Francisco Alberto Cantú Quintanilla - Ciudadanos de las dos ciudades

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Para quien tenga un mínimo de formación católica es patente que, en la actual situación por la que atraviesa la Iglesia, sus enseñanzas básicas sobre temas vitales para la persona y la sociedad, se encuentran sometidas a un fuerte rechazo por la cultura secular dominante. El matrimonio y la familia, el derecho de los padres a la educación de sus hijos, la libertad religiosa, la propiedad privada, la defensa de la vida, y tantas cosas más se proponen en los grandes canales que configuran la opinión pública (…) en términos ajenos o abiertamente hostiles a la propuesta cristiana. De aquí la importancia de abordar estos asuntos y de hacerlo con mucha claridad en el fondo pero con la mayor serenidad en la forma. Buscando siempre las áreas comunes con los diversos actores políticos de la sociedad, desde las que sea posible, con el diálogo abierto y respetuoso, alcanzar acuerdos. Y, si fuera posible, como alguien ha propuesto, sin alzar la voz, incluso sonriendo.

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Nuestra fe nos ofrece una poderosa luz para perfeccionar y embellecer todas las realidades humanas. También las que se refieren al patriotismo. Termino con otro pensamiento de san Josemaría recogido en Surco: “Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social”.[5]

Santa Fe, Ciudad de México, septiembre de 2015

[1]Lucas 13, 34.

[2]Romanos 13, 7.

[3]Catecismo de la Iglesia, núm. 2239.

[4]San Josemaría, Camino, núm. 525.

[5]San Josemaría, Surco, núm. 302.

Príncipe de la paz

“Mi paz les doy”

En la Noche Buena, la liturgia de la misa nos propone un texto en el que el profeta Isaías describe con intensos oráculos su visión del futuro rey que habrá de salvar al pueblo elegido. Entre sus cualidades hay una de singular belleza. El anhelado Mesías será “Príncipe de la paz”.[1] Efectivamente, queridos hermanos, la noche bendita de Navidad, según nos cuenta san Lucas, los ángeles que anuncian a los pastores la noticia del nacimiento del Salvador, proclaman gozosos: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.[2] Nuestro Señor ha venido a la tierra para establecer un reinado de paz. Un reinado que, comenzando en este mundo por medio de la Iglesia, alcance su plenitud en la vida eterna.

La fiesta de Cristo Rey que pone fin al año litúrgico y la ya cercana celebración de la Navidad nos invitan a reflexionar sobre esta importante dimensión de la obra de Cristo y, consecuentemente, de sus discípulos. Él ha venido, insisto, para llenarnos de paz: “La paz les dejo, mi paz les doy”,[3] afirmó a los más íntimos en la Última Cena.

El papa Francisco nos lo recuerda tenazmente:

La paz no “se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas en pugna. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres”.[4] En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.[5]

Siendo esto así de claro, nos causa una gran pena constatar que este precioso bien –la paz– tan delicado y frágil, sea constantemente roto por los hombres. ¡Qué frustración e impotencia nos provoca, un día y otro, la dramática violencia que impera en amplias regiones de nuestro país! Al contemplar tanto sufrimiento nuestra sensibilidad cristiana no puede permanecer indiferente. y es lógico que nos preguntemos: y yo, ¿qué puedo hacer? ¿Qué puedo aportar para mejorar aunque sea un poco este terrible panorama? ¿Cómo conseguir que la riqueza de la paz de Cristo no quede arrinconada en el cofre de nuestras almas, sino que sea compartida y multiplicada en la vida de otras personas?

Tres propuestas

Se me ocurren tres cosas muy puntuales y al alcance de todos. En primer lugar, acudir con fe segura y esperanza inconmovible al Príncipe de la paz para que actúe en los corazones de los hombres infundiendo sentimientos de concordia y reconciliación. Lo que para nosotros es imposible, no lo es para Él. Hagamos todos un nuevo esfuerzo por reconciliarnos, por acercarnos a quienes, por las razones que sean, la vida nos ha distanciado (más o menos amargamente) en este año que termina. Luego, otro propósito, acentuemos nuestro afán de reparación. Levantemos con nuestra oración, nuestro sacrificio y con nuestro diario trabajo bien hecho, una gran columna de incienso que perfume y desagravie al Señor por las múltiples ofensas que recibe con esos actos de odio, violencia e injusticia. Y, en tercer lugar, podríamos empeñarnos en ser, en el lugar concreto que ocupamos en la sociedad, “sembradores de paz y de alegría” como siempre predicó san Josemaría Escrivá.[6] Dar un tono menos enfático y crítico a nuestras conversaciones, buscar una amable disculpa para quien haya dicho o hecho alguna tontería, dar un giro positivo y alentador, más cristiano, a las situaciones difíciles que puedan presentarse en el ambiente donde nos desenvolvemos.

En una homilía dirigida en la solemnidad de Cristo Rey, nuestro patrono proclamaba: “Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana”.[7] Y, acto seguido, proponía algo muy práctico: ejercitarnos diariamente en el espíritu de servicio: “Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre”.[8] Meditemos despacio estas palabras y obtengamos consecuencias.

Que la Virgen Santísima, Reina de la paz, nos ayude a difundir con obras y de verdad la paz de Cristo. En las próximas fiestas y siempre.

Santa Fe, Ciudad de México, noviembre de 2015

[1]Isaías 9, 5.

[2]Lucas 2, 14.

[3]Juan 14, 27.

[4]Pablo VI, Populorum Progressio, núm. 76.

[5]Francisco, Evangelii gaudium, núm. 219.

[6]San Josemaría, Es Cristo que pasa, núm. 30.

[7]Ibidem, núm. 181.

[8]Ibidem, núm. 182.

Pedro entre nosotros

Una grata noticia

El pasado 12 de diciembre, al habitual gozo de festejar a nuestra madre de Guadalupe, se añadió la alegría de saber que el papa Francisco quiso celebrar en esa fecha una misa en la basílica de San Pedro, en Roma, en la que aludió detenidamente a su próximo viaje a nuestra tierra. Apenas iniciado el Año Santo de la Misericordia, el romano pontífice aprovechó la ocasión para poner en las manos de la virgen morena los frutos de su viaje y, de alguna manera, de todo el Jubileo que tenemos por delante.

En un momento de su intervención dijo:

Que la dulzura de su mirada [de la Guadalupana] nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. A ella le pedimos que este año jubilar sea una siembra de amor misericordioso en el corazón de las personas, las familias y las naciones. Que nos convirtamos en misericordiosos, y que las comunidades cristianas sepan ser oasis y fuentes de misericordia, testigos de una caridad que no admite exclusiones.

Es una clara llamada a agrandar el corazón, a revisar si no habrá en nosotros mismos algún viejo resentimiento que convenga arrancar en este año nuevo que estamos comenzando. Luego añadió para alegría de todos nosotros: “Para pedirle esto, de una manera fuerte, viajaré a venerarla en su santuario el próximo 13 de febrero. Allí pediré esto para toda América, de la cual es especialmente Madre”.

Ese mismo día se hizo público el programa del viaje apostólico del Papa a México, un programa en el que evidentemente Francisco ha querido privilegiar, como es su costumbre, a los más débiles: enfermos, migrantes, indígenas, encarcelados… La visita será, sin duda, un constante ejercicio de las obras de misericordia. Pienso, de modo particular, que el Papa nos ofrecerá a todos los mexicanos un bálsamo de ternura en las heridas que nuestra sociedad ha recibido en los últimos tiempos. Será esperanzador escuchar su palabra y comprobar que, como padre bueno y misericordioso, nos consolará en nuestras tristezas. No está de más recordar que el propio Cristo, que tantas veces consoló a sus discípulos, pidió a Pedro que hiciera lo mismo: “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos”.[1]

Con el ejemplo y la palabra del santo padre seremos impulsados a vivir, con la mayor intensidad que seamos capaces, el ejercicio de la misericordia. Hay mucho sufrimiento cerca de nosotros, mucha miseria humana y espiritual. Y, especialmente en este año, debemos sentirnos convocados a encontrarnos con nuestros hermanos sufrientes. Decía bellamente san Agustín que “la misericordia es una cierta compasión ante la miseria ajena nacida en nuestro corazón, que nos impulsa a socorrerla en la medida en que nos sea posible”.[2] Descubramos cerca de nosotros ese dolor y busquemos suavizarlo. Al menos con un poco de afecto y conversación:

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