Laura Ortiz Gómez - Sofoco
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Premio Nacional de Narrativa Elisa Mújica.
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Cuestión que ni saludó. Yo estaba haciéndole el maniquiur a una ene ene * * Se les llama «NN», siglas de Ningún Nombre, a los cadáveres sin identificar que bajan por el río Magdalena. (N. del editor)
, que fue bonita, cuando escuché el ruidajo de las latas con las que paraban una casucha. A Elvio solo le vi la espalda gruesa y sudada. Le oí el vozarrón que daba órdenes a los muchachos. Tenía tres mulas cargadas con mercancía. Válgame, este quería montar una tienda. Como los hombres que traen plata me levantan sospecha, yo decidí no acercarme. A la noche el frenazo de un camión me despertó. Vi por la ventana que descargaban cajones y cajones de cerveza. Ahí sí fue que comenzó mi suplicio.
Elvio puso la competencia a los bares del centro del pueblo. Todos los borrachos de esta parte del barrio que bordea al río descubrieron que no tenían que caminar tanto para agarrar una buena perra. La tenían ahí mismito en sus narices. Cada noche era alboroto, rancheras y riñas. En la mañana el cementerio me amanecía todo meado y vomitado. No le miento si le digo que lo encontré también cagado. Grandes bollos tibios frente al nicho. Imagínese mi furia.
Salí pitada a buscar a las pedigüeñas, que estaban asociadas bajo el nombre de las Damas de los Ángeles. Se reunían todas las tardes para la novena de las ánimas benditas. Yo pensaba que iban a ser mis aliadas naturales en contra del bar de Elvio, pero encontré solo a cinco viejas reunidas, que al verme llegar se abalanzaron ansiosas y me relataron una red intrincada de peleas y rencores que tenían por culpa de los muertos. Dijeron que habían descubierto que había cadáveres más milagrosos que otros. La competencia de los favores recibidos había desatado la envidia, y la envidia había desatado la traición. Otras, las codiciosas, habían empezado a rezar a los muertos de ellas a escondidas. En venganza, las habían desterrado de la asociación de rezanderas. Me pidieron que mediara en la trifulca y que les dejara claro a las traicioneras que los muertos eran personales e intransferibles. Les respondí que no me interesaban sus peleas. Me miraron entre pasmadas y enfurecidas.
—¿Entonces a qué vino usted, Aíta? —me dijo la más gorda.
Yo les conté de Elvio y los borrachos que cagaban el cementerio. ¿Sabe qué me respondieron las viejas amargadas? Que a ellas tampoco les interesaba mi pelea y que si era tan macha que confrontara al tal Elvio. Figúrese qué viejas más rencorosas.
La cosa fue empeorando porque Elvio se compró un buen equipo de sonido y trajo discos de la capital. Colgó farolitos rojos y azules y mandó a pavimentar un rectángulo que hacía de pista de baile. Con esas mejoras, comenzaron a venir de otros barrios. Los jóvenes con la cara apendejada de enamoramiento. Y ahí sí que me preocupé, porque usted sabe que el noviazgo de pueblo se consuma en cualquier rinconcito oscuro. Eso sí ya no, culiar encima de los muertos, no.
Pensé que tenía que llevar las cosas más lejos y me fui a hablar con el párroco. Era de esos curas que ahora están de moda. Lampiños, progresistas, casi adolescentes. Cómo extrañé al viejo Naftaleno. Ese sí me hubiera escuchado y hubiera entendido que la muerte es la única cosa respetable que nos queda. No como este otro, que me dio una cátedra de civismo mezclada con enseñanzas de Jesús. Y luego se puso a hablar del proceso de paz y no sé qué otras cosas. Y de tanto hablar de la esperanza y el amor, se le encharcaron sus propios ojitos, conmovido por su palabrería de reinos de Dios, trópicos y paraísos. Me bendijo, se secó la lagrimita y se fue.
Comencé a patrullar por las noches en el cementerio. Con un farolito y haciendo sonar duro los pasos, no vaya y fuera que encontrara alguno en pleno coito. Pero yo ya no estoy para esos trotes, y la falta de sueño me pasó factura. Entonces reforcé el alambrado y comencé a hacer colecta para construir un muro, pero la gente ya no estaba en su esplendor generoso. La pelea con las Damas de los Ángeles y la renovada oferta de alcohol habían menguado la predisposición de la gente a ayudarme. Tampoco ayudó lo del farolito y el patrullaje. Empezaron a decir que se me había corrido el champú y que andaba creyéndome fantasma. Otros decían que yo quería espiar a la gente teniendo sexo. Yo no era que esperara mucho de este pueblo, pero no me imaginé que se pondrían del lado de un gordo aparecido. Pensé que me respetaban, así fuera por los veinticinco años que trabajé como asistente en el centro de salud. Yo mismita, con estas manos, les apliqué inyecciones, les cosí heridas, les limpié la caca, las babas y la sangre. Pero ya usted sabe que la gente es, ante todo, desagradecida. Piden, pero no dan.
A la policía ni hablarle. Era clientela fija del Elvio. No quedaba otra sino ponerle la queja directamente al alcalde. Madrugué ese lunes para estar a primera hora en la administración municipal. Ya para esa altura tenía un legajo de pruebas, que incluían relatos detallados, horas exactas de los avistamientos de invasores, fotos de los residuos corporales y un listado de la clientela fiel del bar. También un croquis dibujado del establecimiento, que ahora tenía pista, tarima, gradas, mesas, sillas, toldos y una barra larga de cemento con butacas.
La secretaria me hizo sentar en la sala de espera toda la mañana. Querían aburrirme. Pero terca sí soy. Así me tuvieron esperando hasta bien entrada la tarde, sin un tinto siquiera, viendo pasar gente al despacho. Gente con la pinta vistosa de ciudad. Mucho movimiento de corbatas, mucho olor a colonia de imitación. Cada hora me paraba y le preguntaba a la secretaria si tardaría mucho el alcalde. Al final creo que le gané por cansancio: desde chiquita que gano por terca.
Cuando por fin pasé al despacho, el alcalde estaba despidiéndose de un gordo. Ahí sí me asusté porque pensé que era Elvio. El corazón me dio un brinco. Pero no era. El gordo se fue y yo tomé asiento.
—Doña Aíta, dichosos los ojos que la ven —me saludó zalamero.
—Ni tan dichosos —le dije, para cortarle la falsa cortesía—. Mire, señor alcalde. Yo vengo por algo serio. Usted sabe que yo no soy de las que van por ahí echando queja, ni armando chisme, ni generando rencillas. Pero este asunto del bar junto al cementerio se está saliendo de las manos. Bien pueda, mire esta información detallada que le traigo.
Él me miró con esa carita socarrona y recibió la carpeta. Es que cuando una mujer pasa de los cuarenta, los hombres ya ni se esfuerzan en ocultar que se sienten superiores. Como una ya no tiene las tetas turgentes, la miran con esa compasión taimada con la que tratan a los animales y los niños. Yo le aguanté la mirada muy seria, hasta que se puso a hojear el folio. Créame cuando le digo que se rio en voz alta cuando vio las fotos de las cacas. Yo apreté el culo y lo miré muy directo, enfocando el centro de su frente.
—Muy bien, doña Aíta, déjeme revisar esto con mi secretario de planeación y en unos días le tenemos respuesta.
Yo me planté.
—Ningunos días, señor alcalde. Esto lo revisamos hoy.
Llamó al abogado y hablaron en la parte de atrás del despacho.
Al rato, muy serios y adulones, me informaron que si quería dar curso legal a mi querella tenía que demandar a medio pueblo, pues los que invadían el cementerio eran las personas y no el Elvio. Que él estaba en todo su derecho de tener un establecimiento de orden comercial. Me dieron una tarjeta doblada con el teléfono de un abogado en Bogotá y me cerraron la puerta en la nariz.
No me quedaba claro si le tenían miedo al Elvio porque estaba metido en cosas raras. O si al pueblo entero eso de la guerra ya lo tenía tan harto que solo querían baile, borrachera y penetración. Volví a la casa, derrotada. Para colmo, Elvio inauguraba la tarima con música en vivo. Vallenato venteado. Me costó dormirme porque el sonido del bajo me rebotaba en el cuerpo, yo sentía como una doble taquicardia. Adivine con quién me soñé esa noche. Estaba él destrozando el cementerio con un mazo. Pero parecía como bailando. A pesar de ser gordo, su cuerpo se veía ingrávido. Y cada golpe tenía ritmo y gracia. Yo me le acercaba por detrás y quería detenerlo. Cuando le tocaba el hombro aparecía más lejos, haciendo lo mismo. Volaban pedazos de tumbas y pedazos de muerto. Se oían como risas de niños a lo lejos.
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