Francisco Alberto Cantú Quintanilla - Ciudadanos de las dos ciudades

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Para quien tenga un mínimo de formación católica es patente que, en la actual situación por la que atraviesa la Iglesia, sus enseñanzas básicas sobre temas vitales para la persona y la sociedad, se encuentran sometidas a un fuerte rechazo por la cultura secular dominante. El matrimonio y la familia, el derecho de los padres a la educación de sus hijos, la libertad religiosa, la propiedad privada, la defensa de la vida, y tantas cosas más se proponen en los grandes canales que configuran la opinión pública (…) en términos ajenos o abiertamente hostiles a la propuesta cristiana. De aquí la importancia de abordar estos asuntos y de hacerlo con mucha claridad en el fondo pero con la mayor serenidad en la forma. Buscando siempre las áreas comunes con los diversos actores políticos de la sociedad, desde las que sea posible, con el diálogo abierto y respetuoso, alcanzar acuerdos. Y, si fuera posible, como alguien ha propuesto, sin alzar la voz, incluso sonriendo.

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La primera se refiere a la importancia de la intervención de los católicos en la actividad política:

La presencia leal y desinteresada en el terreno de la vida pública ofrece posibilidades inmensas para hacer el bien, para servir: no pueden los católicos (…) desertar de ese campo, dejando las tareas políticas en las manos de los que no conocen o no practican la ley de Dios, o de los que se muestran enemigos de su Santa Iglesia.

La vida humana, tanto la privada como la social, se encuentra ineludiblemente en contacto con la ley y con el espíritu de Cristo Señor Nuestro: los cristianos, en consecuencia, descubren fácilmente una compenetración recíproca entre el apostolado y la ordenación de la vida por parte del Estado, es decir, la acción política. Las cosas que son del César, hay que darlas al César; y las que son de Dios, hay que dárselas a Dios, dijo Jesús.[4]

La segunda cita nos ofrece una ponderada explicación de esa apatía generalizada que antes mencionamos:

Es frecuente, en efecto, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad –parte de la virtud cardinal de la justicia– y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad.

Por supuesto, no sería razonable pretender que cada uno de los ciudadanos fuera un profesional de la política; esto, por lo demás, resulta hoy materialmente imposible (…) por la gran especialización y la completa dedicación que exigen todas las tareas profesionales, y entre ellas la misma tarea política.

Pero sí se puede y se debe exigir un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común en la sociedad, en la que vive cada uno, en las circunstancias históricas determinadas.[5]

Con optimismo y buen humor

Es patente para quien tenga un mínimo de formación cristiana que, en la actual situación por la que atraviesa la Iglesia, sus enseñanzas básicas sobre temas vitales para la persona y la sociedad se encuentran sometidas a un fuerte rechazo por la cultura secular dominante. El matrimonio y la familia, el derecho de los padres a la educación de sus hijos, la libertad religiosa, la propiedad privada, la defensa de la vida y tantas cosas más se proponen en los grandes canales que configuran la opinión pública (radio, cine y televisión; redes sociales; periódicos y revistas, etc.) en términos ajenos o abiertamente hostiles a la propuesta cristiana. De aquí la importancia de abordar estos grandes asuntos y de hacerlo con mucha claridad en el fondo, pero con la mayor serenidad en la forma. En búsqueda siempre de las áreas comunes con los diversos actores políticos de la sociedad, desde las que sea posible alcanzar acuerdos con el diálogo abierto y respetuoso. Y, como alguien ha propuesto, sin alzar la voz, incluso con una sonrisa.

Con la luz de la fe, sabemos que la verdad está de nuestro lado. Tenemos, por tanto, los hijos de Dios que mantener en todo momento una actitud optimista y esperanzada. Nuestro gran desafío es mostrar esa verdad con el ejemplo y la palabra, de modo convincente y atractivo. Esta publicación es una modesta aportación a esta causa. Ahora bien, llevar a la práctica el mensaje del Evangelio y de la enseñanza social de la Iglesia es una tarea, como podrá comprenderse, descomunal. Está por encima de la limitada capacidad de cada uno de nosotros considerados individualmente. Pero unidos por la fe y el amor podemos lograr que las cosas cambien. No nos quedemos, por tanto, con los brazos cruzados o, peor aún, con quejas o lamentos que no conducen a ninguna parte. Una vez alguien me hizo considerar una atinada comparación. Si, en una noche oscura, se enciende una pequeña luz en un inmenso estadio vacío y apagado, obviamente el estadio no quedará iluminado pero esa pequeña luz se podrá apreciar desde cualquier rincón del estadio. De eso se trata. Encendamos cada uno una pequeña luz en nuestro lugar del estadio y, con la ayuda de Dios, entre todos conseguiremos iluminarlo. Es el Señor quien lo ha dicho: Ustedes son la luz del mundo.[6]

[1]Marcos 12, 14.

[2]Marcos, 15-17.

[3]Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, núm. 43.

[4]Mateo 22, 21. San Josemaría, carta 9-I-1932, en Cartas I, edición crítica, n. 41, a-b.

[5]Ibidem, núm. 46, a-c.

[6]Mateo 5, 14.

Descanso y contemplación

Cuando llega el verano

Cada año, al llegar el periodo de vacaciones escolares, se nos presenta la oportunidad de cambiar de actividad y de convivir más estrechamente con la familia. En algunos casos, lo tradicional será dejar el lugar en que ordinariamente se vive, para trasladarse a algún sitio más fresco y tranquilo. Tal vez algún rincón en las montañas o alguna casa cercana a la playa. En cualquier caso, para muchos de nosotros se trata de una época distinta que conviene aprovechar bien.

Por eso, quisiera servirme de esta ocasión para recordar aquel comentario de san Josemaría: “Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes… En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual”.[1]

El domingo pasado escuchamos en el Evangelio de la misa la amable invitación del Señor a sus discípulos: “Vengan conmigo a un lugar solitario, para descansar un poco”. Y es que, como anota san Marcos, “eran tantos los que iban y venían, que no les dejaban tiempo ni para comer”.[2] Jesús, que pedía mucho a sus discípulos, también les daba mucho, los cuidaba de modo constante, casi maternalmente. Y no se le escapaba la importancia de esos momentos de distensión que todos necesitamos en la vida. Hay que reconocer con humildad que no somos máquinas ni ángeles (creaturas puramente espirituales), sino hombres o mujeres, seres de carne y hueso que, naturalmente, al cumplir con nuestros deberes ordinarios de trabajo, experimentamos, como dice también la Escritura, “el peso del día y del calor”.[3] Por eso, no es sólo razonable, sino muy conveniente, descansar. Pero hemos de hacerlo de modo inteligente y cristiano.

Un peligro, por ejemplo, sería ante la fatiga abrir puertas falsas. Buscar el rompimiento del estrés con alguna evasión que nos pueda dañar tanto el cuerpo como el alma. Los ejemplos los conocemos todos: desorden en las comidas o bebidas (especialmente peligroso, como es evidente, en el caso del alcohol), sumergirnos en las redes sociales y dar entrada a imágenes provocativas e inconvenientes o que simplemente nos hagan perder el tiempo; deslizarse hacia compras compulsivas, etc. Por experiencias amargas, todos sabemos que por ese camino realmente no se descansa, al contrario. Se suele entrar en un peligroso círculo: cansancio-evasión-adicción-frustración-más cansancio-más evasión...

El descanso de los hijos de Dios

Como cristianos, ante todo, hemos de escuchar la recomendación de Jesús cuando nos dice “vengan a mí todos los fatigados y agobiados y yo los aliviaré”.[4] Las vacaciones son una excelente oportunidad para practicar algún deporte, entrar en contacto con la naturaleza, hacer una buena lectura… pero sin dejar, por ningún motivo, de tratar al Señor. Habría que buscar momentos de tranquilidad para descubrirlo en nuestro interior y entablar un diálogo sencillo y franco que nos permita recuperar la paz o ahondar en ella. Como tantas veces se ha dicho, bastaría suponer que Él nos pregunta: “¿Cómo estás?, ¿qué me cuentas?, ¿cómo van las cosas?”. Y, partiendo de ahí, mantener una conversación serena y relajada que nos ayude a centrarnos mejor.

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