Belén A.L. Yoldi - El medallón misterioso

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¡Habían cruzado la puerta del Nunrat!, una rueda marcada con símbolos arcanos que gira en sentido contrario a las agujas del reloj y donde cada símbolo representa un mundo distinto. Esa rueda, les dicen, es la «Puerta a las Estrellas». Al atravesarla, la vida se volvería muy peligrosa para ellos.
Desde que porta ese medallón misterioso, Violeta, más conocida como Finisterre, vaga por lugares ignotos de otro universo junto con dos chicos valientes del campamento de verano, Nika y Javier, en busca de una salida. Les acompaña en su viaje un guerrero Ad-whar errante llamado Miles, un proscrito al que muchos temen, pero es el único que se ha parado a ayudarles.
Para regresar a casa, los viajeros deberán descubrir el secreto oculto en el Mentagión, que convierte a quien lo porta en centinela de la Puerta a las Estrellas. Por desgracia, ese medallón dirige sus vidas hacia un destino y hay un ser oscuro muy poderoso que les persigue sin tregua, para arrebatárselo.

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Vadeaban el torrente con el agua por las rodillas cuando aquel peligro que tanto temía el guerrero les dio alcance.

¡De pronto estaban allí, asomados sobre el talud izquierdo, a unos metros sobre sus cabezas! Acechándolos desde las sombras del bosque, con sus grandes ojos de mosca, saltones y malignos.

El Ad-whar fue el primero en descubrirlos. Al principio eran solo tres —observó—, desplegados en abanico sobre la cresta del repecho, pero enseguida se sumaron más hasta llegar al número de seis que había barruntado.

A Nika, Javier y Finisterre se les pusieron los pelos de punta al verlos.

¡Eran insectos! Unas mantis casi tan altas como jirafas y recubiertas con un caparazón duro de crustáceo, negro con ribetes rojos, afilado y lustroso como una armadura de guerra. Las líneas rojas brillaban en la sombra por un mecanismo de bioluminiscencia que acentuaba su fealdad terrorífica. En verdad parecían criaturas salidas del averno. Alargaban el cuello y husmeaban el aire levantando el pico, en el extremo de sus cabezas pequeñas y triangulares.

Se desplazaban con cautela sobre las cuatro patas traseras, estudiando el terreno sin apresurarse. Tenían una forma remilgada de andar en puntas, como si estuvieran subidas en zancos, igual que bailarinas de ballet . Y encogían las dos patas delanteras en actitud boxeadora, preparadas para asestar el golpe mortal a las víctimas con sus lanzas aserradas.

—¡No os paréis! —ladró duramente Miles a sus protegidos para sacarles del estupor que les había provocado la súbita aparición de las bestias. Él mismo se empeñaba en avanzar con denuedo, llevando la ballesta en ristre, como si la salvación se encontrara a un paso de ellos.

Las paredes rocosas eran altas, casi verticales en ese punto, así que las bestias se separaron para buscar un camino de bajada mejor y eso dio un pequeño respiro a los que huían. Tres de aquellas enormes mantis continuaron avanzando por encima del talud, siguiendo el curso del río sin perderlos de vista, mientras el otro grupo retrocedía buscando un lugar más propicio para descender al fondo del torrente.

Por desgracia, no tardaron mucho en encontrar una senda. Y dos de las mantis saltaron al río, cruzaron el cauce por un vado donde apenas cubría el agua y treparon por la orilla derecha con el propósito de rodear a sus presas.

Los cuatro fugitivos redoblaron sus esfuerzos. Querían correr más, pero la propia fuerza del agua dificultaba su avance. Entonces Miles les condujo a la orilla, sin importarle ya las huellas que dejaban, y les hizo correr por suelo seco como si les persiguieran los mismísimos diablos del infierno. Unos diablos que poco a poco iban cerrando el círculo en torno a los humanos.

Pronto se vio que los intentos de escapar por el río resultaban inútiles. Tenían a las depredadoras ya encima.

Lo malo, sin embargo, no eran las mantis negras. Lo peor venía cabalgando sobre su espalda.

Unos pigmeos flacos con piel escamosa de lagarto y ojos de pupila vertical montaban sobre las bestias y las azuzaban contra los fugitivos con gritos punzantes, haciendo restallar violentamente sus látigos de jinete. Iban cubiertos con pieles horrorosas, tenían los rostros pintados y llevaban colgando adornos hechos con huesos y cabezas reducidas de seres que antes fueron humanos. Casi se confundían con sus monturas por el modo en que se adherían a ellas.

Iban sentados a horcajadas sobre la espalda de los insectos, y los dirigían como si fueran caballos de silla, con un dominio férreo, ayudados por un atalaje de correas primitivo. En ese momento los espoleaban con saña animal, manejando con habilidad pasmosa el arnés y el látigo que utilizaban para golpearlos en las partes blandas. Los hostigaban para que fueran más deprisa mientras clavaban sus ojos despiadados de reptil en los humanos que corrían por el fondo de la vaguada. Y las mantis, en lugar de rebelarse por ese trato bárbaro, respondían rápidas como potros domesticados a las indicaciones de sus feroces amos.

Miles observó que no se escondían, y eso era un mal indicio, en su opinión. Los cazadores se sabían en superioridad de condiciones y exhibían su poderío frente a unas presas que consideraban más débiles, prácticamente indefensas.

Apretando los dientes, el guerrero alentó a sus compañeros para que siguieran adelante sin detenerse mientras él se preparaba para lo inevitable.

¡Un esfuerzo más!, y el río tendría la profundidad suficiente para llevarlos a nado...

—En el río, esos demonios no podrán seguirnos. —El Ad-whar parecía saber bien de lo que hablaba.

La tormenta había descargado toneladas de lluvia sobre la montaña, la noche anterior. Ahora el agua bajaba en escorrentía por la pendiente, desbordaba las torrenteras y se precipitaba en forma de cascadas. El caudal del río subía por momentos.

Parecía que iban a lograr su propósito cuando unos alaridos salvajes llegaron por la derecha y unos dardos comenzaron a caer a su alrededor en el río revuelto. Los estaban cazando.

—¡SEGUID VOSOTROS! No me esperéis —ordenó Miles a sus protegidos. Acto seguido, se plantó sobre un saliente con las botas bien asentadas en tierra firme y levantó la ballesta. Solo necesitaba tener un objetivo claro a tiro para disparar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntaron ellos, alarmados. No querían seguir sin el errante.

—¡MARCHAOS! —vociferó este con furia redoblada, viendo que se quedaban parados en el momento y lugar más inoportunos.

Ellos obedecieron. Aunque no podían dejar de mirar a su espalda, mientras se alejaban.

Las dos mantis que habían cruzado el torrente venían cargando por la pendiente derecha y sus jinetes apuntaban con cerbatanas al guerrero. Una tercera mantis embestía bajando por el río, siguiéndoles los pasos. Esta avanzaba más despacio que las otras, levantando mucho las patas, pues las puntas de sus zancos patinaban sobre la superficie pulida de las piedras o bien se hundían en el fango, si no tenía cuidado. El pigmeo que iba encima espoleaba a su montura con violencia, mientras blandía en su mano una lanza adornada con crines y cabelleras. Se levantaba sobre el tórax de la bestia y aullaba como un loco. La prisa que demostraba por cazar a seres humanos ponía los pelos de punta, aún más.

En cambio, el rostro de Miles no evidenciaba ninguna emoción. Se limitaba a esperar con los nervios tensos a que los tres jinetes llegaran. Cuando tuvo al primero de ellos a su alcance, disparó la primera flecha sin pestañear y volvió a cargar rápidamente la ballesta. De nuevo apuntó e hizo saltar el gatillo que sostenía el alambre, así otro proyectil salió volando.

El primero de sus dardos atravesó limpiamente el ojo de una de las mantis y se clavó en su cerebro. La bestia cayó fulminada en el acto y rodó por la pendiente con las patas en desorden, descabalgando a su yóquey. Este rodó también, pero consiguió zafarse del atalaje que le ataba a la montura y se levantó dando saltos nerviosos de rabia.

La segunda flecha del errante fue a clavarse con la misma certera puntería en el insecto negro que pretendía alcanzarlos por el río. Un tercer proyectil sirvió para rematarlo y el cuarto alcanzó a su jinete recién descabalgado en el corazón.

Cuatro dianas de cuatro. El pulso y el ojo de Miles eran verdaderamente letales.

Los pigmeos, que no esperaban una resistencia tan dura, estallaron en aullidos de cólera. Los que estaban sobre el talud de la ladera izquierda comenzaron a lanzar flechas furiosas sobre el río con la intención de abatir sin contemplaciones a sus presas. Como resultado, una peligrosa lluvia de dardos cayó alrededor de los cuatro fugitivos.

—¡Nag, nag! —advirtió colérico otro de aquellos demonios verdes. Se distinguía de los demás por la vistosidad de su collar, con mayor número de trofeos, y por el capacete de hierro emplumado que le cubría la cabeza. Constituían, por lo visto, los signos visibles de su jefatura.

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