No escuchamos hablar más que de matanzas de seres humanos, de expoliaciones de hombres inofensivos, de soberanos destituidos y privados de sus bienes y posesiones: tenemos demasiadas razones para dudar de la justicia de todos esos actos y para creer en su iniquidad (Vitoria, 1946: 24, 108-109).
Apenas nada se había mejorado, por lo tanto, a pesar de los esfuerzos legislativos desplegados. Y con respecto a las Leyes Nuevas de 1542 —derogadas de forma parcial por Carlos I pocos años más tarde—, ya en un memorial de 1543 el padre Bartolomé de las Casas, insatisfecho, rogaba que todas las guerras y conquistas fueran proscritas de una vez y para siempre, dado que «en todas las ordenanzas que V. M. ahora ha mandado hacer no hay ninguna en que expresamente prohíba que no se haga de aquí adelante guerra ni conquista alguna» (Pereña, 1992a: 163-177. Bataillon y Saint-Lu, 1974: 228-229). En definitiva, si se había legislado a favor de los indios desde 1512, cómo es posible que en 1542, en las Cortes de Valladolid reunidas dicho año, los propios procuradores castellanos le recomendasen a Carlos I lo siguiente: «Suplicamos a V. M. mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque dello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán, como se van despoblando» (cita en Manzano, 1948: 103).
En cualquier caso, como consecuencia de la Junta de Valladolid de 1550-1551 (Hanke 1988: 346 y ss.), se abandonó oficialmente en 1556 el sistema de conquistas armadas para someter, cristianizar y explotar los territorios, siendo sustituidas por la población pacífica y el gobierno colonial en los territorios no sometidos. La instrucción de 1556 fue revalidada en la Junta de Madrid de 1568, pero sería, por último, en 1573 cuando llegasen las Nuevas Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias. Felipe II ordenaba de forma severa que no se concedieran permisos para realizar nuevas conquistas sin consultárselo a él y sus consejeros previamente. Y si bien el monarca legislaba en el sentido de que «Los descubridores por mar o tierra no se empachen en guerra ni conquista en ninguna manera, ni ayudar a unos indios contra otros, ni se revuelven en cuestiones ni contiendas con los de la tierra, por ninguna causa ni razón que sea, ni les hagan daño, ni mal alguno», no obstante, en los siguientes decenios las excepciones fueron tantas que, una vez más, lo legislado cayó en saco roto. Y no hubo que esperar mucho: ya en 1574, tanto en Perú como en Chile, a causa de la guerra contra los indios rebeldes, las Nuevas Ordenanzas quedaron derogadas de facto . Es más, el propio Consejo de Indias reconocía ese último año que «mientras dura la guerra, los tribunales, los magistrados y oficiales del rey no son necesarios […] y los asuntos deben llevarse más bien según lo que requiere la necesidad que según la letra de la ley». Sin ánimo de ser prolijo, tanto en Nueva España como en Chile o Filipinas se continuó esclavizando indios amparándose en las viejas leyes de la guerra hasta bien entrado el siglo XVII (Hanke, 1988: 307-330. Hanke, 1968: 152-158). Ese fue el verdadero alcance legislador con respecto a dicha cuestión.
Una de las mayores estulticias escritas en los últimos años, autoría de Roca Barea, es considerar que al no ser técnicamente colonias 2 no existió en las Indias explotación o expoliación como tales. Si bien es cierto que a partir de las Leyes Nuevas de 1542 las tierras americanas recibieron el estatus jurídico de Reinos de Indias y se asimilaron al resto de los reinos que conformaban la Corona de Castilla, de entrada fueron unos reinos sin representación en Cortes y, por otro lado, en la práctica, y desde el primer momento, se instauró en las mismas el régimen de la encomienda que, si bien varió de naturaleza a finales de la década de 1540 en los territorios nucleares americanos, en otras palabras, aquellos que conformaban los núcleos iniciales de los virreinatos de Nueva España y el Perú, en las nuevas tierras que se iban conquistando, incluso a finales del siglo XVII, como partes del Yucatán, la encomienda se aplicó como en los tiempos del gobernador de La Española: Nicolás de Ovando (1502-1509). De hecho, la encomienda como institución no sería abolida hasta 1791. Y todo el mundo medianamente informado sabe que, al fin y al cabo, la encomienda fue un sistema de esclavitud encubierto. De explotación salvaje en muchos casos. Como escriben Juan Carlos Garavaglia y Juan Marchena en su excelente manual: «La explotación intensiva del indígena como recurso fundamental del régimen colonial fue la más mortífera de las epidemias» (Garavaglia y Marchena 2005: 408). Porque, y ese es otro lugar común, los aborígenes no solo fueron víctimas de las enfermedades portadas por los europeos —y los esclavos africanos— (una causalidad de muerte indirecta y muy apropiada si lo que se quiere es acallar moralmente las conciencias), sino por una triple circunstancia en la que estuvieron presentes los abusos de un sistema colonial de dominación terrible, las guerras y, por último sí: las enfermedades que cursaron en forma de epidemia. Querer justificar la terrible hecatombe poblacional ocurrida en América acusando en exclusiva a las enfermedades solo es un recurso más para aquellos que desean negar la intervención directa de la voluntad colonialista de la Monarquía Hispánica en la destrucción de las Indias.
A nivel social la extensión del mestizaje, la expansión de una lengua europea que sirviese como vehículo de comunicación a lo largo y ancho de los virreinatos o la creación de universidades han sido otros de los argumentos usados hasta la saciedad para justificar las bondades del régimen hispánico en ultramar. Pero casi nadie quiere preguntarse por el origen de ese mestizaje, porque referirse a los reiterados abusos sobre la población femenina americana es un tema tabú. Apenas lo tratamos, luego no existió. La lengua fue un vehículo no solo de comunicación, sino de dominación. La Monarquía se mostró favorable a que las élites aborígenes colaboradoras aprendieran el castellano para facilitarle la labor de dominación a la metrópoli. Pero el indio pechero, el indio vasallo de la Corona, en la práctica un semiesclavo, no hizo falta ni siquiera que aprendiera la lengua del invasor. No era necesario. A decir verdad, incluso se promocionaron algunas lenguas aborígenes para facilitarle las cosas a los nuevos señores; se apostó por algunas lenguas francas nativas en detrimento de otras: el náhuatl, el quechua, el guaraní. Muchísimas otras lenguas se perdieron, junto con sus poblaciones originarias. De hecho, hubo dos lenguas de dominación en numerosos territorios: el castellano y una de las lenguas aborígenes que no fuese la propia de la etnia en cuestión.
La jactancia por haber introducido universidades en las Indias desde bien pronto —Santo Domingo en 1538, si bien las universidades reales fueron creadas al unísono en Ciudad de México y Lima en 1551— oculta el tema fundamental de quién estudiaba en ellas. Lo importante, en definitiva, no es solo la existencia de la institución —otra discusión sería, y no menor, sus posibilidades financieras, planes de estudio, etcétera—, sino qué sectores de la sociedad se pudieron beneficiar de las mismas. Los mestizos, por ejemplo, estuvieron excluidos de la enseñanza superior. Una gran ruindad.
Por último, se ha usado hasta la extenuación el argumento de la imposibilidad de evaluar y criticar desde nuestro presente los comportamientos violentos del pasado, propios de aquellas centurias, además de hacer mención a la crueldad extrema de las civilizaciones aborígenes. Son dos cuestiones muy distintas. Ya en su momento, Tzvetan Todorov distinguió entre el homicidio religioso (o sacrificio) del homicidio ateo, es decir, el cometido por los conquistadores cuando se producía una matanza, entre otros (Todorov, 2000: 156). Los aborígenes eran crueles y los europeos también lo eran. Eso es algo indiscutible. Lo que debato en este libro es que no se quiera reconocer e, incluso, que se desee negar la utilización de la crueldad sistemática, el terror y la violencia extrema en la invasión y conquista de las Indias. El fenómeno de la violencia es consustancial a cualquier colonialismo de dominación, dado que a la fase inicial de brutalidad conquistadora ejercida por la hueste indiana, mejor o peor controlada por caudillos sin escrúpulos movidos fundamentalmente por la codicia, le siguió la violencia que de manera regulada ejerció la metrópoli. La fórmula que podemos aplicar a esta cuestión para analizarla desde la historiografía fue sugerida por Lauro Martines: cuando se desvincula la historia social de la guerra de la política y la diplomacia caen las barreras que nos impedían plantearnos cuestiones de tipo ético. Por consiguiente, cuando los historiadores quedan liberados «por la necesidad de formular preguntas morales, pueden al fin proyectarlas contra la política […]», y es entonces cuando se pueden poner en tela de juicio las acciones de los grandes caudillos conquistadores, analizar sus victorias y sus fracasos desde una óptica crítica y, quizás lo más importante, podremos «someter a juicio sus acciones» (Martines, 2013: 267). Las de ellos y las de la Monarquía Hispánica.
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