Francisco Alberto Cantú Quintanilla - Ciudadanos de las dos ciudades

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Para quien tenga un mínimo de formación católica es patente que, en la actual situación por la que atraviesa la Iglesia, sus enseñanzas básicas sobre temas vitales para la persona y la sociedad, se encuentran sometidas a un fuerte rechazo por la cultura secular dominante. El matrimonio y la familia, el derecho de los padres a la educación de sus hijos, la libertad religiosa, la propiedad privada, la defensa de la vida, y tantas cosas más se proponen en los grandes canales que configuran la opinión pública (…) en términos ajenos o abiertamente hostiles a la propuesta cristiana. De aquí la importancia de abordar estos asuntos y de hacerlo con mucha claridad en el fondo pero con la mayor serenidad en la forma. Buscando siempre las áreas comunes con los diversos actores políticos de la sociedad, desde las que sea posible, con el diálogo abierto y respetuoso, alcanzar acuerdos. Y, si fuera posible, como alguien ha propuesto, sin alzar la voz, incluso sonriendo.

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De la oración mental bien hecha, de ese diálogo sencillo e íntimo, vendrán sin duda luces nuevas para enfocar adecuadamente las propias vacaciones y, quizás, también para ver si hubiera algo que cambiar en nuestra tarea ordinaria. Entonces, bien ubicados ante Dios y ante nosotros mismos, podremos acometer con alegría la convivencia familiar o social. Una persona que procura mantenerse cerca de Dios no avasalla a los demás al practicar un deporte o evita las trampas en los juegos de mesa; comparte con gozo con los otros las cosas buenas que se va encontrando por la vida, ya sea un buen libro, una pieza musical o un paisaje natural. Una rica vida interior es la mejor plataforma para alcanzar todo tipo de profundas y enriquecedoras satisfacciones. Como recuerda el papa Francisco en su encíclica Laudato si (Alabado seas), por ese camino se logra una auténtica actitud contemplativa, la apertura al estupor y maravilla de la Creación que con tanta frecuencia encontramos en los santos y, especialmente, en ese gran patrono de los ecologistas que es san Francisco de Asís.

Las vacaciones son un momento privilegiado para leer o releer el fabuloso Libro de la Creación, escrito por Dios mismo. San Agustín, con su singular elocuencia, predicaba:

Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo (…) interroga a todas estas realidades. Todas ellas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su propia belleza es su proclamación. Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza no sujeta a cambio?[5]

Evitar el atolondramiento

Dios es un Padre bueno, no lo olvidemos, que ha querido dejar grabada su imagen en todas sus creaturas. El problema es, muchas veces, que nosotros tenemos la mente y el corazón un tanto embotados y no lo percibimos. No hace mucho recibí un mensaje electrónico en el que el autor, con prosa poética y hermosas fotografías de paisajes naturales, invitaba a una visión positiva y optimista, luchando contra la tristeza. A manera de estribillo repetía: No estás deprimido, no. Estás distraído, atolondrado.

Algo de razón tiene. Queridos hermanos, los invito a abrir los ojos del cuerpo y del alma y a disfrutar en estos días de tantas cosas hermosas y sencillas como el Señor ha puesto en nuestras manos: mariposas, pájaros y ardillas; estrellas, conchas y caracoles; amaneceres y atardeceres; flores, bosques, ríos y mares… Y a hacerlo unidos en familia. Así lo quiere la Iglesia que, por medio del Papa, nos recuerda: “En la familia se cultivan los primeros hábitos de amor y cuidado a la vida, como por ejemplo el uso correcto de las cosas, el orden y la limpieza, el respeto al ecosistema local y la protección de todos los seres creados. La familia es el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal”.[6]

A la virgen del Carmen le pido que nos conceda a todos la gracia de descansar bien este verano, combinando armónicamente la convivencia familiar, el ejercicio físico, el enriquecimiento cultural y, sobre todo, la contemplación espiritual.

Que Dios los bendiga.

Santa Fe, Ciudad de México, julio de 2015

[1]San Josemaría, Surco, núm. 514.

[2]Marcos 6, 30-31.

[3]Marcos 20, 12.

[4]Marcos 11, 28.

[5]San Agustín, Sermón 241, 2, citado en el Catecismo de la Iglesia católica, núm. 32.

[6]Papa Francisco, Alabado seas, núm. 213.

Septiembre, mes de la patria

Un aspecto de la caridad

El mes de septiembre anuncia la llegada del otoño. En nuestro medio aumentan las lluvias, baja un poco la temperatura, algunos árboles cambian de follaje y, una nota muy mexicana, por todas partes –en los automóviles, en las fachadas de las casas, en los edificios públicos– aparecen banderitas tricolores.

Y es que, en efecto, para nosotros este mes es el de la patria. Con el aniversario de nuestra independencia nacional, celebramos gozosa y un tanto ruidosamente nuestra mexicanidad. Pienso que los mexicanos, de una forma u otra, experimentamos, en particular en estos días, una compleja amalgama de sentimientos que tienen como fondo un noble y sincero amor por la tierra que nos vio nacer. Apreciamos, con una nueva luz, nuestras tradiciones y cultura, nuestra música y cocina, y tantas cosas más.

Cristo mismo, nuestro modelo en todo, amó tiernamente a la capital de su pueblo. San Lucas lo recoge con una conmovedora expresión de afecto: “Jerusalén, Jerusalén (…) ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas!”.[1] San Pablo, por su parte, expresa en diversas ocasiones el legítimo orgullo que le provocaba pertenecer al pueblo de Israel y con frecuencia anima a los cristianos a cumplir sus deberes ciudadanos. A los fieles de Roma, por ejemplo, les propone: “Denle a cada uno lo que se le debe: (…) a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor”.[2]

Se trata, para nosotros, de exigencias muy concretas que son como una prolongación del amor a nuestros padres y abuelos. El Catecismo de la Iglesia católica lo subraya con firmeza: “El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad”.[3] Y esto implica, entre otras cosas, la obediencia y respeto a las legítimas autoridades, aunque obviamente sea legítimo manifestar de modo respetuoso nuestro disentimiento cuando fuere oportuno.

El ejemplo de los primeros cristianos

Emociona constatar en la célebre Epístola a Diogneto, a propósito de aquellos discípulos de finales del siglo ii, que “habitan en su patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña”. Vivían, pues, una doble nacionalidad: pertenecían a la ciudad celestial, pero sin apartarse de la ciudad terrena. Estaban en medio del mundo, cumpliendo sus deberes, amando intensamente a su patria sea cual fuere, pero a la vez con la mirada clavada en el cielo.

San Josemaría, desde muy joven insistía también en que

ser “católico” es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses…, de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. –¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto.[4]

Hagamos nosotros lo mismo. Aprovechemos estos días para fomentar el amor a México (o, si se fuera extranjero, a la propia patria) con un corazón universal. Con auténtico patriotismo, pero sin esas exageraciones nacionalistas que tanto daño han hecho y siguen haciendo a la sociedad. Procuremos, también, ir un poco más allá de la mera celebración externa y folclórica. Revisemos, por ejemplo, además del antes mencionado deber de respeto y obediencia a las autoridades, si estamos cumpliendo con las exigencias patrióticas que nos pide nuestra vocación cristiana. Si, por ejemplo, trabajamos honesta y cabalmente, si atendemos con delicadeza nuestros deberes familiares, si pagamos los impuestos que en justicia nos corresponden, si prestamos algún servicio social o profesional. Y un punto particularmente importante y delicado: si amamos con radicalidad la verdad en todas sus manifestaciones. Porque debemos estar persuadidos de que, sin verdad en nuestras vidas, abrimos espacios a la corrupción y a la injusticia. Esa terrible corrupción pública y privada que nos está ahogando tiene su última raíz en la mentira.

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