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Andres Perez: Obertura

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Andres Perez Obertura

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Seis cuentos que describen personajes del ámbito rural y de las poblaciones pequeñas de la Argentina, con sus conflictos y carencias, que pueden ser reparadas con el sentido de la justicia y de la educación.

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Yeshua se acomoda en la oscuridad del pozo saturado de tierra. Los azotes le han abierto heridas en su espalda, pero una da señales de ser grave. No alcanza a tocarla con la mano. Mueve el brazo izquierdo pero le duele el movimiento. El derecho no le responde sin dolerle. Una punta del flagrum le ha abierto la axila. Sabe que su agonía no pasará de hoy; no permiten suplicios en sábado, menos el día de la Preparación. Se aprieta contra la pared húmeda. Decidió que el frío apagaría los dolores. Pero se han potenciado. Se vuelven vívidos y le provocan alucinaciones. Arguye ante sí que es el hijo de Antipater, heredero del trono de Herodes, hijo de la casa de David. Pero no puede decirlo. Sería objeto de burla, como cuando dijo que podía levantar el templo de Jerusalén él solo en tres días. Por momentos imagina un paraíso de artesanos, como sus hermanos esenios, una barcaza en el Genesaret junto a los pescadores que lo siguen, el encuentro con Juan en el vado del río, o riendo con Lázaro y María de Cleofás en las tareas del aceite, o compartiendo la sombra de un granado. Se añora en Efraín contemplando el valle del Jordán, o dentro de un viento de arena en uno de los senderos de Samaria, o en la multitud de Pella.

Yeshua descubre una luz en la rendija de la puerta. Se agranda en el ámbito y a él le resulta otra de las visiones como en Getsemaní. “No entiendo, padre. La bondad no es compatible con los sacrificios. Te arrepentiste de ello cuando detuviste el puño de Abraham. Me incitaste a cuestionar el sacrificio de los corderos en el Templo. Mis hermanos no entenderán esta muerte. Son simples, los conozco, Padre. Ellos creen en la justicia y la necesitan como el pan o como el aire. Saben que el mundo es injusto con los pobres y obsecuente con los ricos”.

Yeshua quiere aclararse las visiones –recientes en la medianoche del huerto- entre la sangre que recorre sus ojos. Se intuye en las horas de la víspera, las rodillas dolientes de piedrecillas y la voz que le interpela el rezo. Cree que Dios le ha abierto un surco en su frente y que le ordena ir a la muerte, como una tragedia griega. No entiende por qué su sacrificio devendrá en la redención de los justos. No entiende por qué en su poder omnímodo no sería un mejor castigo arrasar con la corrupta Jerusalén, con la corrupta Roma, con el corrupto mundo. No entiende por qué entregará a su hijo ante los poderosos, menos poderosos que Él mismo. No entiende y illora. Se entumecen las rodillas bajo su talle.

Yeshua endereza su espalda con gran dificultad. Le duelen los huesos que le han desplazado la espalda sobre la pared húmeda y fría. ¿Y si esa voz –piensa- no es otra que la que lo tentó en el desierto? ¿Y si no es solo él quien alucina? Los levitas ganan, Caifás gana. La maldad gana. ¿Qué lección daré a los poderosos si ellos tienen poder para crucificarme? Se resuelve a imaginar otra lógica, una lógica divina, que prevalezca sobre los tiempos. Se imagina que Él lo envía, soldado noble y bondadoso, para demostrarle al mundo dónde está la maldad. De ser así, se pregunta, por qué a él. Por qué el dolor. Por qué el flagrum y el encierro. Por qué tienen que dolerle las heridas si él logró mitigar las de toda una multitud. “Si salvaste a tantos, sálvate a ti mismo”, le decían unas horas atrás. Y tienen razón. No habría sufrimiento en el mundo que él predicaba. Nadie sería pobre porque nadie sería rico. Los levitas ya no reclamarían su parte en el sacrificio de los corderos. Nadie cambiaría monedas romanas por siclos judíos a las puertas del Templo.

Yeshua sabe que los caminos se cierran hacia la cruz. Pilatos evitará cualquier revuelta. Su carta mayor para el orden es el Sanedrín, ese colegio de jueces vetustos anquilosados en la hipocresía de sus interpretaciones miserables sobre la ley de Dios con la que justifican privilegios. Y esta vez el Sanedrín pide la muerte de quien consideran la fuente de todos los males. Pilatos no entiende, pero tampoco le importa. Su interés radica en que no viajen malas noticias a Roma. Al recostarse para que laven sus pies, piensa que al peregrino se los lavaron con aceite de nardos. Se pregunta si verdaderamente dice la verdad al proclamarse rey.

Yeshua recuerda a esa misma turbamulta aclamándolo en su entrada a la Ciudad Sagrada, triunfante y flaco de las precariedades del desierto. Se pregunta y calla. En tres días cambiaron de opinión. Su revolución de amor se aplastó en los murmullos de los infamadores contratados. Hicieron fábula de dichos que nunca dijo y de acciones que nunca ejecutó. Tergiversaron sus prédicas. Los esenios prefirieron la paz, no intervinieron por la simple filosofía de que el devenir traerá justicia en el fin de los tiempos. Los zelotes observaron expectantes la conveniencia de los acontecimientos para su causa, pero al tiempo descubrieron que su sacrificio o su liberación lo mismo daban. Hubo de encerrarse en su pequeño grupo, los que habían probado con él los mismos rigores de la carencia. Pero las murallas de Jerusalén apretaban.

No buscan justicia, piensa Yeshua. Venganza, en todo caso. Por eso de la mujer de Liezer, del mercado de granos. El hombre se había manifestado en la desgracia del cornudo, de forma tan vehemente que nadie pudo dejar de notar que no había lugar a otra cosa que la lapidación. Los fariseos se interesaron por el caso con la intención moralizante de poner en ridículo al predicante de los desterrados del mundo, ese mugriento que expone ante los simples las Sagradas Escrituras que solo ellos deberían interpretar. Querían ponerlo a prueba luego de que este los cuestionara en todas sus acciones. Lo habían llevado con los infamadores para sacarlo de sus cabales. Pretendían sensibilizarlo y ponerlo en contra de las escrituras que él defendía; hacerlo caer de bruces ante la realidad de sus sometidos, precisamente ante una pecadora yacente enterradas sus piernas y atadas las manos a sus espaldas. Las piedras se habían juntado por montones y el primero era Liezer. Su hijo de nueve años, su hija de seis, miraban absortos los surcos de lágrimas, el pecho desnudo, los cabellos grises de tierra. Los murmullos de la calle anticiparon la llegada de Yeshua. El esposo estaba avergonzado por el lugar adonde había llegado su reclamo. No quería ser partícipe de la confrontación, pero era el principal actor de la farsa. Dos fariseos confrontaron a Jesús señalando al pobre hombre. Dicen que Yeshua le preguntó: “¿Siempre fuiste fiel a tu esposa?”. Dicen que el hombre trastabilló en una retirada vergonzosa. Sus hijos cesaron el llanto y fueron a tapar el pecho descubierto de su madre. La abrazaban y acariciaban su pelo. Los fariseos, desconcertados optaron por irse calle abajo. En un rato no quedaba nadie. Solo la vergüenza.

Yeshua no se arrepiente de la vida sacrificial que ha llevado. Soñaba un poder terrenal capaz de llevar bienestar a los desahuciados del mundo. Consentía un mundo digno de ser vivido, sin dolor ni hambre. Creía firmemente en no replicar violencia a las agresiones y, en innumerables ocasiones, se había impuesto sobre el “ojo por ojo” de las escrituras. Los despojados se desorientaban ante su retórica, pero entendían que su prédica los contenía. Los apóstoles habían propagado historias increíbles de multiplicaciones y curaciones milagrosas. Él sentaba a la multitud y les contaba historias simples sobre cómo actuar ante los desafíos de Dios. Algunos de esos relatos contradecían el credo convencional, como en la parábola del hijo pródigo. Insistía con dar oportunidades a los descarriados, los pecadores, los desahuciados. Y era irreverente con quienes se avenían a una vida obediente con las escrituras. Esto desorientaba a los fariseos y a los levitas, que no sentían necesidades de robar o mentir. Desorientaba a los ancianos y a los escribas y a los estudiosos de la Torá. Porque Yeshua había leído también. Lo conocían desde chico, en época del Templo flamante. Y desde chico se había manifestado en el conocimiento práctico de los textos y en la práctica sacrificial de sus enseñanzas. Y era incisivo con la hipocresía de quienes guardaban para sí más de lo que daban a los pobres. Con el tiempo había devenido un cierto interés por los esenios, una secta que practicaba la comunidad de bienes y la intolerancia a la violencia. Los había visto en Egipto, en su infancia, pero más en algunas ciudades de Galilea. Compartía su prédica y su forma de actuar. Prefería una interpretación poética de las Escrituras, era casi despectivo con los sacrificios de animales o la circuncisión. Acude a su memoria la eterna discusión sobre el prójimo. Al fin y al cabo todo se resume en los hombres y su prójimo.

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