Gustave Flaubert - La educación sentimental

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El espectáculo que nos entrega Flaubert es la historia de un joven provinciano, idealista y enamoradizo que se desdibuia en el devenir de sus días en París entre miserias personales, desilusiones cobradas con bajezas y la pudiente sociedad burguesa retratada en sus fiestas extravagantes, amoríos, adulterios… Al final, el desencanto de una vida.

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Frédéric aguardó a ser el último para ofrecerle el suyo. Ella se lo agradeció muchísimo, y entonces él repuso:

—Era casi una deuda. ¡Me contrarió tanto!

—¿Qué cosa? No comprendo —replicó la señora Arnoux.

—¡A la mesa! - dijo el marido cogiéndole por el brazo, y luego, en voz baja y al oído, añadió: ¡No es usted muy despierto que digamos!

Nada tan agradable como el comedor, pintado de un color verde mar.

En uno de los extremos, una ninfa de mármol humedecía su pie en una pila en forma de concha. Por las ventanas abiertas se veía todo el jardín y el espeso césped, flanqueado por un añoso y casi destruido pino de Escocia; arriates acá y allá que daban a la superficie un desigual bombeamiento, y de la otra parte del río, el bosque de Boulogne, Neuilly, Sèvres, Meudon, que se abrían en un amplio semicírculo. Por último, enfrente, delante de la verja, un barco velero se deslizaba costeando.

Primeramente se habló del panorama que desde allí se ofrecía, y luego del paisaje en general, y cuando las discusiones dieron principio, Arnoux dio a su criado la orden de enganchar el coche para las nueve y media. Una carta de su cajero según dijo le obligaba a ausentarse.

—¿Quieres que me vaya contigo? —dijo su mujer.

—¡Sí, por cierto! —y; haciéndole una galante reverencia, añadió:

Ya sabe usted, señora, que no puedo vivir sin usted.

Todos le dieron la enhorabuena por tener tan perfecto marido.

—¡Oh! ¡Es que no se trata sólo de mí! --replicó dulcemente, señalando a su hijita.

Luego, reanudada la conversación sobre la pintura, se habló de un Ruysdaël, por el que Arnoux aguardaba obtener una fuerte suma, y Pellerin le preguntó si era cierto que el pasado mes había ido el famoso Saul Mathias, de Londres, para ofrecerle veintitrés mil francos.

—¡Nada más exacto! —y volviéndose a Frédéric añadió: Es aquel mismo caballero que se paseaba conmigo el otro día por la Alhambra, muy a pesar mío, se lo aseguro, pues los tales ingleses no tienen nada de divertidos.

Frédéric, creyendo descubrir en la carta de la señorita Vatnaz alguna empresa amorosa, se admiró de la facilidad con que Arnoux encontró un medio razonable para escabullirse; pero aquella nueva mentira, completamente injustificada, le hizo abrir los ojos con estupefacción.

El comerciante añadió con sencillez:

—¿Cómo se llama ese joven alto, amigo de usted?

—Deslauriers —dijo apresuradamente Frédéric.

Y para reparar las faltas que con él cometiera, le alabó como a hombre de clarísimo talento.

—¿De veras? Pero no tiene aspecto de ser tan buen muchacho como el otro, el dependiente de transportes.

Frédéric maldijo a Dussardier, porque ella iba a creerse que se codeaba con gentecilla de poco más o menos.

En seguida se habló de las mejoras realizadas en la capital, de los barrios nuevos, y el infeliz de Oudry citó entre los grandes especuladores al señor Dambreuse.

Frédéric, cogiendo por los cabellos, para darse tono, la ocasión que se le presentaba, dijo que lo conocía; pero Pellerin lanzó una catilinaria contra los tenderos en general, pues para él era completamente lo mismo vender bujías o plata. A continuación, Rosenwald y Burrieu discutieron de porcelanas; Arnoux hablaba de jardinería con la señora de Oudry, y Sombaz, zumbón chapado a la antigua, se divertía burlándose del marido de aquella, al que llamaba Odry, como el actor, y afirmando que debía descender de Oudry, el pintor de los perros, porque la protuberancia craneana de los animales era muy visible en su frente, y al decir esto intentaba pasarle la mano por el cráneo; pero el otro, a causa de su peluca, se resistía con tenacidad, terminando de este modo la sobremesa, entre grandes risas.

Después de que tomaron el café bajo los tilos, de fumar y de dar unas cuantas vueltas por el jardín, se fueron a la orilla del río para pasearse a lo largo de ella.

La caravana se detuvo ante un pescador que limpiaba anguilas en un cubo. La señorita Marthe quiso verlas; las vació sobre la hierba el buen hombre, y la muchacha se arrodilló para cogerlas, riendo de alborozo y chillando asustada, y como se perdieron todas, Arnoux las pagó, ocurriendosele, a poco, la idea de dar un paseo en bote.

El horizonte comenzaba a palidecer por una parte, en tanto que de la otra se extendía por el cielo una amplia franja de anaranjado matiz, que se hacía de más intensa púrpura en la cumbre de las colinas, ennegrecidas por completo. La señora Arnoux se hallaba sentada en un peñón, de espaldas a aquel resplandor de hoguera. Los demás iban de acá para allá, sin rumbo ni idea fija. Hussonnet, al pie del ribazo, arrojaba piedras al agua.

Volvió Arnoux con una chalupa vieja, en la que, no obstante las prudentes advertencias que se le hicieron, amontonó a los convidados; pero como zozobraba, fue preciso desembarcar.

Dentro de la casa, en el salón, tapizado de estofa persa y con arañas de cristal en las paredes, resplandecían ya las luces. La señora de Oudry cabeceaba dulcemente en un sillón, y los demás oían una disertación del señor Lefaucheur sobre las glorias del foro. La señora Arnoux estaba sola, junto a la ventana: Frédéric se acercó a ella.

Hablaron a propósito de lo que se decía: ella admiraba a los oradores; él, la gloria literaria. Pero el orador según ella —debía sentir un mayor goce al conmover directamente y por sí mismo a las masas y al contemplar cómo los propios sentimientos se adentraban en la muchedumbre. Tales triunfos apenas si tentaban a Frédéric, que carecía de ambición.

—¿Por qué? —dijo ella—. Es preciso tener alguna.

Se hallaban uno junto al otro, de pie, al lado del alféizar de la ventana. La noche, ante ellos, se extendía como inmenso y sombrío velo, salpicado de plata. Era la primera vez que no hablaban de cosas insignificantes. Llegó incluso a conocer los gustos y antipatías de ella: ciertos perfumes no eran de su gusto; le interesaban los libros de historia y creía en los sueños.

Frédéric abordó el capítulo de las aventuras sentimentales. Ella se compadecía de los destrozos que la pasión ocasiona; pero se revolvía contra las hipócritas liviandades, y aquella rectitud de espíritu le iba tan bien a la correcta belleza de su rostro, que parecía su natural corolario.

A veces sonreía, fijando, por un momento, sus ojos en él, que sentía penetrar aquella mirada en su espíritu, como el rayo de sol que desciende hasta el fondo de las aguas. La amaba sin segunda intención, sin la más ligerísima esperanza de ser correspondido, y en aquellos mudos transportes, semejantes a vehementes impulsos de gratitud, hubiera deseado cubrir su frente de una lluvia de besos. Sin embargo, un íntimo anhelo le arrastraba como fuera de sí: era un ansia de sacrificio, una necesidad de inmediata abnegación, tanto más fuerte cuanto que no podía satisfacerla.

No se retiró con los otros invitados; Hussonnet tampoco; debían regresar en el coche; aguardaba éste al pie de la escalinata, cuando Arnoux bajó al jardín para cortar rosas. Una vez hecho el ramillete y atado con un hilo, como los tallos eran desiguales, rebuscó en su bolsillo, lleno de papeles, y cogiendo uno al azar, los envolvió y sujetó, para mayor seguridad, con un alfiler grande, entregándole el ramillete, por último, y no sin cierta emoción, a su mujer.

—Toma, querida mía —le dijo—, y perdóname que te tenga olvidada.

Ella lanzó un "¡ay!: se había herido con el alfiler, torpemente colocado, y subió a su habitación. Estuvieron esperándola cerca de quince minutos. Al fin se presentó, tomó a Marthe y penetró en el coche.

—¿Y el ramillete? —preguntó Arnoux.

—¡Déjalo! No vale la pena!

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