Belén A.L. Yoldi - El medallón misterioso

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¡Habían cruzado la puerta del Nunrat!, una rueda marcada con símbolos arcanos que gira en sentido contrario a las agujas del reloj y donde cada símbolo representa un mundo distinto. Esa rueda, les dicen, es la «Puerta a las Estrellas». Al atravesarla, la vida se volvería muy peligrosa para ellos.
Desde que porta ese medallón misterioso, Violeta, más conocida como Finisterre, vaga por lugares ignotos de otro universo junto con dos chicos valientes del campamento de verano, Nika y Javier, en busca de una salida. Les acompaña en su viaje un guerrero Ad-whar errante llamado Miles, un proscrito al que muchos temen, pero es el único que se ha parado a ayudarles.
Para regresar a casa, los viajeros deberán descubrir el secreto oculto en el Mentagión, que convierte a quien lo porta en centinela de la Puerta a las Estrellas. Por desgracia, ese medallón dirige sus vidas hacia un destino y hay un ser oscuro muy poderoso que les persigue sin tregua, para arrebatárselo.

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—¿Eso es malo?

—Para ellas sí. Significa que las han maniatado y no pueden utilizar los brazos. Y después de la lluvia, todo el monte está embarrado y resbaladizo… ¡Puedes imaginártelo, supongo! Probablemente las encontraremos bastante magulladas, espero que con ningún hueso roto... ¡Y ruega para que no sufran nada peor! Tenemos que apresurarnos… Los darkos no suelen ser anfitriones agradables, ni siquiera para los de su sangre.

Las severas prisas con que el otro le azuzaba terminaron por desatar la irritación del muchacho, que necesitaba tiempo para mentalizarse. Comprendía las razones del guerrero y también deseaba liberar a Finisterre y a Nika de sus captores. Pero al mismo tiempo se sentía desbordado por los acontecimientos, nervioso y atemorizado por lo que pudiera ocurrir.

—¿Qué piensas hacer cuando los encuentres? ¿Los matarás por la espalda, a traición, como a los otros? —le preguntó, empujado por aquella irritación que sentía. En realidad, estaba enfadado consigo mismo por su propio miedo, aunque lo descargara en el errante. Pero necesitaba sacarse aquella opresión del pecho de algún modo—. Yo creía que los auténticos caballeros luchaban de cara y daban una oportunidad a sus enemigos para defenderse.

A Miles le dolió la pulla y, por una vez, el muchacho se lo notó en la cara. No obstante, el hombre se rehízo enseguida y respondió muy seriamente:

—Cuando un perro rabioso o una víbora te atacan, no esperas a que se acerquen y te muerdan la mano. Los matas sin contemplaciones. Esos darkos son peor que alimañas; se dedican a cazar a seres humanos y a menudo encuentran a alguien que les paga por hacerlo. No en vano los llaman cazadores de cabezas. Si yo les hubiera dado la menor oportunidad, probablemente uno de nosotros estaría muerto a estas horas. Por eso, a la primera ocasión que tenga, los detendré y no les daré cuartel en efecto. —Hizo una pausa, tras la cual añadió ceñudo—: Comprendo que eso no te guste. O que no te guste yo. Pero mientras sigas a mi lado, deberás respetar mis reglas y tendrás que aguantarte. De todos modos, ¡nunca he pretendido ser un caballero! Así pues, no te extrañe si actúo así.

La mirada oscura del guerrero cayó sobre Javier con la fuerza de un puño, cargada de reproches, y su respuesta le dejó más frío que una ducha helada. Pensó que le debía una disculpa o, siquiera, una reparación. Después de todo, intentaba ayudarles. Sin embargo, no tuvo la oportunidad porque el errante reanudó la persecución por la huella abierta en la montaña. Y Javier volvió a experimentar en su propia carne lo que significaba para Miles perseguir a alguien sin tregua.

De nuevo le condujo a un ritmo infernal, sin apiadarse de él, con la pericia del rastreador experimentado. Tuvieron que escalar taludes, cruzar por encima de un barranco haciendo equilibrios sobre un puente de troncos carcomidos, vadear arroyos de agua helada o correr como atletas a través del monte, hasta que al muchacho le faltó el aliento.

En un momento dado, el guerrero le advirtió:

—¡Apresta tu espada! Tenemos compañía… —Sin parar de correr, sacó su hacha con la mano izquierda y con la derecha desenvainó la espada por encima de su cabeza. Y añadió—: ¡Recuerda lo que te he enseñado!

Javier apenas tuvo tiempo de reaccionar. Cuatro malhechores les salieron al encuentro, saltando desde detrás de unas peñas. Debían estar emboscados allí y se abalanzaron sobre ellos blandiendo hachas y mazas.

El Ad-whar lanzó su hacha contra el más cercano con tal habilidad que la clavó en su pecho y lo derribó. Seguidamente cargó a la carrera contra los otros, sin vacilar, y ordenó a Javier con voz tonante que se colocara a su espalda y se defendiera. El chico no sabía muy bien cómo, pero, a pesar del miedo, intentó cumplir con su parte. Esgrimió su espada con más rabia que valor. La sangre se le había subido a la cabeza y el pulso se le había acelerado. Era su vida lo que estaba en juego, se repetía a sí mismo. ¿Qué había dicho Miles? «No pensar, no tendrás tiempo para pensar», solo debía actuar. Y se encontró intercambiando golpes con furia y revolviéndose, a la sombra de su compañero Ad-whar.

Por suerte, Miles estaba allí. Se movía en círculos, repartiendo estocadas a diestro y siniestro con la espada en una mano y el cuchillo de cazador en la otra. Todo sucedió muy deprisa. De un solo tajo de su espada, cortó la garganta del más corpulento y en el siguiente movimiento detuvo el asalto del segundo atacante sin contemplaciones, sus dos aceros chocaron y a este le lanzó una patada que le hizo perder el equilibrio. A continuación, se giró y arrojó el cuchillo contra el cuarto bandido que se había abalanzado sobre Javier y se lo clavó en el ojo antes de que derribara al chico. El bandido se desplomó, aullando de dolor.

Finalmente, Miles asestó una estocada mortal al tercero de los bandidos, que trastabilló. Una vez más, el Ad-whar no mostró compasión. Le atravesó el pecho. Luego se inclinó hacia él y preguntó:

—¿Quién te paga?

El caído negó con un barboteo ininteligible y una bocanada de sangre salió por su boca antes de desmayarse. El errante terminó la faena rematando a los que agonizaban en el suelo, evitándoles en realidad así un sufrimiento innecesario pues sus heridas eran mortales.

Tras comprobar que ellos dos seguían enteros, el guerrero envainó la espada y recuperó su hacha. Una borrachera de euforia y alivio se apoderó de Javier al ver que aún estaba vivo a pesar de todo. Miles no tardó mucho en bajarle los pies a la tierra, diciendo:

—Quizá encontremos más por el camino. ¡Larguémonos de aquí! —Y reemprendió la marcha con su infernal trote, sin mirar atrás.

Javier respiró hondo y volvió a correr tras sus pasos.

—¿Por qué…? —preguntó mientras lo seguía.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué piensas… que habrá más…? —jadeó.

—Porque alguien nos ha señalado y ahora somos la presa a cazar.

A Javier le invadió el desánimo. El chute de adrenalina le ayudó a mantenerse en pie y correr durante otro par de kilómetros. Pero no pudo ir más lejos. Tenía las baterías muy gastadas.

A la mitad de un repecho empinado, se derrumbó. Le faltaba el aire y sus piernas se negaban a dar otro paso. Cayó con sus rodillas en la tierra y resbaló hasta un matorral que le retuvo y al que se aferró derrotado.

—¡Espera! —llamó entre jadeos. Miles, que llevaba como siempre la delantera, se detuvo pero no retrocedió. El chico explicó sin aliento—: ¡No puedo más...! Necesito... necesito parar...

—No hay tiempo. —El guerrero hablaba con determinación implacable.

—Pero es que yo… no puedo... De verdad que no... no puedo más... —repetía él con un hilo de voz.

Se desplomó de espaldas en el suelo dándose por vencido. Miles volvió a su lado.

—¡Sí que puedes! ¡Si quieres, puedes! —le recriminó, erguido ante él—. Si te lo propones, continuarás adelante. Y cuando estés tan agotado que se te nuble la vista, ¡seguirás caminando, si tu voluntad lo manda así! ¡Créeme!, yo lo sé muy bien.

—Dame unos minutos… —gimió el muchacho, sin fuerzas.

Pero esos minutos podían ser cruciales, la diferencia entre la vida o la muerte para Nika y Finisterre. El errante intentó convencerlo con ese argumento.

Aun así, el chico continuó tendido en el suelo con los ojos cerrados, incapaz de escuchar lo que le decían. Entonces, Miles tomó una decisión fría.

—Está bien. Seguiré adelante solo. Y tú, cuando tengas ánimos, ya me alcanzarás. Iré dejando señales por el camino para que sepas qué dirección he tomado.

Cogió dos palos cortos y unas piedras y los dispuso sobre el suelo. «Dos palos cruzados en aspa significaban camino cortado», dijo con seriedad. Las piedras en pequeños montones mostraban la ruta a seguir. Dos palos dispuestos en uve significaban girar en la dirección que señalaran. Tendría que estar muy atento, para no saltarse ningún hito ni desviarse de la ruta.

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