Humíllate amorosamente ante Dios y los hombres, porque Dios habla a quien tiene las orejas bajas. «Escucha –dice él a la esposa del Cantar de los Cantares–, medita y baja tus orejas, olvídate de tu pueblo y de la casa paterna». Hazlo como el hijito cariñoso que se postra rostro en tierra cuando habla al Padre del cielo; y espera la respuesta de su oráculo divino.
Dios llenará tu vaso de su bálsamo, cuando lo vea vacío de los perfumes del mundo; y, cuanto más te humilles, más te ensalzará.
(21 de mayo de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 857)
20 de enero
Me veo casi en la absoluta imposibilidad de poder expresar la obra del amado. El infinito amor, con la inmensidad de su fuerza, ha conquistado al fin la dureza de mi alma; y me veo anulado y reducido a la impotencia.
Él se va derramando totalmente en el pequeño vaso de esta criatura, que sufre un martirio indecible y que se ve incapaz de llevar el peso de este inmenso amor. ¡Oh! ¿Quién vendrá a sostenerme? ¿Qué haré para llevar al infinito en mi pequeño corazón? ¿Qué haré para guardarlo siempre en la estrecha celda de mi alma?
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
21 de enero
Mi alma se va derritiendo de dolor y de amor, de amargura y de dulzura al mismo tiempo. ¿Qué haré para sostener tan inmensa actuación del Altísimo? Lo poseo en mí, y es motivo de tal alegría que me lleva, sin que lo pueda evitar, a decir con la Virgen Santísima: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador».
Lo poseo en mí, y siento la necesidad imperiosa de decir con la esposa del Cantar de los Cantares: «Encontré al que ama mi alma... lo abracé y no lo soltaré». Pero es entonces cuando me siento incapaz de sostener el peso de este amor infinito, de mantenerlo entero en la pequeñez de mi existencia; y me invade el terror, porque quizá tenga que dejarlo por la incapacidad de poder contenerlo en el estrecho espacio de mi corazón.
Este pensamiento, que, por otro lado, no es infundado (mido mis fuerzas, que son limitadísimas, incapaces e impotentes para tener siempre fuertemente abrazado este divino amor), me tortura, me aflige y siento que el corazón salta de mi pecho.
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
22 de enero
Padre mío, no puedo sobreponerme a este dolor; en el esfuerzo que me supone, me siento aniquilado, me siento desfallecer; y no sabría decirle si vivo o no en esos momentos. Estoy fuera de mí. Dolor y dulzura se contraponen en mí y reducen mi alma a un dulce y amargo desvanecimiento.
Los abrazos del bienamado, que en este momento se suceden con gran profusión y, diría, que sin pausa y sin medida, no son capaces de extinguir en ella el agudo martirio de sentirse incapaz de llevar el peso de un amor infinito.
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
23 de enero
¿Para qué, pues, vivimos nosotros? Después de habernos consagrado a él en el bautismo, somos todos de Jesucristo. Por tanto, el cristiano debería tener como suyo el dicho de este santo Apóstol: «Para mí la vida es Cristo», yo vivo para Jesucristo, vivo para su gloria, vivo para servirlo, vivo para amarlo. Y cuando Dios nos quiera quitar la vida, el sentimiento, el afecto, que tendríamos que tener, debería ser precisamente el de quien, después de la fatiga, va a recibir la recompensa, el de quien, después del combate, va a recibir la corona.
¡Gustemos, sí, gustemos, oh, mi querida Raffaelina, saboreemos esta excelsa disposición del alma de tan gran apóstol! Sí, es verdad que todas las almas que aman a Dios están dispuestas a todo por amor al mismo Dios, teniendo el convencimiento pleno de que todo redundará en su propio beneficio. Estemos preparados siempre para reconocer en todos los acontecimientos de la vida el orden sapientísimo de la divina providencia, adoremos y dispongamos nuestra voluntad para conformarla siempre y en todo a la de Dios, ya que de este modo glorificaremos al Padre celestial y todo nos será beneficioso para la vida eterna.
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
24 de enero
El apóstol se alegra al pensar que por nada será confundido y que de ningún modo descuidará su deber de apóstol de Jesucristo. Se alegra también de que en su cuerpo, incluso en medio de todas las cadenas a las que está sometido, Jesús siempre será glorificado. Si vive, exaltará a Jesucristo por medio de su vida y de su predicación, también estando en cárcel, como ya lo había hecho hasta ahora predicando a Jesucristo a los del pretorio; si, en cambio, es martirizado, glorificará a Jesucristo ofreciéndole el supremo testimonio de su amor.
Por tanto, declara abiertamente que su vivir es Cristo, que es para él como el alma y el centro de toda su vida, el motor de todas sus acciones, la meta de todas sus aspiraciones. Y, después de haber dicho que su vida es Jesucristo, añade también que su morir es una ganancia para él, porque con su martirio dará a Jesús testimonio solemne de su amor, conseguirá que su unión con Jesús sea más irrompible, y aumentará también la gloria que le espera.
¿Qué dices, Raffaelina, de este modo de hablar? ¡Las almas mundanas, al no tener ningún conocimiento de gustos sobrenaturales y celestiales, al oír semejante lenguaje, se ríen y tienen razón! Porque el hombre animal, dice el Espíritu Santo, no percibe las cosas que son de Dios. Ellas, pobrecillas, que no tienen otros gustos que no sean de barro y de tierra, no pueden hacerse una idea de la felicidad que las almas espirituales dicen experimentar al padecer y morir por Jesucristo.
¡Oh, cuánto mejor para ellas si, en lugar de maravillarse y de reírse, reconocieran su culpa y admiraran, al menos en silencioso respeto, la entrega afectuosa de estas almas, que tienen un corazón tan encendido en amor divino!
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
25 de enero
En san Pablo estos dos sentimientos procedían de la caridad perfecta. El de ser disuelto para unirse a Jesucristo en perfecta unión en la gloria, que habría sido mejor para él, es decir, que le era más deseable que el continuar viviendo sobre esta tierra; y este deseo era impulsado únicamente por la caridad perfecta que tenía por su Dios. En cambio, el otro sentimiento o deseo le venía también de una caridad perfecta, pero que tenía por objeto inmediato la salvación del prójimo. En otras palabras, este deseo estaba motivado por el objeto principal, Dios, pero se concretaba por reflejo en la salvación de las almas.
El primer deseo, es decir, el de ser disuelto de este cuerpo, él lo ve y lo encuentra más útil para sí, y lo desea con todo el ardor con que un alma justa puede desear unirse a su Dios. En cambio, el segundo deseo, es decir, el de dejar o, mejor dicho, el de seguir viviendo en medio de los trabajos y de las fatigas para procurar la salvación de las almas, él, lleno del espíritu de Jesucristo, lo ve más necesario para los demás o, mejor, al haber tenido la revelación (como parece deducirse de lo que dice inmediatamente después, y el mismo hecho parece que confirma mi interpretación, porque él no fue martirizado por entonces, sino que recuperó la libertad) de que no moriría entonces, se resigna y lo padece por amor de la salvación de las almas, como un hijo que ama tiernamente a su padre se somete, por el afecto que le tiene, a todas las humillaciones y también al cumplimiento exacto de ciertos servicios bajísimos que a su padre le agrade imponerle.
Este tierno hijo lo hace todo, no sólo para no contravenir en nada el deseo de su padre, sino con el fin de complacerle en todo.
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
Читать дальше