Gustave Flaubert - La educación sentimental

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El espectáculo que nos entrega Flaubert es la historia de un joven provinciano, idealista y enamoradizo que se desdibuia en el devenir de sus días en París entre miserias personales, desilusiones cobradas con bajezas y la pudiente sociedad burguesa retratada en sus fiestas extravagantes, amoríos, adulterios… Al final, el desencanto de una vida.

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Una nube de pólvora flotaba en el aire. Frédéric y Deslauriers discurrían paso a paso por entre la muchedumbre, cuando una escena inusitada los detuvo: Martinon recibía la vuelta de una moneda en el guardarropa, acompañado de una mujer de unos cincuenta años, fea, magnificamente ataviada y de muy discutible condición.

—Ese buen mozo —dijo Deslauriers— es menos simplón de lo que parece. Pero ¿dónde está Cisy?

Dussardier les señaló el café, y allí vieron al descendiente de los paladines, ante un ponche y en compañía de una mujer con sombrero rosa.

Hussonnet, que se había ausentado hacía cinco minutos, reapareció al mismo tiempo.

Una muchacha se apoyaba en su brazo, llamándole "gatito mío"

—¡De ninguna manera! —le decía—. ¡No! En público no me llames así! Llámame más bien vizconde! Eso viste mucho y da un cierto aspecto de caballero de la época de Luis XIII que me agrada. ¡Sí, mis buenos amigos, una antigua conocida! ¿Verdad que es muy mona? —y le acariciaba la barbilla al decirlo—. ;Saluda a estos caballeros!

¡Todos son hijos de pares de Francia! ¡Los trato para que me nombren embajador!

—¡Qué loco es usted! —suspiró la señorita Vatnaz.

Y rogó a Dussardier que la acompañara a su casa.

Arnoux los vio alejarse, y volviéndose luego a Frédéric, le dijo:

—¿Le gusta la Vatnaz? No es usted franco en este punto. Me parece que oculta usted sus amores.

Frédéric se puso pálido y juró que no ocultaba nada.

—Es que no se le conoce a usted prometida —repuso Arnoux.

Frédéric sintió deseos de decir un nombre cualquiera; pero como podían irle con el cuento a ella , se contuvo y respondió que, efectivamente, no tenía prometida.

El comerciante se lo censuró.

—Esta noche ha tenido la gran ocasión. ¿Por qué no ha imitado a los demás, que se han ido con una mujer?

—Bueno, ¿y usted? - repuso Frédéric, impaciente ante tal insistencia.

—Porque es muy diferente, hijo mío. Yo me voy en busca de la mía.

Y, llamando a un coche, desapareció.

Los dos amigos se fueron a pie. Soplaba el levante. Los dos iban silenciosos. Deslauriers se lamentaba de no haber estado brillante ante el director de un periódico y Frédéric se sumergía en su tristeza. Al fin dijo que el bailecito aquel se le había antojado estúpido.

—¿Y de quién es la culpa? ¡Si no nos hubieras dejado por tu Arnoux!

—¡Bah! Es lo mismo. ¡Hubiera sido inútil cuanto hiciera!

Pero Deslauriers tenía sus teorías. Para conseguir las cosas con desearlas fuertemente era bastante.

—Sin embargo, tú mismo, hace poco...

—¡Mucho que me importaba a mí la cosa! —dijo Deslauriers parando en seco la alusión—. ¿Pretendo yo acaso enredarme con una mujer? —y declamó contra sus diabluras, sus estupideces; en suma, las mujeres le desagradaban.

—¡Pues no presumes tú! —dijo Frédéric.

Deslauriers se calló, exclamando a poco y de repente:

—¿Quieres apostarte cien duros a que consigo la primera que pase?

—¡Sí, aceptado!

La primera que pasó fue una mendiga haraposa, y estaban a punto de desconfiar de su estrella, cuando en medio de la calle de Révoli descubrieron a una muchacha alta con una cajita de cartón en la mano.

Deslauriers se acercó a ella bajo las arcadas; pero la muchacha, torciendo bruscamente por el lado de las Tullerías, se dirigió en seguida por la plaza del Carrousel, lanzando miradas a diestro y siniestro.

Corrió hacia un coche; pero Deslauriers la alcanzó nuevamente. Marchaba junto a ella, hablándole con expresivos gestos. Por fin aceptó su brazo, y juntos continuaron a través de los muelles. Luego, a la altura del Chatelet, y por lo menos durante veinte minutos, pasearon por la acera como dos marinos que estuvieran de guardia. Pero de pronto atravesaron el puente del Cambio, el mercado de las Flores y el paseo de Napoleón. Como Frédéric entrara tras ellos, le hizo comprender su amigo que, de recogerse, les estorbaría, y que no le quedaba otro recurso que imitar su ejemplo.

—¿Cuánto te queda aún?

—Diez duros.

—Es suficiente. Adiós.

Frédéric se quedó boquiabierto ante el éxito de aquella farsa. "Se burla de mí", pensó. "¿Si le siguiera de nuevo? ¿Creerá acaso Deslauriers que le envidio ese amor? ¡Como si yo no tuviera uno cien veces más extraordinario, más noble y más fuerte! Una especie de cólera le empujaba, y llevado por ella llegó ante la casa de la señora Arnoux.

Ninguna de aquellas ventanas pertenecía a sus habitaciones; pero, no obstante esto, proseguía con los ojos fijos en la fachada, como si pretendiera, contemplándola, atravesar sus muros. En aquel momento, sin duda, ella reposaba tranquilamente, como adormecida flor, con sus hermosos y negros cabellos entre los encajes de la almohada, entreabierta la boca y descansando la cabeza en uno de los brazos. Pero se le apareció la de Arnoux, y se alejó al punto para huir de aquella visión.

El consejo de Arnoux se le vino —sin que le horrorizara— a la memoria, y comenzó a vagabundear por las calles.

Cuando se adelantaba un transeúnte, procuraba distinguirle el rostro.

De vez en cuando un rayo de luz, deslizándose por entre sus piernas, describía, a ras de suelo, un enorme cuarto de círculo, y al punto un hombre surgía de la sombra con su cesta y su farol. El viento, en algunos parajes, sacudía las chimeneas; se oían sones lejanos que se mezclaban al zumbido de su cabeza, y se le antojaba oír, en el aire, el vago ritornelo de las contradanzas. El movimiento de su marcha mantenía aquella embriaguez, y de este modo llegó a la plaza de la Concordia.

En aquel instante se acordó de aquella otra noche del anterior invierno, cuando, al salir de casa de ella, por primera vez, se vio en trance de detenerse, de tal modo y tan aprisa le latía el corazón a impulso de sus esperanzas. Y ahora, ¡todas se habían desvanecido!

Algunas sombras desnudas corrían por la faz de la Luna. El joven la contempló, pensando en la grandeza de los espacios, en las miserias de la vida y en la vacuidad de todo. Amaneció; entrechocaban sus dientes, y medio dormido, empapado por la niebla y bañado de lágrimas, se preguntó por qué no ponía fin a su existencia. Le bastaba con hacer un movimiento! Le arrastraba el peso de su frente y su cadáver lo veía ya flotando en el agua. Frédéric se inclinó; pero era un poco ancha la barandilla y su indolencia no le permitió franquearla.

El alma se le sobrecogió, y de vuelta en los bulevares se desplomó en un banco, de donde le despertaron los policías, convencidos de que "había corrido una juerga".

Prosiguió su marcha; pero como tenía mucho apetito y los restaurantes estaban cerrados, se fue a comer a un figón de los mercados.

Después de esto, y como creyera que aún era muy pronto para recogerse, comenzó a dar vueltas, sin ton ni son, en torno del Ayuntamiento, hasta las ocho y cuarto.

Deslauriers, que había despedido a la joven hacía mucho tiempo, escribía en la mesa, en mitad del cuarto. Hacia las cuatro se presentó el señor de Cisy.

Gracias a Dussardier, la noche anterior se tropezó con una señora, y hasta la había acompañado en coche, con su marido, a la puerta de su casa, y fue citado por ella allí, y de allí venía ¡y aún ignoraba quiénes eran!

—¿Qué quiere usted que yo haga? —preguntó Frédéric.

Y en tal punto, el hidalgo, yéndose por los cerros de Ubeda, habló de la señorita Vatnaz, de la andaluza y de todas las demás. Por fin, y con muchos rodeos, expuso el objeto de su visita: fiándose en la discreción de su amigo, venía para que le ayudase en un cierto asunto, después del cual se consideraría definitivamente como un hombre; a lo que Frédéric accedió. Luego contó la historia a Deslauriers, ocultándole todo aquello que hacía referencia a su persona.

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