José Ramón Alonso - ¡Ellas!

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Veinte
mujeres.
Valientes. Audaces. Rompedoras. De
distintos siglos,
distintos países y
distintas culturas. Veinte
ejemplos de compromiso, de
pasión, de una
voluntad inequívoca de
transformar el mundo, de hacerlo más
justo y humano. Un mundo donde las mujeres también son
protagonistas. Astronáutica, ecologismo, arte, ciencia, moda o tecnología, ámbitos de creatividad y superación. Hablan con su
voz, con sus
escritos, sus
actos, su
vida. Te hablan a ti.

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Despegaron el 17 de junio de 1928 del aeropuerto de Trepassey, en Terranova, y llegaron a Burry Port, en Gales, veinte horas y cuarenta minutos más tarde, aunque su supuesto destino era Irlanda. Cuando los tres aviadores volvieron a Estados Unidos tras su hazaña, se los recibió con un desfile con confeti a lo largo de las calles de Nueva York y una recepción en la Casa Blanca por el presidente Calvin Coolidge. Amelia, honesta, dijo que todo el trabajo lo habían hecho Stultz y Gordon, y que a ella la habían llevado «como un saco de patatas», pero la prensa se volcó en ella, llamándola Lady Lindy, por su parecido físico con Lindbergh, el primer piloto que cruzó el Atlántico.

A partir de ahí, toda su vida se polarizó en torno a la aviación, participando en concursos y competiciones. Con George Putnam siguió cultivando una relación que terminó en boda, aunque ella se refería a su matrimonio como un consorcio con «doble mando de pilotaje». Antes de casarse cerró un trato con Putnam, inusual en una época donde la mujer estaba relegada a las órdenes del marido: «Me dejarás marchar en un año si no somos felices juntos. Intentaré dar lo mejor de mí misma en todos los aspectos».

«Las mujeres deben intentar hacer cosas al igual que los hombres lo han intentado. Cuando ellas fallen, su fracaso será un reto para otras».

Junto con Putnam preparó un vuelo en solitario a través del Atlántico que la - фото 16

Junto con Putnam preparó un vuelo en solitario a través del Atlántico que la convertiría en la segunda persona en lograrlo, tras Lindbergh, y la primera mujer. El 20 de mayo de 1932, cinco años después de la hazaña de Lindbergh, despegó de Terranova hacia París. Sin embargo, unos fuertes vientos del norte, unas condiciones climáticas gélidas y distintos problemas mecánicos la obligaron a aterrizar catorce horas y cincuenta y cuatro minutos más tarde en Irlanda, en una pradera cerca de Londonderry, «después de asustar a todas las vacas del vecindario». Cuando la noticia de su hazaña llegó a las redacciones de los periódicos, el titular de la prensa mundial fue «Una mujer lo ha conseguido».

Tras su hazaña, Amelia fue asediada con peticiones de entrevistas tanto en Estados Unidos como en Europa. El presidente Herbert Hoover le impuso la medalla de oro de la National Geographical Society y el Congreso le concedió la Cruz de Vuelo Distinguido, una condecoración que se otorgaba por primera vez a una mujer. En la ceremonia de entrega, el vicepresidente Charles Curtis elogió su valentía, e indicó que había mostrado un «coraje heroico y su habilidad para la navegación aun con riesgo de su vida». Earhart dijo que su hazaña demostraba que los hombres y las mujeres eran iguales en «trabajos que requieran inteligencia, coordinación, rapidez, sangre fría y fuerza de voluntad».

En los siguientes años, Earhart continuó rompiendo récords. El 24 de agosto de 1932 cruzó Estados Unidos desde Los Ángeles hasta Nueva York. Estableció un techo de altitud para los autogiros a cinco mil seiscientos metros que se mantuvo durante años. El 11 de enero de 1935 fue la primera persona que cruzó en solitario el trayecto desde Hawái hasta California. Sus socios habían querido suspender el vuelo porque la situación política en Hawái era muy inestable y los habían presionado para que desistieran, pero ella contestó: «Amenaza o no, me voy igualmente». Congelada de frío en el vuelo de 3875 kilómetros de distancia sobre el agua, echó mano de un termo con chocolate caliente y comentó al llegar a tierra: «Ha sido la taza de chocolate más interesante de mi vida, sentada a dos mil quinientos metros de altitud, totalmente sola sobre el océano Pacífico». Más tarde, ese último año, fue la primera persona en volar de México D. F. a Newark, cerca de Nueva York. Allí la esperaba una gran multitud que corrió hacia el avión de Earhart nada más aterrizar. Según sus palabras:

Fui rescatada del avión por unos policías de voz aguardentosa. En la melé que se formó, uno tomó posesión de mi brazo derecho y otro de mi pierna izquierda. Me llevaron hacia un coche patrulla, pero decidieron seguir rutas diferentes. El del brazo tiró en una dirección mientras que el que me agarraba la pierna eligió otro camino. El resultado fue que pude saborear, como víctima, el potro de tortura mientras pensaba: «Es tan maravilloso estar de vuelta en casa».

A punto de cumplir los cuarenta, Earhart pensó que estaba preparada para un reto impactante, para el broche final a su carrera de éxitos: ser la primera aviadora en completar la vuelta al mundo. En marzo de 1937 hizo un primer intento, que terminó mal, con un aterrizaje forzoso que dañó gravemente el avión. Inmediatamente, tan resuelta y decidida como era habitual en ella, hizo que reparasen el Lockheed modelo Electra 10E. Sin que quedase claro si se refería al avión o a ella misma, declaró: «Creo que solo nos queda un buen vuelo y espero que sea este». Comentaba estar ya harta de esos «malabarismos de largas distancias». El 1 de junio, Earhart y su navegante, Fred Noonan, partían de Oakland a Miami, comenzando un viaje de cuarenta y seis mil kilómetros. De Miami volaron a Puerto Rico. De allí bordearon la costa sudamericana hasta Natal, y cruzaron el Atlántico hacia Dakar. Atravesaron África y el golfo de Adén y llegaron a Arabia; remontaron hasta Karachi y Calcuta, y modificaron la ruta hacia Rangún, Bangkok, Singapur y Bandung hasta llegar a Darwin, en Australia. El 29 de junio aterrizaban en Lae, en Nueva Guinea. «Solo» les quedaban once mil kilómetros. Noonan, un magnífico navegante, había encontrado muchas dificultades en los trayectos realizados hasta ese momento porque los mapas de que disponían no se correspondían con la realidad. Pero el siguiente salto era el más difícil. Tenían que llegar hasta la isla de Howland, una mancha perdida en el Pacífico, un islote coralino de tan solo tres kilómetros de longitud y ochocientos metros de ancho, situado a 4116 kilómetros de distancia del aeropuerto de salida. Desde allí, la siguiente escala sería Hawái, una distancia mucho más corta y mucho más fácil de situar, y de ahí hasta California, un trayecto que ya habían hecho. La isla de Howland, su primera escala, estaba normalmente deshabitada, pero la Marina estadounidense envió un guardacostas, el Itasca, y arregló la pista de aterrizaje que había en la isla para ese vuelo.

Earhart y Noonan prescindieron de todo el peso que pudieron del interior del avión para poder llevar con ellos unos litros más de gasolina. Consiguieron así cuatrocientos cuarenta kilómetros más de margen. El Gobierno estadounidense, comprometido con esa hazaña que le daba la primacía en un sector tan interesante comercial y militarmente como la aviación, ordenó que el Itasca estuviera en contacto permanente con el Fokker y que dos buques de la Armada, el Ontario y el Swan, se situaran a mitad de camino con todas las luces encendidas para intentar servirles de referencia de paso. Earthart dijo: «La isla de Howland es un punto tan pequeño en el Pacífico que cualquier ayuda para localizarla es necesaria».

A las diez de la mañana del 2 de julio, hora local, el Fokker despegó. A pesar de que las predicciones meteorológicas eran favorables, pronto comenzaron a volar sobre cielos encapotados y con chubascos ocasionales. El mayor problema es que estas condiciones climatológicas dificultaban seriamente la principal herramienta de Noonan para orientarse: la navegación celeste, que le permitía controlar los desvíos de su ruta utilizando como referencia la posición del sol y las estrellas. Además, las radios del avión, de los barcos y de las estaciones en tierra utilizaban frecuencias distintas, un error del que no se habían percatado. También hubo otros fallos: Amelia había indicado que se guiarían por la hora de Greenwich, pero el Itasca funcionaba con la hora local. Cuando empezó a anochecer, Earhart mandó un mensaje al Itasca en el que informaba del estado del cielo, «nuboso, tiempo nuboso». En otras transmisiones, Earhart pidió al Itasca que la contactara por radio para intentar usar la fuerza de las señales como referencia. El barco guardacostas empezó a transmitir mensaje tras mensaje, pero ella no conseguía oírlos. Sus propias transmisiones, irregulares durante la mayor parte del viaje, se perdían o se llenaban de ruidos de estática. A las 7:42 de la mañana, el Itasca recibió este mensaje: «Debemos estar encima de vosotros, pero no conseguimos veros. Nos estamos quedando sin combustible. No conseguimos contactaros por radio. Estamos volando a trescientos metros de altura». El barco respondió, pero según parece el avión siguió sin oír sus llamadas por radio. A las 8:45 Earhart mandó un mensaje: «Estamos moviéndonos hacia el norte y hacia el sur». Hay que imaginar la desesperación de los dos aviadores intentando localizar la isla o el barco, y viendo cómo se acababan los últimos litros de gasolina del depósito. Fue su último mensaje. Nunca más se supo de ellos.

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