Departamento de Derecho Público. Facultad de - Conceptos fundamentales para el debate constitucional

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El Departamento de Derecho Público de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile pone este libro a disposición de toda persona interesada en los contenidos que serán objeto de discusión durante el proceso constituyente que se está desarrollando en nuestro país. En él algo más de cincuenta profesores y profesoras examinan la esencia de los conceptos fundamentales del constitucionalismo y de nuestra propia historia constitucional.
El libro es, ante todo, una obra para la educación cívica, esto es, para transmitir saberes e inspirar reflexiones que permitan a quien revise cada concepto comprender mejor las bases de la comunidad política en la que convivimos. En gran medida esa comprensión es un primer paso, sea para la adhesión o la crítica racional, que permitirá el diálogo y el encuentro, así como fortalecer nuestros lazos y mejorar nuestra propia convivencia.
También se trata de una obra colectiva que permite reunir en un mismo volumen una pluralidad de artículos breves, algunos más abstractos y otros aplicados; unos más atentos a la evolución histórica y otros más pendientes de los debates del presente; unos propios del académico y otros del abogado del foro; unos escépticos y otros esperanzados. Esta diversidad es una de las virtudes de un grupo plural que comparte la docencia en la universidad.
Este libro será consulta obligatoria no solo para conocer nuestro marco constitucional vigente, sino también para comprender los cambios que vienen y participar en la discusión del nuevo texto constitucional.

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Todos los aludidos son fenómenos demostrativos de insuficiencia de seguridad jurídica. Pero aún es más doloroso comprobar que, habiéndose alcanzado un cierto grado de cumplimiento, retrocedemos a otro inferior y que lo anula. Claramente, queda así establecido que la seguridad jurídica ya forjada no es un bien irreversible, conquistado ayer para siempre. Lejos de eso, es un valor cuya preservación exige el esfuerzo de todos unidos por un objetivo tan noble e indispensable. Obviamente, existen instituciones encargadas de asumir roles decisivos tras ese objetivo, como son las policías y fiscales, los jueces y los entes fiscalizadores entre ellos, pero repito que es deber de todos enfrentar el flagelo de la incertidumbre ilegítima. Al gobierno le corresponde la primera y mayor responsabilidad en conquistar y mantener ese objetivo.

Los enemigos de la seguridad jurídica son múltiples, hábiles y poderosos. Más aún, en los tiempos de grandes cambios que vivimos, nada ni nadie está a salvo de asonadas callejeras, asaltos, estafas, golpizas, excesos a través de las redes sociales, omisión de trámites por favores indebidos y otras actitudes ilícitas. Especialmente vulnerables son la infancia y la juventud, la tercera y cuarta edad, víctimas de malhechores que lucran y prosperan ocasionando daño, dolor y muerte. Perseguir tales patologías y sancionarlas es parte del sentido de la seguridad jurídica en el Estado de Derecho. La crisis de las instituciones, a menudo y con razón criticada, es un agudo ejemplo de incertidumbre en nuestra vida.

La anarquía y el terrorismo, las bandas de sicarios y contrabandistas, los profesionales inescrupulosos, los expertos en fraudes y engaños son, en una multitud, otras ilustraciones que permiten comprender el mérito de la certeza legítima en la democracia constitucional y cuán difícil es elevar, e incluso conservar, el nivel de ella en comunidades abiertas y pluralistas como la chilena. El impacto de la información ecuánime difundida y una ciudadanía alerta contribuyen, sin duda, a la realización de esa meta.

EVOLUCIÓNCONSTITUCIONAL CHILENA

HISTORIA CONSTITUCIONAL CHILENA HASTA 1833

JAVIER INFANTE M.

No es el objetivo de este capítulo intentar explicar qué es una Constitución. Plumas más ágiles y entendidas en la materia se harán cargo de ese problema. Sin embargo, y para mayor claridad de estas líneas, acordaremos momentáneamente que una Constitución es la forma en que un país decide organizarse políticamente. En ese sentido, es difícil imaginar una comunidad política cualquiera que no tenga Constitución. Lo que varía entre países y comunidades es el contenido de la misma (el fondo del asunto, como por ejemplo los Derechos que se reconocen, la forma de gobierno, u otros), o bien la manera en que esa Constitución se expresa (la forma, ora escrita, ora bajo la forma de tradición política). Por lo mismo, para que hablemos de una Constitución propiamente chilena, debemos hacer referencia al momento en que Chile comenzó a identificarse a sí mismo como una entidad política independiente, autónoma, libre y republicana.

Esta vida política —independiente y republicana, habría que agregar— comenzó en aquel momento en que, valga la redundancia, los chilenos tomaron conciencia de ser una entidad política independiente del Imperio Español. Por lo mismo, no hay una fecha clara que marque el inicio de ese nuevo estado de cosas: las fechas varían en un rango que va desde el 18 de septiembre de 1810, con el establecimiento de la Primera Junta de Gobierno, hasta 1818, tras la Batalla de Maipú y la expulsión de las tropas españolas de la zona central de Chile.

Como fuere, y al igual que en otras latitudes de América, la pregunta que se presentó inmediatamente a los primeros pasos de vida política independiente fue cómo organizar políticamente esta nueva realidad. No se trataba de una pregunta sencilla. Si bien los nacientes países americanos contaban con una rica tradición política desarrollada a partir de los clásicos y su traslado desde Europa de la mano de las leyes españolas, firmemente asentada en la cultura local (como el Código de las Partidas del Rey Alfonso el Sabio), no es menos cierto que todo el proceso de Independencia se construyó sobre la base de un relato novedoso, fundamentado en la Ilustración, ajeno en cierta medida a la tradición antes dicha. En consecuencia, para los más radicales, no bastaba solamente con obtener la Independencia política, sino que también era necesario romper, en mayor o menor medida, con la tradición política española, y adoptar en consecuencia (también en mayor o menor medida) nuevas instituciones políticas de corte ilustrado.

Así las cosas, el vehículo más apropiado para llevar a buen puerto la reestructuración política (cuando no social) del país era una Constitución. Instalada la Primera Junta de Gobierno, una de las primeras medidas que se adoptaron fue la Convocatoria a un Congreso Nacional, que tuviese como objetivo precisamente el redactar una Constitución para el país. Así lo veía Camilo Henríquez, uno de los hombres más ilustrados de su tiempo, quien en su célebre Proclama decía: “Estaba, pues, escrito, ¡Oh Pueblos!, en los libros de los eternos destinos, que fueseis libres y venturosos, por la influencia de una Constitución vigorosa…”. El voluntarismo político de los ilustrados se repetía en ese mismo sentido en uno y otro escrito: La Constitución es el instrumento por el cual el Pueblo será feliz, y libre.

Más allá del contenido de esta última afirmación, lo cierto es que todos los tribunos de nuestra Independencia y posterior formación política se hicieron eco de ella, y participaron de alguna manera en la redacción de textos constitucionales. Algunos de dichos textos tuvieron vigencia, mientras que otros simplemente quedaron como meros proyectos políticos. En el período de la Patria Vieja (1810-1814), hubo cuatro: tres Constituciones o Reglamentos Constitucionales, y un proyecto constitucional relevante. Instalado el Gobierno de Bernardo O’Higgins en 1817, y hasta 1833, el país tuvo cuatro Constituciones (1818, 1822, 1823 y 1828), un ensayo federal basado en leyes de rango constitucional, y un par de ensayos constitucionales que no fueron aprobados.

Ninguna de ellas superó los cinco años de vida, lo que es atendible si consideramos que, hasta la Constitución de 1822, ninguna tenía una real vocación de permanencia. No por nada llevaban siempre el calificativo de Constitución “Provisoria”. El motivo de ello era bastante lógico: en primer lugar, no existía la calma suficiente (en razón de la Guerra de Independencia, primero, y de la inestabilidad política interna, después) para poder redactar un texto constitucional que satisficiera las necesidades del país. La segunda explicación radica en la falta de acuerdos en torno a temas de primer orden que debían quedar resueltos en una Constitución: la forma de Gobierno (la Monarquía era el régimen político tradicional y conocido hasta entonces), la organización política interna (unitaria o federal), la calidad de ciudadano, los límites al poder público, la organización judicial, la permanencia o abolición de la esclavitud, etc.

Todos esos motivos explican la situación de “ensayo y error” que se vivió en torno al tema constitucional hasta 1833: la Constitución Ilustrada de Juan Egaña aprobada hacia fines de 1823 resultó rápidamente derogada, acusada de utópica; el fanatismo federalista de José Miguel Infante también fue descartado tras el desorden político que causó su gradual implantación; y el liberalismo político de 1828 no soportó las turbulencias a las que fue sometido tras una guerra civil en la cual esta corriente, al menos en su faz ilustrada, fue derrotada. El país tuvo que esperar hasta 1833 para zanjar definitivamente su régimen político a través de una Constitución respetada y obedecida.

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