Philippe Claudel - Inhumanos

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Por Navidad, tres hombres, comprados y atados al árbol, terminan enterrados en el fondo del jardín. Un galerista vende los cadáveres de personas sin hogar que se han congelado frente a su ventana, como si fueran esculturas de artistas. Durante su estancia en un pueblo de vacaciones, a una familia le encanta salir al mar en barco para volcar y hundir frágiles embarcaciones de inmigrantes. En esos mismos hogares, por el bien de la ecología, comen los cadáveres de sus ancianos en lugar de incinerarlos, o visitan un «parque de pobres» donde los necesitados son deportados después de haberlos acorralado, registrado, tatuado y regalado un hermoso uniforme a rayas, y un tal Brognard repudia furioso a su esposa porque les ha dado de comer cuando está prohibido, y viéndose pobre esta acabará en ese mismo parque… Nos hemos convertido en monstruos. Podríamos lamentarlo, pero es mejor reír. «Cortas, envolventes, por momentos preocupantes, tan poéticas como realistas, así son las novelas del escritor francés Philippe Claude» Jacinta Cremades, EL CULTURAL «Philippe Claudel es el autor del libro más objetivamente inhumano de nuestro siglo, el más horrible, el más espantoso» Jean-Louis Enzine, LE MAGAZINE LITTÉRAIRE «La degenerada posthumanidad de Philippe Claudel espeluzna porque tampoco nos resulta tan ajena» Miguel Artaza, Pergola «Inhumanos es la desaparición absoluta de todo sentimiento de humanidad» Pierre Vavasseur, AUJOURD'HUI EN FRANCE «Claudel busca respuestas globales en dramas pequeños» Juan Carlos Galindo, EL PAÍS

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Philippe Claudel

Traducción de Mercedes Pacheco Vázquez Esta obra ha recibido una ayuda a la - фото 1

Traducción de

Mercedes Pacheco Vázquez

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y - фото 2

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

Título original Inhumaines Inhumaines Éditions Stock 2017 De la edición - фото 3Título original: Inhumaines Inhumaines © Éditions Stock, 2017

© De la edición en castellano: Bunker Books, 2021

© De la traducción: Mercedes Pacheco Vázquez, 2021

Ilustración de cubierta: © Erick Centeno

Fotografía de solapa: © Dominique Kucharzewski

Diseño de cubierta: © Cristal Reza

Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña

www.bunkerbooks.es

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-123558-8-8

Depósito legal: CO 749-2021

El ser humano es un riesgo que hay que asumir

Kofi Annan

I

El placer de regalar

Ayer por la mañana compré tres hombres. Un capricho repentino, extraño e irracional. Es Navidad. A mi mujer no le gustan las joyas. Nunca sé qué regalarle. La dependienta me los empaquetó. No fue fácil. Se resistieron un poco. Los coloqué bajo el abeto. No esperamos a medianoche. Por qué tres. Uno para cada orificio. Muy gracioso. Mi mujer no parecía contenta. Sabes de sobra que ya no practico sexo múltiple. Lo había olvidado. También nos aburrimos de eso. Yo mismo perdí el deseo. Hace un año estuve tentado de castrarme químicamente, pero los efectos secundarios me echaron para atrás. Aconsejado por Legros, me he hecho socio de un club de bridge. Juego todos los jueves. Está bien. También soy miembro de un club de vinos. Tengo una bonita bodega. Pero eso también me aburre. Tinto o blanco, el vino no es más que vino. Y la vida todavía es larga y lenta. Comimos tronco de Navidad. Un poco. Me sacio enseguida. Los vecinos tenían invitados. Había ruido, música, risas. Cómo hacen para reírse todo el tiempo. Los tres hombres encadenados bajo el abeto nos observaban en silencio. Por qué un negro. Por qué no. Mi mujer se encogió de hombros. Subió a acostarse. Yo no podía dejar a los hombres en la sala de estar. Intenté hablar con ellos. Decirles que me siguiesen. No se movieron. Intenté levantarlos. No se dejaban. No querían andar. Los arrastré hasta el garaje. Los amarré al banco de carpintero. Regresé junto a mi mujer. Ya estaba dormida. Soñé que iba en un velero. Era agradable. Ligero. Me gusta el perfume del mar. El sonido de las olas. Su agradable chapoteo contra el casco. Las elegantes gaviotas. O quizás eran cormoranes. No soy un especialista. El despertar fue difícil. Como siempre. El día de Navidad es uno de los más depresivos del año. En él se resume todo el estupor de la existencia. Poco después de comer, mi mujer fue a visitar a su familia. No me volvió a hablar más de los hombres. Fui a verlos. No se habían movido. Me miraron con tristeza. Vosotros lo habéis querido. Si hubieseis sido un poco más simpáticos y cooperativos, no estaríamos en esta situación. Cogí una pala. Cavé un gran agujero en el jardín, debajo del abedul. Me llevó tres horas. El tiempo se me pasó volando. El esfuerzo físico tiene sus ventajas. No deja pensar. Empujé a los hombres dentro del hoyo. Los cubrí de tierra. Gemían, pero sus quejas pronto fueron sofocadas por la tierra. De repente, silencio. Eso me hizo recordar ciertos hechos históricos, pero no conseguí acordarme de cuáles. Mi memoria está extenuada. Compré cinco ordenadores cuyos discos duros tienen una capacidad infinita de memoria. Para qué acordarse de las cosas. Las máquinas están ahí para eso. Aplasté la tierra. Arreglé el césped. Mi mujer regresó. Qué has hecho esta tarde. Un agujero. Dónde. En el jardín. Para qué. Para meter en él a los tres hombres que no querías. Lo taparías bien, no. Vete a ver si quieres. Mañana quizás. Esta noche estoy cansada. Yo también. Acabamos el pavo, el champán y el tronco de Navidad. Después nos acostamos. Temprano. Me dolían los músculos. Era doloroso pero agradable. Me dormí muy rápido. Como un bebé.

II

Transhumanismo

Hace una semana escuché llantos en los servicios de la Empresa. Alguien no paraba de llorar. Esperé. Me enjaboné las manos lentamente. Quería ver el rostro del desgraciado. Apareció por fin después de tirar de la cisterna. Era Bredin, del Departamento de Importación. Nos conocemos desde hace treinta años. Empezamos juntos. Qué te pasa. Ni te lo imaginas. Su rostro estaba bañado en lágrimas. Le sentaba bien. Así estaba más guapo. Reluciente. Húmedo. Mi sexo desaparece. Qué dices. Mira. Se desabrochó el cinturón, bajó la bragueta, dejó caer el pantalón sobre sus tobillos y bajó sus calzoncillos. Nunca había visto nada semejante. Debajo de su pubis, allí donde debería aparecer su pene, la carne estaba lisa. Solamente estaba el escroto, grande, con dos testículos recubiertos por una piel arrugada y morena. Totalmente depilados. Su sexo había desaparecido por completo. Cuándo ha comenzado esto. No lo sé. Nunca miro. Es doloroso. En absoluto. Y cómo haces para orinar. Ya no orino. Ya no tengo ganas. Sudo. Muchísimo. También lloro. Qué decir. No dije nada. Nos quedamos en silencio los dos, con la mirada baja hacia el sexo ausente de Bredin. Él suspiró y subió sus calzoncillos. Se fue. El sexo de Bredin se borró. Ah. Estábamos en la cama. Mi mujer y yo. Ella no levantó la cabeza de su revista. No pareció muy sorprendida con lo que le contaba. No te sorprende. Son cosas que pasan. No tenía ni idea. Tú nunca lees la prensa. Es verdad. La prensa me agobia. Por qué desaparecen los sexos. No lo sé. La prensa no lo explica. Solo lo constata. Eso es todo. Bueno. Antes de apagar la luz, levanté la sabana y me bajé el pijama. Mi sexo todavía estaba ahí. Tres días más tarde, Bredin me suplicó que lo acompañase a los servicios. Imposible, voy a la reunión de jefes de departamento. Solo dos minutos, por favor. Su rostro estaba bañado en lágrimas. De acuerdo, dos minutos. Mira. Estábamos en el baño. Se había bajado el pantalón y los calzoncillos. Nada. En efecto. Nada. El escroto también había desaparecido. La entrepierna de Bredin estaba perfectamente lisa. Y tu ano. El ano bien, no está afectado. Menos mal. Sí. Por lo menos te queda eso. No sé qué tiene eso que ver. Perdóname. Soy un torpe. Era para consolarte. No tengo palabras. Puse mi mano sobre su hombro. Bredin ya no tenía testículos. Ah. Mi mujer leía siempre esas revistas. No te parece increíble. Me lo esperaba. Es la segunda fase. Después hay otra más. La prensa no dice nada a este respecto. Ah, no. Los siguientes días, hice todo lo posible por evitar a Bredin y sus lágrimas. Incluso no iba al servicio por miedo a encontrármelo. Tres semanas más tarde, mientras me dirigía a una reunión de programación, una voz me saludó a mis espaldas. Bredin. Estás mejor. Formidablemente. Tu sexo ha reaparecido. No, en absoluto. Entonces. Mi mujer. Tu mujer. Su vagina se ha cerrado. No. Sí. En ella también todo está liso. Los pequeños y los grandes labios están como soldados. Somos idénticos. No. Sí. Lloramos juntos. No. Sí. Pero de alegría. Bredin se alejó cantando. Intenté imaginar a mi mujer sin sexo. Eso no me asusta. Raras veces me utiliza. Cuándo fue la última vez. No me acuerdo. Automáticamente, intentando acordarme de nuestra última vez, empecé a rascarme los testículos. Solo encontré el vacío.

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