Andres Perez - Obertura

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Seis cuentos que describen personajes del ámbito rural y de las poblaciones pequeñas de la Argentina, con sus conflictos y carencias, que pueden ser reparadas con el sentido de la justicia y de la educación.

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Yeshua recuerda esos días y se pregunta cómo pueden usar las leyes de Dios para condenarlo. Cinismo y oportunidad. El ojo de la aguja. Quiere reírse y no puede. Le duele el flagelo. Trata de guardar energías. El calor húmedo no mitiga la sombra de la mazmorra que le ennegrece las carnes abiertas, los coágulos secos que le tironean los surcos que abrió el flagrum. Sabe que tensó la cuerda al sacar a Lázaro de su último descanso. Fue unos días después de que Caifás revelara la imposibilidad de resurrección ante un grupo numeroso aglutinado en el Patio de los gentiles. Yeshua reconoce que una fuerza poderosa lo ha llevado a ejecutar tantas casualidades: la muerte de Lázaro en Bethania, dos horas a pie de Jerusalén, tan cercana a las declaraciones del Sumo Sacerdote, el amor que siempre le dieron en ese caserío, el llanto de las mujeres, la piedra aún sin cerrar, la amistad con Lázaro, el misterio de sus manos. Esa fuerza poderosa lo ingresó en tierra hostil, lejos de Galilea, del lago Genesaret, del calor de los pescadores. “¿Por qué estuviste allí, Padre, y no estás aquí evitándome estos dolores?”, se pregunta.

Se acercan. ¿A burlarse o a pegarle? Oye risas abriendo la puerta descuadrada. Chirrían los herrajes mal encajados y una mano cálida lo levanta de la axila. Es un soldado con ojos de niño y rostro envejecido. Se siente extrañamente protegido por esa compañía que lo lleva por un largo corredor hacia el patio donde lo azotaron. Se aboca a creer que Él lo está llevando pero la respiración se le entrecorta cuando alguien que nunca vio le agrega un flagelo más, esta vez a su cuero cabelludo. Siente desmayarse porque una espina le ha abierto una vena en la frente. Le fluye sangre sobre el ojo izquierdo. Le acomodan la corona y le limpian un poco la cara. El dolor multiplica la agonía.

Yeshua sale a la luz que le achica las pupilas y lo ciega de murmullos. Apoyada a una pared, junto a la puerta de salida a la calle, está la viga que sostendrá sus brazos en un breve tiempo. Alucina de sangre y delira frases inconexas, mientras lo empujan a la marcha. Dice “Caifás” y dice “desahuciados” y “pobres” y “justicia” y “reino” y “poder”. Y dice “injusto” y dice “paz” y “mujer” y “dignidad” y “alimento”. Luego se arrodilla y dice “perdón”, en tanto le calzan la viga poderosa que le presiona la corona en el hombro derecho. Yeshua mira al cielo como si la viga hubiera sido una respuesta irónica a sus reclamos.

Judas Iscariote se recuesta sobre el terraplén del cauce seco. Buscó un árbol para terminar con su vida, pero no tuvo suerte. Los más altos están cerca de los poblados y los más retirados están secos o son bajos. “Por qué a mí, Señor”, ruega al cielo del Valle del Cedrón. Se lamenta de haber señalado al Rabí, a la persona que más quería en el mundo, por quien había dejado sus animales y su casa de Keriot. Por él se había privado de las raciones de comida en las noches del desierto riguroso. Por él había llevado los dineros de la comunidad de harapos, que se multiplicaba en panes cuando más escaseaban. Siempre marchaba a su derecha. Siempre lo aconsejaba en los viajes, en los senderos, en las estaciones del tiempo. Siempre compartían el plato de la escasez. Siempre se encargaba de las celebraciones, como la cena reciente del catorce del Nisán, donde el Maestro le anunciaría su traición. Yeshua lo había calmado, diciéndole que no estaba en sus manos, que la obra de la traición estaba decidida.

“Por qué a mí, Señor”, se lamenta Judas Iscariote. Cree que el suplicio es su condena a vivir con la culpa. Avanza el valle hacia un soto donde espera encontrar un árbol cómplice que apague la luz interna que lo martiriza. Su nombre no tendrá descendencia. Grita por esa desgracia y una saliente del barranco le muestra la rama del cercis que lo espera con sus raíces aferradas a una roca amarillenta. El camino está cerca. Lo hará de prisa. De la rama afloran marcas de otras cuerdas.

Yeshua se desarma de dolor ante la viga de ciprés que sostendrá a sus brazos. No llegará, dicen algunos que lo miran desde los techos. Menos así, arrastrándola. Piensan que si la llevara alzada… No, no podría levantarla. Observan el tamaño y la comparan con su cuerpo raquítico. El desierto lo ha debilitado en sus ayunos. La escasez de agua en los últimos días potenció la oscuridad de su semblante, enrojecido por el maltrato y la sangre coagulada. Semidesnudo, causa gran impresión en las escasas mujeres que se arrimaron a verlo, y los hombres lo contemplan en silencio al costado de la calle, intrigados por el dolor que ven transitando ante sus ojos. Los guardias romanos imponen a la marcha una velocidad que no soportará el condenado. Solo sus pasos golpeando en la calzada sacuden el aire.

Al abrirse la calle, son más los curiosos. Amaga un murmullo. Yeshua trastabilla y cae estrepitoso. El silencio ensordece. Los guardias romanos se han detenido. Deberán tomar una decisión que no desean. La multitud se anima a murmurar de a poco, no quieren provocar tensiones cerca de los guardias romanos. Algún testigo sin cara y sin voz maldice al condenado. “Traidor”, dice. O algo así. Y otro se anima y repite. Y otro y otro. Enciende el yesquero y todos empiezan a agregar calor al desfile flaco y enrojecido de esa marioneta que se mueve apenas, a penas, para agregar denuesto a sus dolores. Los guardias romanos le indican a uno que cargue con la viga y que abra camino entre la turbamulta. Yeshua recupera su altitud, ya sin la viga, al tiempo que recibe un piedrazo del tamaño de un puño en un omóplato y otro en una oreja. Las afrentas catalizan una lluvia de insultos y piedras que lo hacen tropezar. El condenado, con un gesto austero de dolor levanta sus brazos hacia adelante como tratando de defender su cabeza, sin entrever que así agranda su imagen, que zigzaguea como un borracho en la calle empequeñecida por la turbamulta. Los guardias romanos se ven obligados a usar sus garrotes para abrir el camino entre los curiosos. Caen dos o tres, arrastrados por la gente que retrocede. La procesión debe frenarse pues los caídos reciben golpes para levantarse y son alzados por otros que los acompañan.

Yeshua reconoce a uno de los injuriantes. Lo recuerda tiempo atrás llorando de alegría, interrumpiendo el almuerzo del rabí en el caserío de Betfage. Lo recuerda agradeciéndole por mejorar la salud de su hija. Yeshua tiende las mismas manos que tocaron la frente de la niña y el hombre se llena de vergüenza y calla. Llora en silencio implorando el perdón y retrocede aterrado. Pero no dice nada por temor a la turbamulta. Todos allí temen ante el poder de Caifás, del Sanedrín y del mismo Pilatos. Ya no ven en Yeshua un salvador, un mesías, alguien que los levante de su condición de parias. Lo repudian porque ven la imagen del repudio. Se animan ante él porque ven su poderío caer en pedazos. Así son. Así fueron. Así serán. Siempre. Tras el poder que los oprime, como perros esperando las sobras del amo que los patea en su borrachera. Y el poder sabe eso. Dios también lo sabe, pero deja hacer. No incide ni en los amos ni en los perros. Parece gustarle esta simbiosis macabra. Y eso da pavor a Yeshua.

Yeshua reconoce ante sí la ingratitud. Por ellos ha luchado. Por ellos ha estudiado las escrituras. Por ellos ha discutido hasta el cansancio en el Patio de los gentiles. Por ellos vivióen el desierto y aprendió el oficio de las manos. Por ellos aceptó ser quien es. Su revolución fracasa a mitad de camino, huérfano y desterrado. En el mundo que deja no será dado otorgar la otra mejilla. Quien lo haga será objeto de burla. No morirá la venganza ni claudicará el egoísmo. No se extinguirá la caridad porque no se extinguirá la necesidad.

Yeshua no puede imaginar que esta escena fundará una religión centrada en la idolatría y el privilegio, ni que él será el ícono perfecto del sacrificio. Ese quizás sea su peor final.

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