Uno de los tantos que aún quedan por indagar es el que tiene que ver con el autoerotismo. Es decir, con el placer que el propio cuerpo es capaz de brindar a aquellas mujeres que toman la libertad de incursionar en él y descubrir los múltiples matices que ofrece. El tema de la masturbación es un punto clave en la libertad erótica femenina pero ha sido sistemática y cuidadosamente reprimido. Es sabido que la masturbación femenina es tan antigua como la masculina pero mucho más llena de tabúes, prohibiciones y castigos. Si bien es cierto que hay profesionales de distintas disciplinas que han comenzado a incursionar intentando descorrer los velos con que la sociedad occidental judeocristiana oculta, reprime y castiga la masturbación femenina, también es cierto que sigue siendo aún un tema del que «no se habla» con espontaneidad en nuestro medio, fuera de los consultorios de sexualidad y de ciertos grupos vanguardistas que lo abordan de diferentes maneras. Eso fue justamente lo que sucedió en las entrevistas realizadas, tanto con las mujeres como con los varones. La masturbación fue un tema del que «no se habló» espontáneamente, lo cual puso en evidencia que la omisión del tema —y probablemente también de su práctica— ha formado parte de las represiones sexuales de no pocas mujeres que hoy transitan la sexta década. Los tiempos han cambiado y muy probablemente no sean pocas las mujeres que también hayan modificado sus hábitos, pero lo que suele seguir manteniéndose es el pudor para hablar de ello. Si hablamos de erotismo, es inevitable comentar que el primero y legítimo acceso es el que reside y provee el propio cuerpo. Sin embargo, no hace mucho que el tema ha comenzado a ser abordado desde una perspectiva de género. Este abordaje es algo muy distinto a las habituales publicidades que promueven supuestas «libertades sexuales» que de erotismo suelen tener poco y mucho, en cambio, de exhibicionismo al servicio de intereses ajenos al disfrute femenino. Es un tema que sigue aún pendiente.
Siempre hago hincapié en que lo que afecta a la mitad femenina de la humanidad, necesariamente afecta a la otra mitad. Negar esto es contribuir a mantener un modelo dicotómico de sociedad que resulta ser profundamente insalubre para unas y otros. Una sociedad más solidaria ofrece una mejor calidad de vida y ello requiere hacer cambios que beneficien a ambos géneros, limitando los privilegios de unos sobre otros. En lo que a sexualidad se refiere, para quienes son ya mayores, ambos géneros suelen padecer —innecesariamente— imposiciones socioculturales que generan no pocos conflictos. Los varones, que con el paso del tiempo reducen su capacidad eréctil, suelen sentirse exigidos a una potencia que sigue focalizándose en la erección de su miembro. Y las mujeres, a quienes ya se les ha modificado la imagen física del modelo de atracción «socialmente correcto», se ven obligadas a realizar malabares para combatir la marginación de la que son objeto a causa de la edad. Ambos suelen perderse de seguir disfrutando de una sexualidad que aún está a su disposición y que excede en mucho la mecánica genital.
Las entrevistas realizadas, ofrecieron riquísimas perspectivas, tanto femeninas como masculinas, cuya impronta se refleja en los comentarios que fueron incluidos literalmente. Dichos comentarios fueron utilizados por mí como un trampolín para desarrollar algunos de los puntos álgidos de la sexualidad después de los sesenta y, al mismo tiempo, fueron una evidencia contundente de todo lo que falta por seguir develando. El goce sexual es a mi entender, fundamentalmente, un acto de libertad que se resiste a ser condicionado por «otro» que no sea aquel que lo experimenta. Es una experiencia intransferible y pertenece en exclusividad a quien la vive. El partenaire es solo un compañero de ruta que adornará mejor o peor el trayecto compartido pero no es el «responsable» del goce ajeno. Creo que este es un punto clave que pone el foco en los juegos de poder que se instalan en la sexualidad. Y es aquí donde juega un papel importante la intolerancia a la libertad ajena, promoviendo mecanismos sociales para neutralizar la experiencia sexual y el goce correspondiente. Este es uno de los motivos por los cuales la sexualidad femenina ha padecido, a lo largo de los tiempos, un sinfín de represiones.
En los últimos treinta y cinco años me he dedicado, junto con el ejercicio de mi profesión, a investigar y escribir sobre temas que tienen la particularidad de ser «delatores» y en consecuencia, muy a menudo, han llegado a ser vistos como «transgresores». Es decir, temas que en la vida cotidiana —privada y pública— ocultan, a veces con disimulos muy sofisticados, profundos mecanismos de poder entre los géneros. Me ha fascinado entrar en los laberintos de estos temas y a través de ellos indagar sobre el dinero, el éxito, las negociaciones, el amor, el devenir del tiempo y ciertas dificultades femeninas para implementar límites a las demandas ajenas. Siempre lo hago desde una perspectiva de género que también incluye, inevitablemente, las problemáticas masculinas. Invito a transitar por estas reflexiones y a compartir los comentarios que las mismas puedan estimular.
Después de los sesenta
A modo de introducción
Bien sabemos que la sexualidad ha sido siempre un tema insoslayable en la vida humana y como tal ha sido objeto de las más variadas interpretaciones sobre las que circularon mitos y creencias que pretendiendo ser verdades incuestionables, regían las costumbres aceptadas para cada sociedad. Una de esas creencias, fuertemente instaurada por la cultura occidental, consistió en sostener que la sexualidad en las mujeres estaba circunscripta a la procreación y, por lo tanto, con la llegada de la menopausia —que marcaba el fin de la capacidad reproductiva en las mujeres— también llegaba el momento de cerrar con cuidadosos candados la sexualidad en general, y sobre todo el disfrute a ella asociado. Algunas se lo tomaron al pie de la letra y observando cuidadosamente los mandatos culturales encauzaron esas cuantiosas energías sexuales hacia el cuidado de otros con la ilusión inconsciente de recuperar entusiasmos como los que eran capaces de iluminar sus mejillas y hacer brillar sus ojos en otros tiempos. Otras, en cambio, habiendo tenido la fortuna de atravesar una historia personal que no siempre respondía a las expectativas culturales de la época —ni al medio que las rodeaba— y que a menudo eran historias complejas y/o difíciles de transitar, lograron incorporar en sus comprensiones profundas de la vida un grado de transgresión suficiente para entender que la sexualidad era un don de la naturaleza y que la reproducción era solamente una necesidad de la especie. Junto con esto también entendieron que el disfrute del erotismo asociado a la sexualidad era un privilegio y un derecho del animal humano, aun cuando ese animal humano fuera del género femenino.
Sabemos que los condicionamientos culturales han tenido siempre un peso enorme en la construcción del aparato psíquico de los individuos y de los valores que debían regir la vida de las comunidades. La fuerza de los mandatos suele ser tan poderosa que en ocasiones logra frenar el cauce original de la naturaleza y cabe señalar que en el tema puntual que nos ocupa ha contribuido enormemente a construir una creencia que ha circulado en forma de mito y ha dividido las aguas entre los géneros. Me refiero a la creencia bastante difundida que podría sintetizarse de la siguiente manera: los hombres «necesitan» ejercer su sexualidad durante toda la vida porque eso forma parte de su naturaleza mientras el goce de las mujeres reside en la maternidad. Por lo tanto se insiste en sostener que la «naturaleza femenina» pone fin a su sexualidad con la menopausia. No son pocas las comunidades, en especial aquellas construidas sobre la base de las religiones monoteístas, que legitiman el ejercicio de la sexualidad —y casi lo imponen— a los varones de la especie humana mientras lo desautorizan en las mujeres y hasta lo condenan con penas que van desde la inoculación del sentimiento de culpabilidad —que cataloga como pecado el disfrute sexual— pasando por la descalificación social y la marginación encubierta en la prostitución hasta la muerte por lapidación.
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