Sobre todo tienes que insistir en lo que es la base de la santidad cristiana y el fundamento de la bondad: en la virtud de la que nuestro divino Maestro y nuestro seráfico Padre se nos propone como modelos: me refiero a la humildad. Humildad interna y externa; más interna que externa; más vivida que mostrada; más profunda que visible.
(19 de agosto de 1918, a
fray Gerardo da Deliceto, Ep. IV, 25)
8 de febrero
Tengámonos por lo que somos de verdad: nada, miseria, debilidad; una fuente de perversidad sin límites ni atenuantes, capaces de convertir el bien en mal, de abandonar el bien por el mal, de atribuirnos el bien que no tenemos o aquel bien que hemos recibido en préstamo, y de justificarnos en el mal y, por amor del mismo mal, despreciar al Sumo Bien.
Con este convencimiento grabado en la mente, tú:
1º: no te complacerás nunca en ti mismo por algún bien que puedas acoger en ti, porque todo te viene de Dios y a Él debes dar honor y gloria;
2º: no te lamentarás nunca de las ofensas, te vengan de donde te vinieren;
3º: perdonarás todo con caridad cristiana, teniendo bien presente el ejemplo del Redentor, que llegó incluso a excusar ante su Padre a los que le crucificaron;
4º: gemirás siempre como pobre delante de Dios;
5º: no te maravillarás de ningún modo de tus debilidades e imperfecciones; pero, reconociéndote por lo que eres, te avergonzarás de tu inconstancia y de tu infidelidad a Dios; y, ofreciéndole tus propósitos y confiando en Él, te abandonarás tranquilamente en los brazos del Padre del cielo, como un tierno niño en los de su madre.
(19 de agosto de 1918, a fray
Gerardo da Deliceto, Ep. IV, 25)
9 de febrero
Desconfía, mi querida hijita, de todos aquellos deseos que, según el juicio común de las personas que poseen el espíritu del Señor, no pueden alcanzar su objetivo. Tales son, en efecto, aquellos deseos de algunas perfecciones cristianas que pueden admirarse e imaginarse pero no practicarse, y de aquellas perfecciones de las que muchos hablan sin convertirlas en obras.
Ten por seguro, mi querida hija, que quien nos garantiza con seguridad nuestra perfección es la virtud de la paciencia; y, si esta virtud hay que practicarla con los demás, conviene ejercitarla ante todo con nosotros mismos. Quien aspira al puro amor de Dios, no necesita tener paciencia con los otros como debe tenerla consigo mismo. Es necesario resignarse, mi querida hijita, a soportar nuestra imperfección para poder llegar a la perfección. Digo soportar nuestra imperfección con paciencia, y no digo amarla y acariciarla, porque la humildad se fortalece en este sufrimiento.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
10 de febrero
Es ya el momento de confesarlo: nosotros somos miserables, ya que es poco el bien que podemos practicar. Pero Dios, en su bondad, se compadece de nosotros, llega a complacerse también de ese poco, y acepta la preparación de nuestro corazón. Pero, ¿en qué consiste esta preparación de nuestro corazón? Según la palabra divina, Dios es infinitamente más grande que nuestro corazón, y este supera a todas las otras realidades cuando, dejando aparte el preocuparse de sí mismo, prepara el servicio que debe ofrecer a Dios; es decir, cuando acepta el compromiso de servir a Dios, de amarlo, de amar al prójimo, de observar la mortificación de los sentidos externos e internos, y otros buenos propósitos.
Durante ese tiempo, nuestro corazón se prepara y dispone sus obras para un grado eminente de perfección cristiana. Todo esto, mi buena hija, no es en modo alguno proporcionado a la grandeza de Dios, que es infinitamente más grande que todo el universo, que nuestras capacidades, que nuestras acciones externas. Una inteligencia que considere esta grandeza de Dios, su bondad y su dignidad inmensa, no puede dejar de ofrecerle grandes preparativos.
Que esta preparación le presente un cuerpo mortificado sin rebelión alguna; una atención a la plegaria sin distracciones voluntarias; una dulzura grandísima al hablar sin amargura; una humildad sin sentimiento alguno de vanidad. He aquí, hija mía, unos buenos preparativos. Es verdad que hay quienes no ven que serían necesarios preparativos mucho mayores para servir a Dios; pero es necesario también encontrar a quien pueda realizarlos; porque, cuando nos disponemos a ponerlos en práctica, es fácil detenerse, viendo que en nosotros estas perfecciones no pueden ser ni tan altas ni tan absolutas.
Se puede mortificar la carne, aunque no del todo, ya que siempre habrá alguna rebelión. Nuestra atención será interrumpida a menudo por las distracciones. Pero, ante todo esto, ¿convendrá inquietarse, turbarse, preocuparse y afligirse? De ningún modo.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
11 de febrero
¿Queremos caminar bien? Dediquémonos a recorrer con empeño el camino que queda más cerca de nosotros. Grabad bien en la mente lo que voy a decir: con frecuencia deseamos ser buenos ángeles y descuidamos ser buenos hombres. Nuestra limitación nos ha de acompañar hasta el féretro; no podemos alcanzar nada sin tierra. No hay que relajarse ni distraerse, ya que somos como pequeños polluelos, pero sin alas. En la vida física, morimos poco a poco, y esta es una ley ordinaria querida por la providencia; y, de la misma manera, hay que morir a nuestras imperfecciones, también día a día. Felices imperfecciones, podríamos exclamar, que nos hacen conocer nuestra gran miseria y que nos ejercitan con humildad en el desprecio de nosotros mismos, en la paciencia y en la diligencia. Pero a pesar de esas imperfecciones, Dios observa la preparación de nuestro corazón, que es perfecta.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
12 de febrero
Contentémonos con caminar a ras de tierra, pues estar en alta mar nos marea y nos produce vómitos. Mantengámonos a los pies del divino Maestro con la Magdalena. Practica las pequeñas virtudes propias de tu pequeñez: la paciencia, la tolerancia con nuestro prójimo, la humildad, la dulzura, la afabilidad, el sufrimiento de nuestras imperfecciones, y otras muchas virtudes.
Te aconsejo la santa simplicidad, como virtud que estimo mucho. Fíjate en lo que tienes ante ti, sin romperte mucho la cabeza pensando en los peligros que ves a lo lejos. Te parecen poderosas unidades militares, y no son otra cosa que sauces con muchas ramas. No les prestes atención, pues, de otro modo, podrías dar pasos equivocados. Ten siempre el firme y general propósito de querer servir a Dios con todo el corazón y durante todo el tiempo de la vida. No te preocupes por el mañana; piensa sólo en hacer el bien hoy; y, cuando llegue el mañana, se llamará hoy; y entonces se pensará en él.
Para practicar la santa simplicidad, se necesita también una gran confianza en la divina providencia. Es necesario, hija mía, imitar al pueblo de Dios que, cuando estaba en el desierto, tenía severamente prohibido recoger el maná en mayor cantidad que el necesario para un día. También nosotros hagamos la provisión del maná para un solo día; y no dudemos, hija mía, de que Dios proveerá para el día siguiente y para todos los días de nuestro peregrinar.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
13 de febrero
Proponeos, mis queridísimos hijitos, corresponder siempre generosamente a vuestra vocación, haciéndoos dignos de Jesús, semejantes a él en las perfecciones adorables ya indicadas en la sagrada escritura y en el santo evangelio y ya aprendidas por vosotros. Pero, hijitos míos, para que se dé la imitación, es necesaria la diaria meditación y reflexión sobre su vida; de la meditación y de la reflexión brota la estima de sus actos; y de la estima, el deseo y la fuerza de la imitación.
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