Miquel Molina - Proyecto Barcelona

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El debate es Barcelona. El punto de partida, una sensación compartida: la capital catalana ha perdido impulso mientras otras ciudades competidoras lo ganan. Es el momento de redefinir estrategias, de implicar a todos los agentes, de marcarse metas con la vista puesta en los nuevos ejes del futuro: movilidad eléctrica, entorno saludable, digitalización, inteligencia artificial…
Miquel Molina recorre aquí los poderes de Barcelona, sus ferias, sus museos, sus empresas punteras. Se habla de las supermanzanas, discutidas aquí y alabadas fuera, de las zonas canibalizadas por el turismo que podrían refundarse inyectando actividad económica y oferta cultural, de capitalizar el sesgo progresista de la ciudad para liderar encuentros mundiales, por ejemplo, sobre humanismo tecnológico…Se acercan las municipales y ya se atisba un año 2023 con importantes aniversarios de proyección internacional (Picasso, Miró, Tàpies…). Barcelona siempre se ha servido de eventos singulares como trampolín para reinventarse. Ahora es el momento. Debate, propuestas, realidades.

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Su mención al arte como un agente de cambio y progreso me sugiere una pregunta. En tanto que barcelonés. ¿En qué momento dejamos de apreciarlo? ¿En qué momento permitimos que languidecieran las esculturas de Muñoz, Oldenburg, Serra, Chillida, Mariscal, Tàpies, Plensa, Horn, Kounellis o Liechtenstein? ¿Por qué ya no se encargan hoy esculturas a los grandes artistas para que ese museo al aire libre que es Barcelona incorpore el siglo XXI a su colección? Las obras de esos genios del pasado están aquí, razonablemente bien cuidadas. Esperando a que las nuevas generaciones las reconozcan como lo que son: expresiones de talento que apelan a la sensibilidad. Una invitación a levantar la mirada y a sorprenderse. No sería ni costoso ni complicado prestigiarlas, elevarlas otra vez a la categoría de arte.

Bastaría con que los estudiantes de teatro representaran a Pirandello junto a los hombres pasmados de Juan Muñoz. Espacio hay de sobras. O programar conciertos de jazz al lado de las balanzas de Jannis Kounellis en la placita que hay frente al Centre Cívic de la Barceloneta, donde nadie explica que aquello es una obra de un pionero del arte povera. O trasladar actividades culturales junto a los imponentes Mistos de Oldenburg, otra joya oculta de la ciudad. Conferencias en el mural de Keith Haring, conciertos de verano en la obra playera de Rebecca Horn, una exposición retrospectiva sobre la gran cosecha de esculturas de 1992...

Barcelona precisa de estímulos y puede encontrarlos en el arte. Pero también más allá.

La escultura no es el único activo que está desaprovechado en una ciudad que necesita proyectos e ilusiones. Ni siquiera se trata solo de la cultura. Hay muchos recursos en todos los ámbitos que movilizar antes de caer en la tentación de la queja y el agravio. Hay una creatividad efervescente que se manifiesta a través de la tecnología, la ciencia, la gastronomía, el deporte, las start-ups, las industrias avanzadas, la economía verde, la economía azul, la economía alimentaria, la economía circular, las políticas urbanas o la crítica social. Hay una cultura de grandes eventos pendiente de que se active el botón de reinicio. Hay energía política que canalizar hacia causas globales. Hay un tejido comercial maltrecho, pero con capacidad de reacción. Una infraestructura turística donde abundan los ejemplos de trabajo bien hecho, pero que tal vez tenga que adaptarse a un nuevo contexto más volátil. Hay proyectos incipientes esperando impulso, aniversarios que pueden ser el pretexto para alinear iniciativas de éxito. Y tendría que haber, sobre todo, voluntad de reactivar la ciudad.

Reactivarla no es lo mismo que reinventarla. Barcelona suma dos milenios de historia y no tiene que reinventarse. Málaga se ha reinventado como destino de turismo urbano a partir de la cultura. Con mucho mérito ha conseguido crear una red de atractivos culturales que la han situado entre las ciudades más dinámicas del país. Es un modelo por su determinación de proyectarse a través del arte, el teatro o el cine. Pero hasta ahí llegan las comparaciones. Hay ciudades que tienen que reinventarse y otras, en cambio, deben tratar de reencontrarse con su mejor versión.

Barcelona se adentra en un contexto económico siniestro. El sector turístico, que antes de la pandemia aportaba un 13% del PIB (se estima que su peso puede superar ampliamente un 20% si se contabilizan efectos indirectos) aún no se ha recuperado del golpe. La Cambra de Comerç de Barcelona calcula que en el 2020 la ciudad dejó de ingresar alrededor de 25.000 millones de euros por el frenazo a la llegada de visitantes. Los turistas han vuelto, pero esta industria está aún lejos de poder inyectar el volumen de recursos que requiere una ciudad tan volcada en el sector servicios como esta. Las ciudades con una dependencia extrema del turismo sufren más que el resto en contextos de gran incertidumbre. Lo sabíamos, pero nos daba igual.

A todo ello hay que sumar la destrucción de empleo en muchos sectores. La merma de tejido empresarial comienza a pasar factura. Barcelona corre el grave riesgo de estancarse como una ciudad de sueldos bajos. En el 2020, Madrid, País Vasco y Navarra superaban a Catalunya en salario medio bruto, según datos del INE. Si se convierte en tendencia, esta desventaja puede acabar siendo un lastre para la captación y retención de las personas más capacitadas.

También se extiende la sensación de que el traslado de sedes sociales empieza a pasar factura. Como se temía, la desbandada de miles de compañías a ciudades como Valencia, y sobre todo Madrid, hace que algunos altos ejecutivos pasen ya más tiempo fuera de Barcelona que en ella. El desplazamiento de las personas que toman las decisiones sobre patrocinios o inversiones es un proceso lento pero difícil de contener, sobre todo cuando Madrid se ha liberado de sus complejos y antepone su crecimiento a cualquier atisbo de equilibrio territorial. La capital se ha ido y Barcelona, en manos cada vez más de delegados y subdelegados, se ha descapitalizado, sin que se escuche una voz unánime que reclame el retorno de las sedes. Lo han empezado a plantear las patronales, aunque son conscientes del escollo que suponen el asunto de la seguridad jurídica y la brecha fiscal. El argumento de que el traslado de sedes es simbólico y no tiene consecuencias en la práctica ya no se sostiene.

Mientras tanto, el concepto de sociedad civil cae en desuso. Las nuevas generaciones de la burguesía desisten de seguir el ejemplo de sus mayores y apenas reinvierten en la ciudad. Hay excepciones, claro, pero se acentúan tendencias como la inversión en bienes inmuebles y el traslado del patrimonio a entornos fiscales más amables. Está por ver en qué momento las fortunas de nuevo cuño del ámbito de la tecnología asumirán ese papel dinamizador que en su día jugó la vieja economía, si es que algún día llegan a hacerlo. Conectar el capital de esa nueva economía con los proyectos de Barcelona es un reto mayúsculo de la ciudad. Para lograrlo habrá que reventar no pocas burbujas.

Las heridas de la crisis serán profundas y sangrarán durante mucho tiempo. Se empieza a intuir que distritos como Ciutat Vella están dando un salto atrás de varias décadas. El trabajo de muchos años para corregir desigualdades se ha venido abajo por el frenazo económico. Se disparan los desahucios, y hay más gente que nunca durmiendo en la calle. La situación será igualmente delicada en muchos barrios metropolitanos y en municipios de toda Catalunya. No es un problema exclusivo de Barcelona. Todas las aglomeraciones urbanas sufren una sacudida que agrandará la brecha social. Madrid no es una excepción. De hecho, es la comunidad con más desigualdad de España.

De la mano de este empobrecimiento ha llegado también un preocupante incremento de la inseguridad, otro de los grandes desafíos de los próximos años. Asumir entre todos que la seguridad no entiende de ideologías ayudaría a impulsar las soluciones correctas. La falta de seguridad suele perjudicar a quien menos tiene. Un ejemplo es la proliferación de narcopisos, una epidemia que se ceba en la población de Ciutat Vella y que las administraciones no han sabido atajar a tiempo. La incapacidad de impulsar una reforma legal que combata la multirreincidencia está también en el debe de las administraciones.

Tampoco ayuda la proliferación de actos violentos en la calle. Que esta sea un fenómeno compartido con otras ciudades no resta trascendencia al problema: Barcelona ha realizado un esfuerzo superior al resto para proyectarse al mundo, y esto la hace más vulnerable en cuestiones de imagen. Para Barcelona tienen un coste extra las fotos del espacio público vandalizado. La economía barcelonesa se ha especializado en los últimos tiempos en la capacidad de atraer talento y visitantes. Y esa economía necesita del escaparate. Igual que las tiendas. De un escaparate de postal en el que primen la cultura (en un sentido amplio que incluya la gastronomía, el diseño o la educación), todas las formas de innovación y, sobre todo, el equilibrio social. No ayuda en este sentido el desprestigio de las fuerzas de seguridad favorecido por las propias administraciones para aplacar a los sectores más antisistema.

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