BITERNA
Colección Readuck Narrativa Plumas
BITERNA
Alister Mairon
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el permiso y por escrito del Editor y del Autor.
Ilustración de portada: José Antonio González
Corrección: Marina Montes
Maquetación: José Antonio González
©Alister Mairon
Director de colección: Alejandro Travé
Título: Biterna
Diciembre de 2021. Primera Edición
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Podiprint
©ReaDuck Ediciones
41020-Sevilla
E-mail: ediciones@readuck.es
www.readuck.es
ISBN: 978-84-18406-46-1
ISBN (ePub): 978-84-18406-47-8
Depósito Legal: SE-2250-2021
A Sole y Miriam, por acompañarme en infinidad de viajes a los paisajes y leyendas que habitan estas páginas.
—¿Estás seguro? —inquirió ella, los brazos cruzados ante el pecho—. ¿Seguro que esta vez es él?
Su interlocutor asintió. Se le veía convencido, pero la mujer no compartía su tranquilidad. Acumulaban ya varios errores y el tiempo se les agotaba.
—Es el muchacho, sin duda. Tus ramilletes nunca fallan, pero bueno… Compruébalo tú misma si no me crees —la invitó él, señalando hacia el rincón.
Allí, maniatado sobre el suelo de piedra de la caverna, se encontraba el cuerpo desmayado de un joven. No se diferenciaba en absoluto de los últimos veinte chicos a los que había examinado. Apenas debía superar la veintena. Sus cabellos castaños caían desordenados sobre los párpados cerrados. No estaba demasiado gordo, pero tampoco había conocido el hambre. De no ser por la fea herida que se abría cerca de su sien, cualquiera habría pensado que el chico dormía.
La mujer se acercó al joven. El muchacho respiraba lentamente, con la cabeza echada hacia atrás y su blanco cuello expuesto. Como si la estuviera invitando. La mujer se arrodilló junto a él y le clavó una uña bajo la barbilla, cerca de la tráquea.
Una perla roja manó de la herida abierta. El muchacho ni siquiera abrió los ojos. Tampoco se movió cuando la mujer se agachó y lamió la sangre con una lengua gris y áspera, sorbiendo de la herida con sus labios viejos y agrietados.
—Al fin… —ronroneó ella, paladeando el sabor férrico en la boca. Miró a su interlocutor, que le sonreía—. Lo tenemos.
***
El Camino Real estaba despejado aquella mañana. Las brumas marinas bajaban y el sol empezaba a calentar los troncos de los árboles. Numerosos pájaros canturreaban y se desperezaban saludando al astro rey.
Solo el traqueteo de las ruedas rompía con la paz natural de la escena. Dos bueyes de cuellos gruesos tiraban de un pesado carro, cargado hasta arriba con barriles de vino. Sobre el pescante, un mercader y su hijo conducían a las bestias en dirección a Barcelona.
La silueta de la montaña de Montjuïc se recortaba en el horizonte y ambos confiaban en poder alcanzarla justo para la apertura del mercado semanal. Sin embargo, algo se cruzó en su camino y los obligó a detener a los bueyes.
En el margen del sendero hallaron un carro abandonado. Las ruedas estaban intactas y no parecía haber sido víctima de ningún saqueo. Padre e hijo se miraron. Los dos habían oído las historias: vehículos que aparecían en los márgenes de los caminos cercanos a Barcelona con su cargamento intacto… y su conductor convertido en un cadáver mutilado sobre el pescante.
Temiéndose lo peor, el mercader y su hijo escudriñaron la zona, cuchillos en mano. Pero por mucho que buscaron, no lograron dar con el propietario del carro. Y tampoco con las bestias que debían tirar de él. Solo era otro vehículo extraviado más. Salvo que, en esta ocasión, ningún difunto lo ocupaba. Y esa falta de cuerpo, curiosamente, hacía del hallazgo algo todavía más inquietante.
Horrorizados por el descubrimiento, padre e hijo se santiguaron antes de proseguir con su camino, dejando atrás el carro solitario. Cuando llegaron a la ciudad de Barcelona, varias horas más tarde, dieron parte a las autoridades locales del suceso.
Barcelona, 1625
El mercader y su hija los condujeron hacia una taberna alejada del puerto, situada en una plaza cercana al portal de San Daniel. Era aquel un espacio ruidoso. Los carros provenientes del puerto cruzaban la explanada como una procesión de ruedas y chasquidos. Varios hombres aguardaban cerca del abrevadero situado en la zona norte, alquilando sus famélicas mulas a quienes pudieran pagarles. Y todo ello acompañado por el perturbador aroma a sangre y vísceras que emanaba del matadero de la ciudad, que ocupaba el extremo sur de la plaza.
Ross frunció el ceño. No era ese el espacio que esperaba encontrar cuando Tomás Codina, el mercader, los había instado a tratar el asunto en un lugar más íntimo. Sin embargo, mucho se guardó de expresar su opinión a pesar de saber que esta era compartida por sus compañeros.
A pocos pasos de ella, Dismas y Martel lo observaban todo con el ceño fruncido y la nariz arrugada. Ross vio como el primero mantenía la mano sobre la funda de su pistola. Por su parte, Martel se conformaba con mascullar entre dientes las inconveniencias de asentar un matadero tan cerca de la población. Solo Beatrice lograba mantener la compostura, ocultando el rostro bajo la capucha de su hábito raído. Su cayado de peregrino repicaba contra el suelo de tierra batida, marcando el ritmo de sus pasos.
La taberna, como todas las de la ciudad de Barcelona, olía a madera, a salitre y a vino tinto derramado. El mercader los condujo hacia una mesa apartada, junto a una ventana cubierta de polvo. Pidió una jarra de vino para compartir y se sentó junto a su hija. Ross y sus compañeros hicieron lo propio. Solo cuando el vino estuvo servido habló Tomás Codina.
—Necesito su ayuda. Mi hijo ha desaparecido.
—Eso ya lo sabemos. Nos lo contó por carta. Queremos los detalles —le instó Ross con un ademán.
El mercader pareció encogerse en su asiento.
—Lo siento —articuló con voz temblorosa—. No quería hacerles perder el tiempo…
—¿No? Pues entonces vaya al grano —exigió Dismas con la impaciencia tiñendo su voz, grave y profunda.
—Es mi hermano —intervino entonces la hija del mercader. Parecía más resuelta que su progenitor—. Partió hacia Tortosa para reunirse con unos fabricantes de tinte, pero no llegó a la cita. De eso hace ya más de dos semanas y nadie le ha visto desde entonces. Creemos que se trata de un secuestro —concluyó con tono apesadumbrado.
—Se os nota muy seguros de ello —insistió Dismas—. Bien podrían haberlo asaltado unos bandidos. O acabar devorado por los lobos. ¿Por qué tanta insistencia con el secuestro?
—Porque en esta zona no hay lobos. Ni bandidos. Además, en los últimos meses, más de veinte hombres de su edad han aparecido destripados de las formas más grotescas cerca de Barcelona —siguió la joven Codina—. Mi hermano es el primero de esa lista de desaparecidos que no amanece convertido en un fiambre. Por eso digo secuestro.
—Unos vendedores de vino hallaron su carro en el margen del camino —siguió entonces su padre—. No estaban ni él, ni los bueyes que se llevó; pero sí la carga. Quien fuera el que lo asaltara, no quería el dinero ni los materiales. Andaba buscando a Ferran.
—¿Y no es posible que haya podido fugarse con una prometida? —preguntó Martel con su particular acento francés—. Por lo que sé es común entre los jóvenes huir para casarse en secreto.
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