José Ramón Pin Arboledas - Memorias de un cronista vaticano

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Año 4344 d. C. Se declara un misterioso incendio en la cocina de la Nunciatura apostólica de Nueva York, que requiere de la intervención de la Policía global. Calixto X es nombrado papa. Es el primer pontífice que proviene de la luna, base pionera en el proceso de colonización espacial que empezó unas décadas antes y que se ha convertido en el último reducto de la humanidad de los valores católicos. «El cronista», enviado especial del Vaticano, narra en esta sorprendente e interesantísima novela la crónica de las relaciones políticas, religiosas y sociales de una época futurista en la que la Tierra está bajo un Gobierno global con sede en la capital del mundo, New York, de ambiciones y enredos que involucran a las más altas esferas y jerarquías políticas y eclesiásticas, a una Policía global, a los medios de comunicación y a coaliciones financiero-políticas-teológicas que quieren dominar el mundo.

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–Te han mandado que te informes. No veo por qué no tienes que ir. Yo te autorizo de palabra.

Mi estancia en Moscú fue breve pero provechosa. La ponencia de Sajarof la hubiera podido firmar cualquier teólogo católico. Desde que el comunismo había desaparecido con la caída de la Unión Soviética, la religión ortodoxa se convirtió en un sello del nacionalismo ruso. No era la religión oficial del país y ni siquiera sus fieles eran mayoría; el mayor porcentaje seguían siendo agnósticos. Sin embargo, las autoridades de todo tipo asistían a sus ceremonias y en los actos oficiales la presencia de popes y del patriarca ortodoxo se consideraba algo no solo normal, sino necesario.

Sajarof hablaba varios idiomas a la perfección, entre ellos el inglés selenita con un acento ruso que lo identificaba más con sus posibles electores. En la recepción, en cuanto me vio, me abrazó y me dio tres besos en la cara (esa costumbre rusa que nunca me gustó) diciéndome:

–Creo que en muchos temas tenemos que recuperar el ecumenismo y ayudarnos entre cristianos. Aquí no hay muchos católicos y, de hecho, no nos gusta que proliferen; pero fuera de la Gran Rusia –dijo esto con orgullo nacionalista– somos aliados naturales contra las ideas ateas, agnósticas y contrarias al Evangelio. Quiero presentarle a un empresario americano que me sugirió su persona.

Albert Kennedy era CEO de la gran multinacional farmacéutica Gampell Corporation y vicepresidente de la «Alianza para la Ética Empresarial» (GABE por sus siglas en inglés, Global Alliance for Business Ethics).

Me estrechó las manos y dijo de golpe:

–El diputado Kewman me habló de su importancia en el Vaticano y cómo los intereses de la Iglesia católica coinciden con nuestros planteamientos.

Tercié:

–No sé lo que le diría Kewman, pero los intereses de la Iglesia se centran en el bien espiritual de sus fieles y de toda la humanidad. –Ahí me salió la prudencia vaticana–. ¿Es usted creyente?

Contestó Kennedy:

–Soy más bien lo que ustedes llamarían un panteísta. Creo que hay un ser supremo que constituye todo el universo, del que somos una componente, y que nos llama a hacer el bien, espiritual y material, y que estamos aquí para cumplir esa misión. –Kennedy se me quedó mirando.

Entonces aproveché para decir:

–En ese caso, cuando usted quiera le anuncio el Evangelio. Su creencia es un inicio interesante, aunque debería conocer la «verdad» para que pueda hacer todo el bien del que habla.

–Mis inquietudes actuales son más pragmáticas –dijo Kennedy–. Me han dicho que conoce a Randia y sus ideas. Ya sabrá que compite para diputada con Sajarof en una circunscripción en la que el anterior representante era católico. Nos gustaría poder ayudar a la diócesis de esa circunscripción en lo que necesite para hacer su labor espiritual –apuntó, moviendo la cabeza de un lado a otro como diciendo: ¿me entiende?

–No veo la relación entre una cosa y la otra –repliqué sonriendo con cara de ingenuo-, pero le aseguro que las diócesis, sobre todas las extraterrestres, siempre andan necesitadas de ayuda. Si lo desea, le presentaré al arzobispo de la diócesis donde está el distrito electoral, monseñor Ghuam, y él le explicará sus necesidades más urgentes.

Kennedy comentó:

–Muchas gracias por su ofrecimiento. Aquí estoy muy liado entrevistándome con diversas personalidades. La semana que viene estaré en NY; le llamaré para que me presente al arzobispo Ghuam.

Luego se marchó dejándome con Sajarof, con el que mantuve una interesante conversación sobre la historia de las religiones.

X. Mi sobrina Brigitte me invita a París

Sonó mi celular (llamo así al teléfono incorporado en mi crono desde que estuve destinado en una parroquia en Santo Domingo). Era mi sobrina Brigitte, hija de mi hermana desgraciadamente fallecida en su parto. Eso hizo que no tuviera mucha relación con ella. Sobre todo después del segundo matrimonio de mi cuñado, un funcionario del Gobierno global que siempre estuvo destinado en lugares exóticos. Brigitte era una doctora joven, soltera y especializada en psico-sociología espacial, una materia que estudia las mejores condiciones para mantener la vida terrestre en el espacio y nuevos territorios como la luna, analizando las reacciones sociales de los colectivos que los ocupan. Por todo ello era una llamada sorprendente, a la vez que intrigante.

–Hola tío; supongo que te extrañará que te llame. –No era tonta y yo sabía que su doctorado «Cum Laude» fue comentado en muchos foros y publicaciones científicas–. Estoy viviendo en París y mi jefe quisiera hablar contigo. Cuando se ha enterado de que era tu sobrina me ha rogado que os presentara porque querría conocerte personalmente. No me preguntes qué te quiere comentar; lo sospecho, pero no estoy segura.

Le indiqué que estaba en Moscú y que al día siguiente volaba a NY. Se oyó una voz de alguien que estaba a su lado y probablemente nos escuchaba, aunque no se veía a través del visor de mi celular. La voz le indicó que, si se lo permitía, me enviaba un vuelo para París al día siguiente por la mañana, una estancia de un día en la Ciudad de la Luz y vuelta a NY a continuación. Les dije que no había inconveniente, dado que ya estaba en Europa. Me pidieron la aerolínea y el número de billete Moscú-NY y recibí casi simultáneamente otro Moscú-París-NY con la misma línea aérea. Era como si los datos que me habían pedido los tuvieran antes.

A mi llegada a París, me recibió una sobrina encantadora. Era morena como lo había sido su madre, con ojos azules, una combinación muy «resultona», como habría dicho mi hermana. Recordaba que debía tener treinta y tres años. Me soltó dos besos, uno en cada mejilla, y me agarró la única bolsa que llevaba. Una limusina terrestre, algo que era muy vintage para una época de taxis voladores, nos llevó al Hotel Vandome, un hotel boutique en la plaza del mismo nombre. Me dijo que era un hotel discreto y confortable, que dada mi condición de sacerdote creía que era más adecuado que uno de los grandes establecimientos de la ciudad.

Como era medio día, tomamos cerca en un restaurante típico francés un aperitivo con un pastel de escargots delicioso y un solomillo relleno de foie con abundante mantequilla, vino Chardonnay auténtico de la Borgoña, y una crepe de postre. Todo muy francés. Hablamos de la familia. Me preguntó por sus primos y me dijo que seguía soltera y sin compromiso. No dijo gran cosa de su padre ni de su hermanastra, por lo que supuse que no tenía mucha relación con ellos. Después pregunté por las misas vespertinas de Notre Dame y a las 18:00 h me fui a una de ellas.

A la mañana siguiente me recogió Brigitte. El edificio donde trabajaba tenía un cartel luminoso que decía «L’ Airreal, División Espacial». No me sorprendió. Tampoco el estilo minimalista y abierto de las oficinas llenas de paredes con esquemas y pantallas de ordenadores cuánticos. Brigitte me llevó a una sala de paredes transparentes. Me indicó que estaba insonorizada y aislada. Nada de lo que se trataba allí de palabra quedaba grabado en ningún sitio.

–Te lo digo para que te sientas cómodo –agregó.

Al rato entró un gentleman de unos cincuenta años; era muy raro ver corbatas y pañuelo a juego asomado en el bolsillo de la prenda superior, que en algún tiempo se llamó chaqueta y que ahora resultaba casi anacrónica. El corte del traje se ajustaba como un guante a la atlética figura del que lo llevaba, aunque los trajes de hombre actuales son de tejidos suaves y a la vez cálidos y frescos, según el ambiente, y acaban en lo que una vez se llamó en tiempos un cuello Mao. Brigitte se dirigió hacia mí:

–Te presento a monsieur Paul Corvine. Mon Chef.

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