Gustave Flaubert - La educación sentimental
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A Deslauriers le pareció que "entonces iba por el buen camino"
Tal consideración a sus consecuencias aumentó su buen humor.
Gracias a él había seducido, desde el primer momento, a la señorita Clemencia Daviou, bordadora en oro de uniformes militares, la criatura más buena del mundo, esbelta como un junco y con grandes y azules ojos, siempre como pasmados. Deslauriers abusaba de su candor, hasta el punto de hacerla creer que estaba condecorado con la Legión de Honor, y para visitarla se ponía en el ojal de su levita una cinta roja, que no usaba en público —según decía él—para no humillar a su jefe. Aparte de esto, la mantenía a distancia, haciéndose acariciar como una baja y llamándola —a modo de broma— "hija del pueblo". Ella, por su parte, le llevaba continuamente ramitos de violetas. Frédéric no hubiera deseado tal amor.
No obstante, cuando salían del brazo para irse a un reservado de Pinson o de Barillot, experimentaba una singular tristeza. ¡No sabía Frédéric lo que había hecho sufrir a Deslauriers durante un año, todos los jueves, mientras se arreglaba las uñas, antes de dirigirse, para comer, a la calle de Choiseul!
Una noche que, desde lo alto de su balcón, acababa de verlos salir, distinguió a lo lejos, en el puente de Arcole, a Hussonnet. El bohemio comenzó a hacerle señas para que bajase, y cuando bajó de su quinto piso le dijo aquél:
—He aquí de lo que se trata: el sábado próximo, o sea el veinticuatro, es el santo de la señora Arnoux.
—¡Cómo! ¿Pues no se llama María?
—Y Angeles también, ¡qué importa! La fiesta tendrá lugar en su casa de campo de Saint-Cloud, y me han encargado para que se lo comunique a usted. Le aguardará un coche, a las tres, en el periódico.
Quedamos en lo dicho, ¿no? Perdone que le haya molestado; pero ¡tengo tanto que hacer!
No había dado un paso Frédéric, cuando su portero le entregó una carta que decía así:
"Los señores Dambreuse ruegan a D. F. Moreau les dispense la honra de asistir a la comida que se celebrará en su casa el sábado 24 del corriente. (Se suplica el acuse de recibo.)"
—Llega tarde —pensó.
Sin embargo, se la enseñó a Deslauriers, quien dijo:
—¡Ah! Por fin. Pero no pareces contento. ¿Por qué?
Frédéric, después de vacilar un momento, repuso que estaba invitado para el mismo día en otra parte.
—Hazme el favor de mandar a paseo a esa dichosa calle de Choiseul. ¡Nada de tonterías! Y si a ti te molesta, yo contestaré por ti.
Y escribió, aceptando, en nombre de Frédéric.
Como no conocía la vida de sociedad sino a través de la fiebre de sus deseos, se la imaginaba como una creación artificial que funcionaba en virtud de leyes matemáticas. Una comida por invitación, el encuentro en la calle con un hombre, la sonrisa de una linda mujer, podían, por una serie de actos, entrelazados entre sí, tener enormes consecuencias. Ciertos salones parisinos eran como esas máquinas que reciben los materiales en estado bruto y los altiprecian y perfeccionan al devolverlos. Creía en las cortesanas que aconsejan a los diplomáticos, en los matrimonios con gente rica logrados por medio de intrigas, en la aptitud de los esforzados, en el doblegarse del azar bajo la diestra de los fuertes. En fin, consideraba el trato con los Dambreuse en tal modo útil, y de tal manera y tan acertadamente habló, que Frédéric no sabía ya de qué lado caer.
Pero debía, por lo menos, y puesto que era el santo de la señora Arnoux, llevarle un regalo, y pensó, naturalmente, en una sombrilla, para reparar su torpeza. Y halló una de la China, de seda tornasolada y con un pequeño y cincelado puño de marfil; pero querían por ella ciento setenta y cinco francos y no le quedaba ni un céntimo, como que hasta vivía a cuenta de la paga del próximo trimestre. Sin embargo, quería poseerla y la poseería, y venciendo su repugnancia recurrió a Deslauriers; mas él repuso que no le quedaba dinero.
—Pues lo necesito —dijo Frédéric--; me hace mucha falta.
Y como le repitiera la misma excusa, se le fue la lengua y dijo:
—Bien podrías, algunas veces..
—¿Qué?
—¡Nada!
Pero Deslauriers lo había comprendido. Sacó de sus ahorros la suma pedida, y una vez que la amontonó, moneda sobre moneda, dijo:
—No te pido un recibo puesto que estoy viviendo a costa tuya.
Frédéric se le abrazó al cuello, haciéndole mil protestas de amistad; pero Deslauriers permaneció impasible. Al día siguiente, y al ver la sombrilla sobre el piano, exclamó:
—¡Ah! Era para esto!
—Sí; quizá la envíe —dijo, como al descuido, Frédéric.
La casualidad le ayudó, pues aquella tarde recibió una esquelita de luto en la que la señora Dambreuse le anunciaba la muerte de un tío, excusándose de dejar para más adelante el placer de conocerle.
Desde las dos se hallaba en la oficina del periódico. Arnoux, en lugar de aguardarle para conducirlo en su coche, se había marchado la víspera, no pudiendo resistir a su deseo de verse en pleno aire.
Todos los años, al iniciarse la primavera, durante muchos días seguidos, se iba a las afueras por la mañana, daba largos paseos a campo traviesa, bebía leche en las granjas, bromeaba con los aldeanos, se informaba de las cosechas y volvía grupas con el pañuelo lleno de lechugas.
Al fin, realizando un antiguo sueño, había comprado una casa de campo.
Mientras Frédéric hablaba con el dependiente se presentó la señorita Vatnaz, llenándose de asombro al no encontrarse con Arnoux, que quizá permanecería aún dos días en su retiro campestre. El dependiente le aconsejó que "fuera allí", pero ella no podía hacer tal cosa; pues "escriba una carta, entonces", le dijo; tampoco se atrevía, por temor a que la carta se extraviara. Frédéric se ofreció a llevarla en persona. La escribió, entonces, rogándole encarecidamente que se la entregara sin que nadie lo viera.
Cuarenta minutos después llegaba a Saint-Cloud.
La casa, cien pasos más allá del puente, se erguía en la mediación de la colina. Las tapias del jardín se ocultaban entre una doble ringlera de tilos, y un espeso césped descendía hasta la orilla del río. Como la verja se hallaba abierta, Frédéric entró.
Arnoux, tendido en la hierba, jugaba con unos gatitos. Aquella distracción parecía absorberle por completo; pero la carta de la señorita Vatnaz le sacó de aquélla.
—¡Demonios, demonios! ¡Qué fastidio! Tiene razón; es necesario que vaya.
Tras guardarse la carta en el bolsillo, se complació en enseñar su posesión. Lo enseñó todo: la cuadra, el cobertizo para los útiles de labranza, la cocina. El salón se hallaba a la derecha, y por el lado de París daba a un enrejado cubierto de clemátides. De pronto, por encima de su cabeza se oyeron unos gorgoritos. Era la señora Arnoux, que, creyéndose a solas, se entretenía cantando, haciendo escalas, trinos y arpegios. Lanzaba largas notas, que parecían quedarse como suspendidas, y otras caían con la precipitación de una cascada, y su voz, escapándose por las persianas, rompía el profundo silencio, elevándose al cielo azul.
Calló de repente, al presentarse los señores de Oudry, que eran vecinos.
Luego apareció en lo alto de la escalinata, y al descender por ella pudo descubrir su pie. Calzaba unos zapatitos escotados de mordoré , con tiras transversales que ponían un como enrejado de oro sobre las medias. Comenzaron a llegar los invitados, y a excepción del jurisconsulto señor Lefaucheur, todos los demás eran los ya conocidos. Cada uno traía su correspondiente regalo: Dittmer, un chal asirio; Rosenwal, un álbum de romanzas; Burnieu, una acuarela; Sombaz, una autocaricatura, y Pellerin, un dibujo al carbón, especie de danza macabra, fantasía horrible, de una mediana ejecución. Hussonnet se creyó exento de todo presente.
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