Hubiese podido ser un largo descanso.
Llegaron los amigos y colegas del padre que era profesor de lenguaje en una escuela. Amigas y colegas de la madre que era contadora part-time de un molino. Y los amigos y compañeros de la hija mayor. También apoderados del colegio donde estudiaban las niñas. Los asistentes se preguntaban de qué vivirían las sobrevivientes. La madre ganaba muy poco.
Alivio. Existía un seguro de vida.
El velorio se hizo en casa. Se sacó la alfombra del cuarto de estar, se corrió la mesa del comedor y allí se dispusieron los ataúdes, las velas y las decenas de coronas enviadas en nombre de las escuelas, el molino, los centros de apoderados y otros parientes. El párroco vecinal se disculpó por falta de espacio en su capilla ese fin de semana.
–Usted sabe, señora, las fiestas de la Independencia siempre han aumentado la tasa de mortalidad. Accidentes, infartos, ausencias del personal de salud en las postas.
También se disculpó el padre Pedro, capellán del grupo de Acción Social, comunidad donde participaba la hija mayor. El padre Pedro, eso sí, se comportó a la altura de las circunstancias y no se movió del lado de la viuda.
De tanto en tanto la abrazaba y le repetía:
–El Señor le dará consuelo.
Avemarías y padrenuestros apoyados en la frecuencia de un rosario dieron un ritmo a las visitas. El padre Pedro se lo encargó a una piadosa apoderada. El círculo de cuentas dio varias vueltas. Algunos se unieron a las letanías. Los jóvenes, en cambio, prefirieron salir al patio. No faltó una risotada inmediatamente acallada por otros. A eso de las diez de la noche se decidió finalizar la romería. Se citó temprano para los ritos funerarios en la iglesia.
La madre, de falda y chaleco negro, solo miraba al suelo y callaba confundida. La hija mayor conversaba y trataba de sonreírle a sus compañeros. Ninguna se había lavado el pelo, ni ordenado las camas. La ducha había sido rápida. Los ataúdes hubo que recibirlos muy temprano.
Esa noche las amigas más cercanas de la hija mayor decidieron quedarse a dormir con ella. El grupo de amigas quería acompañarla esa noche. No la dejarían sola. Dormirían todas juntas. Consiguieron permiso de sus padres para quedarse. Tres amigas del barrio y tres del colegio. Una de ellas, la del colegio, era su mejor amiga, quien la había invitado al grupo de Acción Social.
En el último momento también el jefe del grupo de la Acción Social decidió quedarse, para apoyar en el dolor a la familia. Era un hombre atlético, moreno, de veinticinco años que trabajaba en un negocio familiar y estudiaba historia en la universidad. Era muy querido en la familia Casas. Muy cercano al padre muerto con el que compartía el gusto por el fútbol y el acontecer nacional. Había apoyado a la madre en los trámites del velorio.
–Marita, yo la llevo a sacar los certificados al Médico Legal.
La llevó, la trajo, la abrazó cuando se los entregaron. También fue a la funeraria para contratar el servicio de transporte de los ataúdes. Organizó la misa fúnebre.
–Tú que eres la mejor amiga de la hija mayor de esta familia hazte cargo del coro. Cantas y tocas guitarra. Por favor, pídele a unos cinco más que hablen en la misa.
–Marita, yo le escribo en un papel lo que tiene que leer mañana en la misa, usted descanse. No se preocupe –tranquilizaba a la madre viuda.
La pieza de la hija mayor estaba en un segundo piso junto a un baño, la otra la ocupaban sus padres. Era la típica mansarda de una casa tipo A, de moda en esos años.
Que el jefe de grupo se quedara esa noche y compartiera la pieza con las amigas de la hija mayor no le preocupaba a nadie.
El hombre era confiable y sabía cuidar.
El padre de la hija mayor había soñado con una educación europea para sus hijas. Le parecía que estar cerca de una cultura que había producido los más grandes músicos, pensadores, pintores les daría a sus hijas la noción de armonía y belleza. Era amante de la ópera. Finalmente, ese año, con un trabajo extra de corrector en una editorial, se permitía pagar un colegio así. Pronto la hija mayor se hizo popular entre los veinte compañeros de curso y muy amiga de la mejor en matemáticas.
Entre ellas se ayudaban en los estudios. Para una eran los números para la otra las letras. Lo pasaban muy bien juntas. De reír y conversar acerca de compañeros y profesores, pasaron a preguntarse por la trascendencia de la vida y a compartir sus sueños para el futuro. Una se veía haciendo caminos, puentes, edificios y la otra quería conocer las profundidades del alma humana. Las dos leían poesías. Mistral les parecía misteriosa, Vallejo: limpio, Neruda, de metáforas arrogantes, Parra, cotidiano y genial. En sus conversaciones se sentían críticas de arte y literatura y no dudaban de sus apreciaciones. Monolíticas y triunfantes definían los textos dando cortes afilados. Benedetti, lúdico, Mutis, profundo. Paz, demasiado teórico.
Enjuiciaban con la libertad demoledora de los catorce años.
Se hicieron mejores amigas. Leían sus diarios de vida; bailaban y ensayaban las coreografías de las canciones de moda, se maquillaban cuando iban a las juntas con los chicos.
En la escuela de las niñas el padre Pedro hacía las clases de ética y religión además de reclutar voluntarios para su exitoso grupo de Acción Social. Éxito que probablemente se debía más a las fiestas y los paseos que a las reflexiones espirituales semanales de los equipos.
Se preparaban dos servicios comunitarios al año. Uno continuo durante el año en poblaciones urbanas pobres y otro en el verano en comunidades rurales. Las misas dominicales del grupo ya no se cantaban con flautas sino con un bajo y una guitarra eléctrica. En las más alegres, un bongó.
En el grupo participaban jóvenes de diferentes lugares de la ciudad. Era reconocido por el entusiasmo y diversidad.
Las amigas decidieron ingresar y probar. Se veía entretenido.
Quedaron en equipos diferentes. Sus respectivas jefas de unidad las presentaron a los jefes de grupo y fueron aprobadas. El grupo de Acción Social completo era numeroso. Contando todos los jefes de equipo más los jefes de las unidades de educación y construcción, llegaba a las ochenta personas.
El servicio anual se preparaba durante todo el año. Albañilería, gasfitería y pintura, por una parte; psicología, manejo grupal y educación por la otra. Para todos era un crecimiento espiritual y desarrollo personal.
Los jefes de grupo y unidades eran elegidos cada dos años entre los más grandes. Les gustaba reelegirse, aunque el recambio ocurría en forma natural una vez que las exigencias de las carreras universitarias ganaban la partida entre el deber y el querer. El asesor espiritual era el único personaje estable.
El verano siguiente al accidente las amigas quedaron en funciones separadas. Una reforestaría plazas mientras la otra haría talleres para niños y padres. Durante esas tres semanas se encontrarían solo en fogones y juegos nocturnos.
El grupo ofrecía una adolescencia tranquila y estimulante: amigos, sentido, tareas, logros y desafíos.
La mejor amiga de la hija mayor editaba además un boletín quincenal donde se publicaban reflexiones de los equipos; datos relativos a construcción, manejo de vegetales para las plazas que reforestaban. Sumaba poesía mística y algún artículo copiado de otras revistas. El padre Pedro era un excelente columnista y era el editor general. El boletín circulaba gratis entre los miembros del grupo durante el año.
El grupo era una comunidad segura y generosa para crecer con alegría.
Se colaboraba y se competía.
Se aprendía y se enseñaba.
Eran felices.
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