Aunque aquello me desconcertó mucho, pues no había trabajado en algo así nunca (mi tarea pastoral se había limitado desde mi ordenación sacerdotal a atender labores apostólicas de la Prelatura, mayoritariamente con estudiantes universitarios), accedí con gusto. Al poco tiempo se formalizaron las cosas y pude tomar posesión de mi nuevo cargo a principios del mes de junio. Y ahí permanecería por espacio de seis intensos años, hasta el mes de abril de 2021.
Fue una gratísima experiencia, llena de situaciones novedosas para mí, en la que lo más importante, como podrá fácilmente comprenderse, fue la interacción con incontables personas. Me encontré con una comunidad muy comprometida en la tarea de difundir el Evangelio de Cristo en todos los ambientes de la sociedad. Aprendí mucho de los sacerdotes que colaboraron conmigo en esa tarea, de los órganos consultivos de la parroquia, de los diversos grupos, del personal de servicio, etcétera.
Siempre consideré que mi prioridad tenía que ser la atención a cada alma. Me propuse que cada persona que, por cualquier inquietud espiritual, se acercara a la parroquia y al párroco fuera acogida y atendida del mejor modo posible. Para cumplir esa tarea disponía, como todo párroco, de las diversas celebraciones litúrgicas, especialmente de la eucaristía dominical, unida a ese entrañable momento, al terminar la misa, de saludo y diálogo con los feligreses y sus respectivas familias. También dediqué amplios espacios de mi tiempo para recibir en mi oficina o en el templo a quien quisiera confesión, dirección espiritual o simplemente orientación sobre algún asunto personal.
Aproveché, entre otros, un canal de comunicación empezado por mis predecesores, la redacción de los editoriales de una publicación bimensual de la parroquia.
En esos textos que además de impresos se subían a nuestra página web me propuse, casi desde el principio, abordar temas un poco más amplios que la mera vida parroquial. Con cierto énfasis en las cuestiones que propone la Doctrina Social de la Iglesia, a la que me he sentido atraído desde mis tiempos de estudiante universitario en la carrera de leyes de la Universidad Panamericana.
Esa colección de editoriales es la que ahora ofrezco a los lectores. Temas, como expresa el título de esta publicación, relacionados con los deberes de un cristiano tanto para con la Iglesia como para con la sociedad civil. Quise, por lo mismo, conservar la redacción original, un tanto coloquial, de un párroco con sus feligreses. Es mi ilusión que puedan despertar en quien los lea un mayor compromiso con las exigencias de su vocación cristiana en los dos ámbitos, espiritual y terreno, eclesial y civil.
Al leerlos será evidente que, además de las referencias a la Escritura y al Magisterio de la Iglesia, en los editoriales ocupa un lugar muy destacado la enseñanza de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Es el patrono de la parroquia y me pareció un deber de justicia y de gratitud proceder así.
Pido a la virgen María, bajo su advocación de Guadalupe, que la lectura de estos textos consiga la meta antes aludida de despertar en el lector el propósito de vivir mejor su compromiso cristiano en esta difícil etapa de la historia de la Iglesia que estamos atravesando.
Pbro. Francisco A. Cantú
Los Pinos, Coahuila, julio de 2021
Introducción
Un día, nos cuenta el Evangelio, se presentó ante Jesús un grupo heterogéneo de personas. Procedían principalmente de los llamados herodianos (cercanos al rey Herodes y, por tanto, colaboracionistas con las autoridades romanas) y fariseos, los acérrimos defensores de las grandes tradiciones religiosas del pueblo elegido, los más observantes (externamente) de la ley de Moisés. Tenían, por tanto, posturas contrapuestas, pero paradójicamente se unen contra el que consideran su enemigo común: Jesús de Nazaret. Como consignan los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) en aquella ocasión querían tenderle una trampa. Y para conseguirlo, le plantean una cuestión particularmente espinosa: el tributo al César. En efecto, pocas cosas resultaban más odiosas al pueblo que el injusto yugo al que el dominador romano los tenía sometidos. Aquellos interlocutores introducen su pregunta de una manera aparentemente amable: “Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa lo que diga la gente, porque no tratas de adular a los hombres, sino que enseñas con toda verdad el camino de Dios. ¿Está permitido o no, pagarle el tributo al César? ¿Se lo damos o no se lo damos?”.[1]
La artimaña fue captada inmediatamente por el Señor. Dijera lo que dijera quedaría mal. Si afirmaba que lo pagaran, lastimaría gravemente la sensibilidad del pueblo, que vería en esa respuesta una especie de traición a sus más hondos anhelos de justicia y libertad. Si, por el contrario, se ponía en contra de Roma, y negaba la obligación de pagar el tributo, los herodianos presentes tendrían un magnífico pretexto para acusarlo ante Poncio Pilato de subversión, de atentar contra los supremos intereses del imperio.
Pero Jesús nota su hipocresía y responde: “¿Porqué me ponen una trampa? Tráiganme una moneda para que yo la vea”. Se la trajeron (un denario) y él les preguntó: “¿De quién es la imagen y el nombre que lleva escrito?”. Le contestaron: “Del César”. Entonces les respondió Jesús: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Y los dejó admirados.[2]
En su sencillez y concisión, la respuesta del Señor revela su grandeza. No era una salida evasiva o diplomática, era poner las bases firmes para el comportamiento de sus discípulos a lo largo de la historia. Jesús no se pone de parte de los judíos ni de los romanos, sino que, elevándose sobre aquella coyuntura particular, apunta a una solución de fondo: La armoniosa y, ciertamente muy difícil, conjunción de los deberes para con Dios y con el Estado. El cristiano habrá de cumplir, lo más esmeradamente posible, sus obligaciones con ambos poderes, pues pertenece a ambas ciudades, la celestial y la terrena.
Con el paso de los siglos el Concilio Vaticano II, al recoger una amplísima reflexión teológica de la tradición cristiana, exhortará a sus hijos, “ciudadanos de las dos ciudades, a que se afanen por cumplir fielmente sus deberes temporales, guiados por el espíritu del Evangelio”. Puntualiza con firmeza que “se alejan de la verdad quienes, sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que pueden por ello descuidar sus deberes terrestres, sin comprender que ellos por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado”.[3]
En este luminoso texto está contenida la propuesta que se ofrece al lector en las páginas del breve ensayo que tiene en sus manos. Quienes hemos tenido la gracia de recibir la vocación cristiana por medio del bautismo, estamos llamados no sólo a conquistar la santidad por el ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, procurando imitar a Jesucristo, nuestro insuperable modelo, sino también a configurar, con la luz de su mensaje, las estructuras temporales de la sociedad.
Formación para la participación
Un grave problema para la Iglesia en México y en el mundo ha sido desde muy antiguo la apatía de los católicos para las cosas que se refieren a la política y, más en general, a aquellas actividades que inciden ampliamente en el bien común. Los últimos romanos pontífices lo han denunciado con insistencia. San Josemaría, por su parte, lo vislumbró con agudeza desde los primeros tiempos de la fundación del Opus Dei. Por eso, quiero incluir aquí dos largas citas de una de sus cartas más antiguas, fechada en enero de 1932, es decir, muy poco después de la fecha fundacional (2 de octubre de 1928), aunque entregada a sus hijos espirituales en 1966, muy probablemente reelaborada.
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