Guido Pagliarino - El Perro

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—¡Señor Velli!

FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO

La sala del Teatro Regio de Turín Foto RamellaGiannese - фото 4

La sala del Teatro Regio de Turín. Foto Ramella&Giannese - https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=2802036

Capítulo IV

Se trataba de una mujer. Imaginé que fumaba mucho y por eso su voz se había enronquecido por el humo que había pasado durante años por su atormentada garganta. Era aquella a la que había visto caminar a pocos metros detrás de la víctima. Como pude verificar al verla más de cerca, a pesar de que su voz no sonaba muy amable, era casi más de barítono que de contralto, y aunque su edad se acercaba a los 50 años, era una mujer con un atractivo juvenil, pelo rojo brillante, sin duda teñido, pero de apariencia natural, un bonito rostro sin arrugas, boca carnosa, pero no mucho, alta y esbelta; venía hacia mí a paso ligero con calzado elegante y unos tacones cómodos de color azafrán. No llevaba bolso, vestía un abrigo azul de aspecto deportivo con tres grandes bolsillos, dos laterales y uno a la izquierda sobre el pecho, todos llenos, bajo el cual asomaban unos cinco centímetros del bajo de un vestido largo dorado.

Parándose delante de mí, me preguntó:

—Usted es el señor Ranieri Velli, ¿verdad?

—Um… sí. ¿Nos conocemos, señora…?

—Señorita: señorita Luisa Manforti. No, no nos conocemos, señor Velli. He leído algunos de sus libros y su foto aparece en las tapas ¿entiende? Además, como tengo que leer por mi trabajo varios diarios, conozco su firma en la Gazzetta del Popolo. Señor Velli, sé quién era el muerto. No quise decirlo antes, en medio de toda aquella gente.

—Cuéntamelo.

—Era el ingeniero Rodolfo Mangiaforni, uno de los dos subdirectores del grupo industrial Italiavolo. Lo conoce ¿verdad?

—Sí, es muy conocido.

—De primer nivel. Tiene fábricas en Turín, Milán y Nápoles.

—La he visto caminar detrás de la víctima, señorita. ¿Era casualidad o tenía algún motivo?

—Yo era su escolta privada, señor Velli. Éramos tres personas para su protección, en turnos de ocho horas cada uno. Esta noche me tocaba a mí. Por desgracia… no he podido cumplir con mi trabajo, ese maldito perro apareció como un rayo.

—Lo he visto, señorita, y estoy de acuerdo. Habría sido muy difícil conseguir detener a tiempo a un animal como ese y no debe culparse. Pero ahora debe perdonarme si paso a otra cosa, soy periodista y hago mi trabajo: ¿podría darme alguna información más sobre la víctima?

—Solo lo que me confesó el propio ingeniero, una vez que estaba sorprendentemente alegre y dispuesto a conversar, pues normalmente era muy cerrado: había sido comandante partisano, habiendo recibido después de la guerra la medalla de oro de la República Italiana al valor militar: el 8 de septiembre de 1943, fecha del armisticio de Italia con los aliados, estaba cumpliendo su servicio militar como subteniente de complemento del cuerpo de ingenieros de la Fuerza Aérea Real, con sede en el aeropuerto dePiacenza-San Damiano . Los antiguos aliados alemanes, seguro que lo sabe, ya presentes en parte a nuestro lado en nuestro territorio, nos invadieron brutalmente con multitud de tropas inmediatamente después del armisticio y empezaron a detener y a deportar a sus campos de concentración a nuestros militares, que habían sido abandonados sin recibir órdenes de los de más alta graduación de nuestras Fuerzas Armadas. Mangiaforni no solo consiguió no ser detenido por los alemanes, sino que no se dio por vencido y creó, con parte de sus aviadores y civiles locales, una milicia de voluntarios por la libertad, como llamaban los dirigentes del CLN 12 a los partisanos, una brigada que al principio no era grande, pero que había incorporado luego bastantes combatientes entre los muchos jóvenes reclutas que no querían servir al reconstituido régimen fascista. Entre los últimos meses de 1943 y abril de 1945, Mangiaforni y los suyos llevaron a cabo en Emilia muchas acciones contra alemanes y fascistas. A pesar de eso, según me contó, tras la Liberación, en lugar de disfrutar por un tiempo del éxito donde había llevada a cabo sus acciones con sus hombres, dejó a su segundo el mando de la brigada, ya solo dedicada a festejar, comer, beber y disparar al aire y volvió humildemente a su casa en Turín, al contrario que la mayoría de los demás partisanos.

—Hizo bien. Yo tenía entonces solo quince años, pero ya tenía opiniones políticas concretas y, como mis padres, detestaba el nazifascismo. Yo era un joven alegre y, sin embargo, en las semanas posteriores a la Liberación, me sentía molesto cada vez que veía pasar junto a mí por la calzada, sin ningún destino y haciendo sonar las bocinas, automóviles y camiones llenos de partisanos cubiertos hasta los dientes de armas. Daban la impresión de estar borrachos. Tal vez yo era demasiado inflexible al ser muy joven, pero aun así sentía que aquellas cosas dañaban la memoria de los mártires de la Resistencia: otra cosa fueron los exultantes desfiles posteriores a la victoria, que también yo aplaudí con alegría, distintos de algunos teatros posteriores.

—Sí, señor Velli, por no hablar de aquellos falsos justicieros desatados que, ensuciando el honor de los demás partisanos garibaldinos, bajo la cobertura de banderas rojas se dedicaron a actos de violencia indiscriminada y venganzas personales, 13 un poco en todas partes del norte de Italia, pero especialmente en aquella zona de la Emilia Romaña a la que se llamaría el triángulo de la muerte. 14 Para mí fue algo especialmente amargo, porque también mis queridos abuelos fueron víctimas inocentes.

—Cuéntemelo, por favor.

—¿No le aburro?

—No, señorita, la escucho con atención.

—Mientras que la familia de mi papá era de Moncalieri, 15 mis abuelos maternos eran de Reggio Emilia: mi padre conoció a mi madre por unas cortas vacaciones en el mar en las que coincidieron en Cesenatico. El abuelo Luigi trabajaba como ortodontista en un laboratorio propiedad de un oficial de alto rango de las brigadas negras, 16 alguien a quien raramente se le veía en el laboratorio, al dedicarse a hacer torturar y matar a patriotas capturados. Poco antes de la Liberación, ese criminal desapareció, dejando el negocio en manos del abuelo, que, igual que la abuelaMarianna , no era ni fascista ni combatiente antifascista, sino uno de los muchos no alineados que solo buscaban sobrevivir, haciendo lo posible por esquivar las redadas nazifascistas y no morir bajo una bomba aérea estadounidense. Una tarde, estábamos a mediados de mayo de 1945 y hacía poco que había acabado la guerra, dos hombres y una mujer fuertemente armados entraron en el laboratorio vociferando desde la puerta: « ¡Sal, fascista asesino! ». Por lo que dijeron algunos vecinos luego a mi abuela, personas que en aquellos días turbulentos vivían prudentemente ocultas en su casa, pero no se habían tapado los oídos, esos tres, al ver la mesa de trabajo del único presente, mi abuelo, se aproximaron a él lanzándole insultos y le ordenaron gritar: ¡Abajo el duce! , cosa que evidentemente él hizo de inmediato. Inútilmente. La mujer le dijo: « Ahora ya no gritas viva el Duce, ¿eh? ¡Asqueroso escuadrista! Ahora ya no podrás asesinar a inocentes ¿eh? » Debieron confundirle con el dueño. Sin permitirle explicarse, inmediatamente los tres le golpearon la cabeza con las culatas de sus ametralladoras y fusiles, lo arrastraron fuera, más muerto que vivo, le colocaron al cuello un cartel en el que ponía: Esto le pasará a todo verdugo fascista y lo colgaron de una farola. Mi abuela, al ver que no llegaba a cenar, fue a buscarlo al laboratorio y se encontró de frente con ese horrible péndulo.

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