mil florines, de los cuales Kepler recibe una cantidad anual de setenta florines para costear la manutención de la criatura, además del rendimiento de un viñedo y una casa. Todo eso se acabaría. También existiría el riesgo de que la niña fuera introducida en breve en la religión católica. Kepler llega a la determinación de quedarse y ser paciente en un principio. Lo mismo opinan sus profesores de Tubinga, a quienes aún se siente muy unido y pide consejo. Estos no pueden ofrecerle nada en Tubinga por mucho que valoren el talento excepcional del antiguo alumno, aunque eso, por supuesto, no se lo dicen.
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