La galería de delincuentes también describe a las cuenteras de la época, tales como María Rosa Acevedo Córdova, alias “La Vieja Cuca”, cutis moreno medio y ojos negros, que se ofrecía como lavandera, para luego vender o empeñar la ropa que conseguía bajo el pretexto de lavarla; este delito lo cometía junto a María San Juan, alias “La Bailarina”, de cabello castaño claro y ojos café claro, que engañaba con el mismo modus operandi ; Raquel del Carmen Zamora Leyton, alias “La Negra Chica”, cutis moreno oscuro y cabello castaño, también cuenteaba bajo el disfraz de lavandera, y Ester Castillo Novoa, alias “La Tuerta”, cutis moreno medio y cabello castaño, que timaba en la Caja de Crédito Popular (la tía rica) con la técnica del balurdo, eligiendo como víctimas a los niños que momentos antes empeñaban sus artículos.
Si bien algunos teóricos afirman que el origen del cuento en Chile y América migró desde Europa a las costas del Atlántico sudamericano, la narrativa española clásica personificó a embusteros y pícaros ladrones campesinos en figuras como Bagauda Burdunello, evolucionando en América como Simón el Bobito (Puerto Rico), Pedro Malasartes (Brasil) o Perurimá (Paraguay). Pero, sin duda, el ícono literario del cuentero chileno lo constituye un clásico del campesinado conocido como Pedro Urdemales, “un personaje fascinante, siendo como es, o como lo retrata la literatura, tretero, burlador, gran enredador, invencionero; en definitiva, un grandísimo pícaro” (Laval, 1997, p. 9). Tal cual. Hablar de cuenteros es hablar de este referente obligado en la tradición oral chilena.
Los relatos de “Urde Males”, juego de palabras que evoca la astucia para maquinar una treta, constituyen el ícono de los engaños, entuertos y burlas ingenuas en Chile.
Su historia se remonta en el país a 1885, cuando en Yungay se imprime la “Historia de Pedro Urdemales”. Sin embargo, existen antecedentes previos que sitúan su nacimiento en tiempos de la Edad Media, con asiento en España (Laval, 1997, p. 5). Un texto del siglo XVI, titulado Libro de consejas de don Pedro Urdemales, da cuenta de este astuto personaje, capaz de asumir diferentes roles en la sociedad con tal de conseguir diferentes propósitos en base a engaños, ejerciendo su astucia y habilidad sin compasión de sus víctimas, aunque estas fueran mujeres, ancianas o personas con capacidades diferentes.
Otro antecedente bibliográfico da cuenta de que en Madrid, en 1615, el autor del Quijote de la Mancha publicó su rimbombante Comedia famosa de Pedro Urdemalas, cuyo ingenio y astucia “excede al mayor y se puede ver que es el mismo embaucador de nuestros cuentos”, aludiendo al mismo embaucador del campesinado chileno (Laval, 1997, pp. 5-6). Incluso, Ramón Laval desliza en su obra Cuentos de Pedro Urdemales que, si bien la génesis de este timador data desde la Edad Media en España, bien podría tratarse de historias sobre nuestros pícaros campesinos que los conquistadores llevaron a la península.
Desde lo policial, el teórico Diego Galeano estudió el timo a nivel latinoamericano, afirmando que la génesis del cuento en el continente “comienza con una serie de relatos que muestran la presencia de esta modalidad de estafa en la década de 1870 y en el espacio rioplatense, que parece haber sido su primer foco de irradiación” (Galeano, 2016, p. 397). Desde entonces hasta 1930, la modalidad del cuento como estafa se habría ramificado por diversas ciudades del continente, llegando, entre otras, a Valparaíso y Santiago.
Uno de los antecedentes del cuentero estaría dado por el ladrón de hoteles, figura paradigmática de la criminalidad de fines del siglo XIX, de fuerte presencia en la cultura popular por diferentes narraciones. Este delincuente usaba fino calzado y elegante vestimenta, se desplazaba con gestos de urbanidad, ostentando su aparente dinero, fingiendo ser un burgués, que se hospedaba en un hotel generalmente con la excusa de un viaje de negocios. El delito del ladrón de hoteles “consistía en abandonar el hotel mostrándose indignado por los robos que él mismo cometía, sin levantar sospechas” (Galeano, 2016, p. 399). Este tipo de engaño se vincula con el cuentero, por cuanto su órbita de acción se centra en las zonas urbanas, contiguas al mercado y centros comerciales, donde el anonimato facilita simular personalidades diferentes, lo que no aplica en zonas rurales, lejos de la vida económica, con asentamientos humanos pequeños y familiares.
De esta manera, el radio de acción de los cuenteros se circunscribe a las ciudades, no en el campo, ya que, en “las grandes ciudades, la frenética circulación de dinero y la interacción entre anónimos eran, como en el caso de los ladrones de hoteles, condiciones de posibilidad del trabajo de estos embusteros. El “cuento del tío” requería de espacios donde la movilidad poblacional fuera intensa, donde se concentraran migrantes del interior del país y del extranjero, porque las típicas víctimas de estas estafas interpersonales eran los ‘recién llegados’, los nuevos habitantes metropolitanos” (Galeano, 2016, p. 399).
Según lo señalado, la génesis de los cuenteros en el Cono Sur del continente se asocia además a la inmigración de grandes contingentes europeos a las urbes sudamericanas, “pero también en aquellas [ciudades] se experimentaban flujos de migración interna” (Galeano, 2016, p. 396). Es decir, si bien en cada país el fenómeno de los cuenteros se vincula con su historia más profunda intrínsecamente relacionada con el foráneo, transversalmente se asocia con la viveza criolla, con la habilidad de cada lugareño en su contexto delimitado.
En efecto, en la historia precolombina nacional, y también en los siglos de la guerra de Arauco, la estafa entre los mapuches no constituía un crimen que mereciese sanción, sino que, por el contrario, se la consideraba un acto de astucia que dignificaba al burlador y envilecía a la víctima. Por esta razón, para no recibir burlas del resto de la comunidad, el afectado no denunciaba jamás el delito. Si un mapuche pedía justicia a fin de recuperar las tierras, objetos o animales estafados, el veredicto del ulmen o lonko —el que estaba regido invariablemente por las normas tradicionales para casos semejantes— “decía al agraviado, defendiendo con ello al ofensor koila ngunen nieifui 2, proverbio que, dentro de la noción moral del araucano, juzga como habilidad la mentira, como arte de engañar a los que no son parientes” (Guevara, 1911, p. 21). De esta costumbre proviene, sin duda, aquella peculiar desconfianza que ha caracterizado a algunos miembros de este pueblo.
Esta desconfianza se extrapola a las víctimas urbanas y rurales de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Maturana, en su libro Las investigaciones del delito, lo confirma, señalando que “es lo más corriente que la víctima no diga que la sustracción del dinero o especie de que fue objeto se debió a un “cuento del tío”, que sirve para identificar al delincuente de oficio, sino que manifiesta que se trata de un asalto o simplemente de un hurto. La víctima, una vez que examina el paquete que le ha entregado el cuentero, se da cuenta de la burla y para no ponerse en ridículo, para que no se lo crea ‘un pasado’ [engañado], bota o despedaza el balurdo y el ‘cuento del tío’ lo calla. Cuesta mucho convencer a la víctima de que debe decir la verdad del hecho a los agentes de seguridad” (Maturana, 1924, p. 154).
Con frecuencia se tiene la concepción de que la víctima se encuentra indefensa frente a un acto criminal cualquiera y se supone que ha realizado todo lo humanamente posible por evitar ser víctima del delincuente. Sin embargo, en “un análisis profundo de la relación interpersonal que se mantiene en el caso de los cuentos, debemos advertir que la víctima juega un rol importante en la génesis y desarrollo del delito; sin la participación activa de ella, este delito jamás podría haberse consolidado” (Blanco et al., 1984, p. 47).
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