Ramón Vega - La Fábrica

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El autor de este libro, que utiliza el seudónimo de Ramón Vega, trabajó 10 años en la fábrica de Mercedes Benz de la Localidad de Virrey del Pino, partido de la Matanza, Provincia de Buenos Aires, entre 1974 y 1984.
Relata su experiencia de trabajo en la planta automotriz de la multinacional alemana en la convulsionada y trágica década del 70´, signada por una extendida violencia política y grandes conflictos gremiales que desembocaron en marzo de 1976 en una tenebrosa y sangrienta dictadura cívico-militar.
Ramón Vega publica este libro en memoria de todos los obreros de esa fábrica asesinados, torturados y desaparecidos, con la intención de que esta historia intensa y trágica sea conocida por las futuras generaciones, particularmente por las nuevas generaciones obreras.

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El ingreso

El 20 de noviembre de 1974 me llegó una notificación laboral muy esperada por mí. Un telegrama que decía: «Preséntese el 24 de noviembre, a las siete de la mañana puntual en la oficina de personal de la fábrica Mercedes Benz Argentina, en Ruta Nacional Nº 3, kilómetro 44, Virrey del Pino, La Matanza».

Lo recibió mi esposa con quien me había casado hacía apenas dos meses. Mi domicilio provisorio era una habitación en la casa de mis suegros. Yo trabajaba en Decker, una metalúrgica en el barrio de Barracas de la Ciudad de Buenos Aires. Un trabajo agotador y muy mal pago. Viajaba todos los días desde Gregorio Laferrere, provincia de Buenos Aires, para trabajar en turnos rotativos semanales, mañana, tarde y noche, y en malas condiciones laborales.

Ese 20 de noviembre llegué a mi domicilio a las once de la noche y mi esposa me recibió con la cena. Tenía una sorpresa: «Te llamaron para trabajar en la Mercedes Benz». Me puse contento por varias razones. La fábrica ponía transporte sin cargo ida y vuelta, el viaje desde mi casa hasta la fábrica eran tan solo treinta minutos y sabía que pagaban mucho más que donde yo estaba trabajando. De hecho, triplicaba el sueldo. No se confundan, no era para volverse millonario, era solo una buena mejora salarial. Lo que más me intrigaba era saber las condiciones laborales, ya que en Decker eran deplorables. Además, los delegados gremiales parecían capataces y no delegados, respondían al burócrata sindical metalúrgico Lorenzo Miguel.

El 24 de noviembre llegué bien temprano a la estación Laferrere, el micro venía de Avellaneda y era la última parada antes de llegar a la fábrica. Pasaba por la estación a las 6:15 y a las 6:45 estaba en la puerta de la fábrica, donde había varios molinetes de ingreso custodiados por guardias privados.

Me presenté en la oficina de personal, se corroboraron mis datos, y se confeccionó mi ficha. El trámite duró treinta minutos. Tenía veintidós años recién cumplidos. Llamaron entonces al encargado de turno de la sección foguistas, lugar donde iba a pasar diez años de mi vida laboral, quien me dio la bienvenida. Era una persona amable y simpática. Me explicó que estábamos en la planta 2, la cual se ve desde la Ruta 3. Las plantas son galpones donde están las líneas de producción. En la planta 2 estaba la oficina de personal y las líneas de montaje. La planta 1, la planta vieja, fue la primera de las plantas que construyó MBA cuando se instaló en la Argentina en la década del cincuenta.

Me indicó que trabajaría en la planta 1, que estaba distante a quinientos metros, aproximadamente. Esta planta tenía un estilo de construcción de fábrica alemana como la que veíamos en las películas de la Segunda Guerra Mundial. Mitad pared de ladrillo y chapas acanaladas de fibrocemento, igual que el techo. Me dio muy mala impresión desde el punto de vista de las condiciones laborales, ya que tenía expectativas de encontrarme con una planta moderna. Nada de lo que yo me imaginaba, todo lo contrario, era deprimente y de mal aspecto. Estaban los compañeros trabajando, concentrados en sus tareas en las distintas secciones y líneas de producción. Pensé para mis adentros: «Para ser una multinacional alemana de tanta propaganda y prestigio ¡esto es una verdadera mierda!».

El encargado seguía mostrándome dónde sería mi ámbito laboral. Los turnos de trabajo eran cuatro de lunes a viernes. El de la mañana de 5 a 13, el de la tarde de 13 a 21, el de la noche de 21 a 5 y el normal de 7 a 16:30. Este último turno era el más numeroso, estaban todas las líneas de producción con los administrativos y jefaturas.

En el caso concreto de los foguistas tenían los turnos de mañana, tarde y noche, con la particularidad que los que tenían el turno noche arrancaban el domingo a las nueve. Como era un día no laborable, la paga de horas extras era al 100% y como por ley no se puede obligar a hacer horas extras, el encargado me avisó que cuando me tocase el turno noche era implícitamente obligatorio estar porque se ponían en funcionamiento todos los servicios de producción para que estuvieran en marcha cuando empezara el turno de las cinco y los obreros del sector tuvieran todos los elementos para arrancar.

También me comunicó que en la planta 2, al igual que en la planta 1, éramos dos foguistas por turno. Cada uno tenía que atender una equis cantidad de equipos. A mí me tocaba atender una caldera y la calefacción del vestuario de la planta 1, una caldera y suministro de vapor para ollas gigantes del comedor que era para seiscientos comensales por turno aproximadamente, un horno de secado grande a gasoil que suministraba aire caliente para secar piezas recién pintadas como guardabarros, puertas, etc., y la calefacción de la Planta 1 que eran unos cuantos aparatos cilíndricos que inyectaban aire caliente alimentados a gasoil. Con este último sistema de calefacción también calefaccionaba otros galpones, como ser el taller experimental donde trabajó el nazi Adof Eichmann y otro taller donde estaban los mecánicos y electricistas de mantenimiento de los equipos de producción.

El encargado me avisó que el último turno de almuerzo era a las 13:30. Amablemente me invitó a almorzar y le agradecí, nos pusimos en fila como todos los trabajadores que iban ingresando al comedor. Me dio un ticket de comida que equivalía a un almuerzo que se les proveía todos los meses a los trabajadores a un precio muy bajo. La calidad y el precio del almuerzo era una conquista laboral, producto de una huelga que los trabajadores hicieron por el costo y las características del menú. El almuerzo, debo reconocer, era muy bueno. Consistía en una entrada, plato principal, postre y bebida sin alcohol. Con el tiempo observé que había compañeros que se las ingeniaban para gozar de su copa de vino. A las dos de la tarde salimos del comedor, nos dirigimos a la planta 2 y me presentó a los dos compañeros que estaban en el turno tarde, me saludaron amablemente y me preguntaron la edad. Yo también a ellos. Uno cuarenta, otro cuarenta y cinco, con diez años de antigüedad cada uno. El de cuarenta, el Gallego. El de cuarenta y cinco, el Mocho (el apodo era porque le faltaba el pulgar izquierdo). Estaban en un costado de la cabina de pintura, era el equipo más sensible que atendían.

Cada foguista tenía un locker . En los lockers se guardaban las cajas de herramientas y los objetos personales. Había un aparato de teléfono interno por el que eran solicitados sus servicios de distintos sectores de producción. Eran muchos equipos y la planta 2, la más nueva, era muy grande. El encargado me hizo entrega de mi indumentaria laboral. Consistía en dos juegos de camisa, un pantalón color azul, todo con el logo de la empresa, y un par de borceguíes de seguridad. Me dijo que al día siguiente me proveería de una caja de herramientas para el service de los equipos que yo debía atender.

Eran las 14:45 cuando el encargado me dijo que su tarea estaba terminada y que yo quedaba liberado hasta el día siguiente cuando ingresase al turno tarde a la una en la planta 1. Me aclaró que no me podía retirar de la fábrica hasta las 16:30, porque era la hora en que pasaba el mismo colectivo que me había llevado a la fábrica para regresar a la estación Laferrere. Sonó el teléfono interno, atendió el Gallego y avisó que lo llamaban de un horno de templado que él atendía. Se subió a una bicicleta con su caja de herramientas y se fue. Esta tarea, dependiendo de la complejidad del desperfecto, podía tardar una hora o más. Inmediatamente el Mocho, que era un compañero divertido y extrovertido, me invitó a tomar mate en el lugar de los lockers . Me parece porque le caí bien. Aprovechando que estábamos solos me empezó a comentar como era la «movida» laboral en esa monstruosa fábrica donde trabajaban aproximadamente cuatro mil obreros. Ese gesto se lo agradecí toda mi vida. Entonces, tuvimos este diálogo:

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