Laura Ortiz Gómez
Laura Ortiz Gómez nació en Bogotá en 1986. Ha estudiado Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana en su ciudad natal y ha realizado un máster de escritura creativa en la Universidad Nacional Tres de Febrero de Buenos Aires. Su vida profesional también ha estado ligada a los libros, siendo promotora de lectura y escritura en diversos espacios a lo largo del territorio colombiano (Biblored, Fiesta de la lectura y Red Nacional de bibliotecas públicas). Además, en 2019 obtuvo la beca para colombianos en proceso de formación artística y cultural en el exterior del Ministerio de Cultura de Colombia, y ganó la beca Antonio Di Benedetto, que consistió en una Residencia de Escritura en la Finca los Álamos en San Rafael Mendoza.
Con Sofoco , el libro que tienes entre tus manos, ganó de forma unánime el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica que busca reconocer una obra inédita de género narrativo escrito por una autora colombiana. El jurado, compuesto por Claudia Ulloa Donoso, Nubia Macías y Giuseppe Caputo, ha destacado de la obra, entre otras cosas bonitas, «la fuerza poética y narrativa, con una mirada original a la Tierra, a la memoria, a la naturaleza y a la violencia».
Juan Daniel Velásquez
Juan Daniel Velásquez nació en Bogotá en 1992. Estudió diseño y es parte de Casa RatTrap, espacio concebido como una plataforma para la autogestión de proyectos creativos, la gestión cultural, la producción gráfica a través de la serigrafía y la cultura en general. Aquí tiene su taller de cerámica llamado Platón Cerámica, un lugar para la exploración personal y plástica a través del barro. También es parte de OASIS, un colectivo que gira en torno a lo queer como una herramienta para evaluar las categorías que se nos han impuesto por nacer en un cuerpo y contexto específicos.
Título original: Sofoco
© Publicado originalmente por Laguna Libros. Colombia, 2021
Primera edición: septiembre de 2021
Corrección y maquetación: Editorial Barrett
© del texto: Laura Ortiz Gómez, 2021
© diseño de cubierta: Juan Daniel Velásquez | @platonceramica
© de la edición: Editorial Barrett | www.editorialbarrett.org
Comunicación y prensa: Belén García | comunicacion@editorialbarrett.org
ISBN: 978-84-18690-08-2
Publicación digital: @Booqlab
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Yo les dije a todos que no fueran a esa tienda, que ese hombre me estaba queriendo invadir el cementerio. Que si no me respetaban a mí, al menos lo hicieran por la memoria de los muertos. Todo el mundo sabe que merecen su santo sepulcro y su descanso. Si después las ánimas los asustaban, no vinieran a llorarme. Y es que el muerto de guerra es otra cosa, ¿sabe? Es cosa seria, cosa peluda, cosa callada.
Los míos siempre llegan tiesos. Con una tirantez rara, porque son muertos de río. Están ablandados y rígidos. El agua les llena los pulmones, y cómo pesan. Pesan más que la conciencia. A veces los arrastramos entre varios y van dejando un surco en la tierra y una huella de olor. Usted no sabe lo que es el hedor a muerto. Nadie sabe, hasta que lo ha olido.
En lo fino de la guerra, encontrábamos de a cinco diarios. Por eso le digo, el pueblo se cansó de coger muertos ajenos. ¿Sabe que los hombres bajan con la panza arriba y las mujeres flotan bocabajo? Eso es raro. Los que no flotan se engarzan en las redes o el remo choca con sus cabezas. Dicen los pescadores que es como toparse con una roca de carne.
Al comienzo la solución era la fosa común. Todos juntos, uno sobre otro, a medio podrir y sin nombre. Y también las partes. Porque también encontrábamos partes, no crea. Lo más impresionante es encontrar una mano. Le agarra a una la sensación de impotencia. El cuerpo que le hace falta se hace más presente. El cuerpo que falta es gigante.
Yo pensaba: estos que aparecen aquí son los desaparecidos. Y era raro estar en la presencia de una gran ausencia. Como si se colara la vida de la gente por un desagüe y fuera a dar a un paraje donde no tiene sentido esa cara. Como si el Magdalena le borrara la memoria y saliera al otro lado un cuerpo mudo. Un feto. Por eso estaba en contra de las fosas comunes. No me parecía eso de enterrarlos en una orgía, mezclándoles las partes, los olores y las historias. No era digno. Si tuvimos un útero para cada uno, por qué compartir la muerte. Ahí fue que me animé y armé el cementerio. Me pusieron apodos: la sepulturera, la animera, la santamuerte y así. Como me llamo Aíta, el chiste les salía fácil. Decían: «Ahí ’ta la animera». Y se carcajeaban, sintiéndose la gran cosa. Aunque para ser justa, todos ayudaron con lo que podían. Yo les compraba siempre lo mejor. El mejor ataúd, el mejor terciopelo. Somos pobres, morimos mal, pero estamos bien enterrados. Para ahorrar espacio, hicimos un panal de tumbas. Todos sin nombre. Pero eso sí, separados. Quería resguardarles al menos un pedacito de identidad.
Yo los preparaba. Aguantando el olor y con maña, todo se hace: el peinado, el maquillaje y las uñas. Con el tiempo le encontré el gusto. Acicalar a los cuerpos me llenaba de silencio. Una diría que la guerra es como las películas de acción. Pero no. Es quieta. Más que quieta es monótona. A la gente la matan y la matan y la matan, pero la guerra sigue. Entonces una siente que no se trata ni siquiera de los humanos. Ni de ganar. Ni de enemigos. La guerra no se trata de nada. Es un agujero que escupe muertos.
Como le venía diciendo, preparar cadáveres era una especie de paz. No me malentienda. A ellos ya no les importa nada, ya no quieren nada. Eso es bueno. Le quita a una el calor y la angustia. Todo el día la gente se la pasa pidiendo, forzando la relación con la vida. Pida que pida que pida. De todo piden. Por lo general piden plata, pero también piden favores o atención, venganza y sexo. Los muertos no piden. Eso los hace sagrados. Lo gracioso es que detrás de los difuntos llegaron las pedigüeñas, las señoras que adoptaban muertos, les hacían novenas y les rezaban. Yo decía para dentro: hay que estar muy perdido para pedirle a la muerte, pero las dejaba. Mantenían lindo el cementerio, todo adornado de cartas y muñecos cursis en fomy, estampitas de santos, veladoras a pila y flores plásticas. Que pidieran las mendigas de Dios, total, me ayudaban. Porque el trabajo era mucho, yo ya le dije.
Y así estuvimos hasta que llegó Elvio, un costeño que apareció a contramano del río. Nada bueno llega contradiciendo el agua. Pero la guerra también hace eso, deja a la gente dando vueltas. Se ve que traía plata porque compró el lote grande al lado del cementerio. Desde el comienzo no me gustó. ¿Quién tiene el mal gusto de comprar tierra junto a los difuntos? Los muertos necesitan un espacio de silencio alrededor. Como quien dice, un colchón de quietud. Si usted llena de ruido un cementerio entonces no hay fallecidos. El ruido es enemigo del recuerdo.
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