Laura Ortiz Gómez - Sofoco

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Sofoco son nueve relatos redondos que nos muestran una mirada original hacia la naturaleza, la memoria y la violencia, dentro del permanente conflicto armado colombiano. Con una voz de gran potencia narrativa, nos sumerge en los sueños, esperanzas y miedos de unos personajes que cobran vida a cada página y que han llevado a su autora, Laura Ortiz Gómez, a ser la brillante ganadora del
Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica.

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Me desperté sudada. Caí en la cuenta de que nunca le había visto la cara al tipo. Para mí él era una espalda enorme y un vozarrón. La música seguía sonando. El augurio estaba muy claro: tenía que verle la cara a este hombre o si no iba a acabar con el cementerio. Así que me puse el vestido y unas chanclas y salí disparada. Caminé muy rápido por la verraquera que traía. Venía repitiendo en la cabeza las frases justas de indignación. Si me va a matar que me mate, pero yo a este no me lo aguanto.

Llegué sofocada. Le puedo jurar que ahí estaba todo el pueblo. No solo bailaban de a parejas normales: bailaban también hombre con hombre y mujer con mujer. A decir verdad, era hasta bonito, tantos farolitos de colores harían creer a cualquiera que era cierto ese cuento del cura del paraíso tropical. Del toldo colgaban veraneras florecidas. La luna estaba creciente. En cada mesa había velas y las caras de las personas se veían todas relucientes de luz amarilla. Ni bien puse el pie en la entrada del bar, el vallenato se detuvo y comenzó a sonar ese bolero tremendo de Julio Jaramillo, ese que se llama Ódiame . Ese que dice «ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia, odio quiero más que indiferencia porque el rencor hiere menos que el olvido».

En esas, vi al fondo del bar la inconfundible espalda de Elvio. Como si me presintiera, se volteó. Desde lejos me clavó la mirada. Yo quedé medio aturdida. La cara con la que tanto había fantaseado no coincidía con esta que ahora me miraba. Yo lo hacía fofo, viejo y demoníaco. Resulta que tenía mandíbula cuadrada, un arco dulce en las cejas, mechones blancos alborotados y una barba rala, como de cinco días. Me dio un brinco la panza. Igual apreté las nalgas y seguí adelante, yo ya estoy muy vieja para que me derroten un par de ojos bonitos. A mí esta rabia no me la quitaba ni Pedro Infante en persona.

Ni bien llegué a su mesa, Elvio se paró y sonriendo me cantó esa parte del bolero que sonaba, esa que dice «pero ten presente de acuerdo a la experiencia que tan solo se odia lo querido». Me dio gracia. Era un bobo ocurrente.

—No se confunda, Elvio, yo no lo odio a usted, sino a su antro. —Y ahí le dio gracia a él, y corrió una silla para que me sentara.

Yo quería despacharme ahí mismito con los reclamos, pero el Elvio me detuvo en seco y me dijo que al menos compartiéramos un trago, y me sirvió una copa de aguardiente muy llena. Yo me la tomé porque me servía para darme valor. Aprovechó que tenía la boca llena para comenzar la conversación.

—Dígame, Aíta, ¿lo que le gusta de los muertos es el silencio?

Cuando decía mi nombre se le venía un vozarrón profundo, para decirle la verdad me hacía temblar debajo de la barriga. Qué pregunta más rara para hacer, ¿no cree? Yo le dije que sí, que me gustaba que los difuntos estaban más allá del bien y del mal. Diluidos pero presentes. Como meter la cabeza debajo del Magdalena por la noche. No se oye nada, pero algo se oye. Le dije todo eso sin sentirme traicionera. Lo bueno de los enemigos es que escuchan, en eso se parecen a los muertos. Se quedó mirándome como mascando algo. Y de la nada estiró un dedo y me rozó la mano.

—Ay, mi Aíta, si usted supiera que una buena fiesta también es como meter la cabeza debajo de un río.

El roce me pasó una electricidad tremenda y me dieron ganas de pararme, pero no pude. Elvio ya había acercado la silla y su rodilla se abría camino por entre mis piernas.

—Quién le dijo que soy suya —dije bajito.

—Es una manera de decir, no se me ofenda. Nadie es de nadie. Y nada es de nada —dijo mientras seguía presionando lo justo, con su rodilla, en mi calzón.

No vaya a creer que yo era virgen. Eso es imposible hasta en un pueblo pequeño. Pero eso que me estaba pasando, nunca pero nunca. Yo trataba de poner cara de no es conmigo. Me sirvió otra de aguardiente y me dijo que por qué no le mostraba el cementerio. No me crea ingenua, pero parecía interesado de verdad. Nos fuimos caminando de la mano, como dos niños. O mejor le digo, como dos adolescentes. Qué vergüenza. Nos fuimos por atrás del bar.

Entre el pastizal no se veía nada. Me dejé llevar como una ciega por entre la tiniebla. El pasto crecido me hacía cosquillas en los muslos. En la mano del Elvio encontraba un rumbo, sentía esa mano como si fuera todo él. El Elvio era una fuerza de gravedad. En la oscuridad llegamos a un lugar que no era el cementerio. Me alzó y me puso sobre una hamaca, y yo quedé ahí columpiándome como una niña, con las piernas colgando. En ese momento me agarró una vergüenza horrible porque pude ver, como quien ve una novela, a dos viejos escabullidos en la noche. Y pensé: Por Dios, Aíta, qué ridiculez. Pegué un brinco, aterricé frente a él, aunque no lo veía.

—Ya estamos viejos —le dije, adivinando su cara en la oscuridad.

—Sí, pero no estamos muertos. Si quiere, yo puedo hacerla sentir silencio.

Me puso la mano en la espalda y me atrajo a su cuerpo. Mi cabeza se hundió en algo esponjoso que podía ser su pecho o su cuello o vaya usted a saber. Tenía razón porque al apoyar la cabeza se interrumpió eso de mirarnos desde afuera.

Yo le cuento esto para que me entienda, no vaya a creer que es por morbosa. ¿Si no le cuento a usted, entonces a quién? Me senté en la hamaca otra vez. Elvio puso una mano en cada rodilla, su cabeza avanzaba en medio de mis piernas, boté la cabeza para atrás, mi tronco se reposó en la hamaca. Su lengua, como culebra húmeda, se abrió paso por mi calzón. Todo se hizo agua, tanta agua, como la desembocadura del Magdalena en Bocas de Ceniza. Agua que salía, agua que entraba. Cuando la inundación confundía las corrientes, me palpitaba todo como pidiendo. Para qué le cuento más, si usted ya se lo imagina. ¿No cierto? Tampoco es que sea un misterio cómo se hace el amor, pero le confieso que yo no sabía que se podía meter la lengua por allí, ni que se podía una volver de agua, ni que después de gemir viene el silencio.

Me desperté al otro día sola en esa hamaca. Ni bien abrí los ojos se me vino encima una ráfaga de pudor, se me venían imágenes a la cabeza tan grotescas que ni le cuento. Como si pudiera verme todas esas caras y esos ruidos que yo misma había hecho esa noche. Me veía a mí misma patiabierta en esa hamaca con la cara del demonio sobándome la cucaracha. Sentí mucho asco y muchas ganas de bajar al río a bañarme. El sol me chamuscaba el cuero cabelludo y podía sentir el olor a Elvio en mi ropa y mi pelo.

Bajé. No había río. No se imagina mi impresión, era peor que ver un cadáver. Solo había un barrizal que olía a mierda, millones de peces coleteando, basura, lanchas encalladas como ballenatos muertos, tablas, pedazos de tejas y una chancla clavada. Había personas en descomposición. Oí a un pescador que puteaba a la hidroeléctrica y disparaba tiros al aire con una escopeta. Más allá la gente lloraba. Era un calor bien sofocante. Yo me toqué el vientre, y ahí fue cuando me vino la certeza de que Elvio me había embarazado.

____________

*Se les llama «NN», siglas de Ningún Nombre, a los cadáveres sin identificar que bajan por el río Magdalena. (N. del editor)

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