Los documentos resultantes de esta Conferencia, tras duras discusiones surgidas respecto de las diferencias entre los países desarrollados y no desarrollados, lograron reflejar la disparidad de criterios sostenidos por los delegados. Se reconoció, de este modo, que los problemas ambientales no eran los mismos en el mundo, tanto en su tipo como en su intensidad; es decir, que los que eran consecuencia de la industrialización y de la sociedad de consumo, no eran necesariamente pertinentes en todos los países, ya que estaban sujetos a una clase diferente de degradación ambiental: la proveniente de la pobreza (Jankilevich, 2003).
Hay que tener en cuenta, además, que a pesar de estos avances en torno a la conciencia ambiental, la idea de una “producción limpia” no era considerada aún; por el contrario, la misma era ampliamente aceptada con el convencimiento de que la contaminación y el consiguiente deterioro del ambiente eran el precio necesario a pagar por el crecimiento económico y sus beneficios. Había una fuerte convicción de que los futuros avances de la tecnología irían logrando las soluciones a los problemas que emergían constantemente. Entre tanto, el deterioro del medio ambiente podía ser mitigado por medidas aplicadas a posteriori, en conjunto con normas legales y controles adecuados, los cuales también iban en sentido de remediar pero no de prevenir.
Durante los años siguientes a la Conferencia de Estocolmo de 1972, los problemas ambientales se acentuaron, como así también, la brecha económica entre países pobres y ricos. A pesar de las numerosas reuniones internacionales realizadas y de los programas llevados a cabo por la Organización de las Naciones Unidas, la contaminación y la sobreexplotación de los recursos naturales se habían instalado en el planeta. Tan es así, que a fines de la década de los ochenta, los problemas ya habían superado las predicciones más pesimistas, realidad que quedó reflejada en los informes producidos por el Club de Roma. El primero de dichos informes, fue el publicado en el año 1972 y se lo denominó “Los límites del crecimiento”23, mientras que el segundo, dado a conocer en 1991, llevó el sugestivo título de “Más allá de los límites del crecimiento” (Meadows et al., 1992), resaltando de esta forma el fenómeno de la extralimitación o sobreexplotación de los recursos.
En este último documento señalado, se dejó claramente explicitado, que el crecimiento económico no sólo se encontraba limitado por la provisión necesaria de materias primas y energía, sino que se enfrentaba a una nueva restricción: el agotamiento de las “funciones ambientales”, concepto que se refiere a la capacidad que posee el ecosistema planetario para funcionar como sumidero o depósito de elementos o sustancias contaminantes, absorbiendo, diluyendo y dispersando a los mismos, sin por ello cambiar irreversiblemente su comportamiento (Jankilevich, 2003).
Comienza, entonces, una nueva etapa que se caracterizará por los problemas ambientales de dimensión planetaria, tales como, el agotamiento de la capa de ozono y el cambio climático global, resultado este último del exceso de gases contaminantes termoactivos emitidos a la atmosfera que superan su capacidad de sumidero. De este modo, la pérdida de esta función está produciendo un cambio irreversible que se traduce en un incremento del efecto invernadero y, consecuentemente, de la temperatura promedio del planeta.
Frente a la realidad de un planeta tierra cada vez más deteriorado, cuya capacidad de soportar la vida humana y sus actividades estaba siendo sobrepasada, surge una nueva concepción, la que tratará de conciliar la calidad ambiental y la preservación del medio ambiente con el modelo de crecimiento económico: el paradigma del “desarrollo sustentable o sostenido”. En el documento llamado “Nuestro futuro común” producido por la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo de las Naciones Unidas24, se formalizará, entonces, el concepto de “desarrollo sustentable”, como un desarrollo que necesariamente deberá abordar la protección del ambiente y el crecimiento económico como una sola y única cuestión, y con el fin de satisfacer las necesidades de las generaciones presente sin comprometer el derecho de las generaciones futuras a satisfacer sus propias necesidades.
Establecido este nuevo paradigma, se comenzaron a realizar las reuniones preparatorias para llevar a cabo la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (CNUMAD). La Conferencia denominada “Cumbre de la Tierra” y también conocida como “Río 92’”, se llevó a cabo en la ciudad de Río de Janeiro (Brasil) entre los días 3 y 14 de junio de 1992.
Los representantes de los gobiernos reunidos en la ciudad de Río de Janeiro acordaron, en un complejo panorama de intereses económicos y políticos y tras duras jornadas, los principios sobre los cuales se llevarían a cabo las negociaciones que quedaron plasmadas en la “Declaración de Rio sobre Medio Ambiente y Desarrollo”25. La misma contiene veintisiete principios en los cuales, desde una postura antropocéntrica, se explicita la integración del ambiente y su protección como una dimensión central en el desarrollo. Se expone, además, el desarrollo sustentable como el concepto marco para la articulación ambiente-desarrollo, y se detallan una serie de cuestiones sociales, económicas, comerciales, políticas, jurídicas y éticas a lo largo de toda su redacción. Se establecen, también, conceptos claves, como por ejemplo, el de soberanía de los estados sobre sus recursos naturales, las responsabilidades compartidas pero diferenciadas, el principio precautorio, el respeto y la promoción de los conocimientos tradicionales de las comunidades indígenas y locales con participación justa y equitativa en los beneficios que se deriven de ellos26.
Sin duda, esta Conferencia desarrollada en la ciudad de Río de Janeiro fue un hito en materia de negociación global sobre el desarrollo sustentable, adoptándose importantes instrumentos internacionales con fuerza jurídica obligatoria, tales como la Convención Marco sobre Diversidad Biológica27 y la Convención Marco sobre Cambio Climático28. Otro importante logro, fue la elaboración de la “Agenda 21”29, dado su carácter de plan de acción mundial para promover el desarrollo sustentable.
De estos documentos reseñados, entonces, y tal como se expresó al inicio de este punto del trabajo, surgen los principios generales del Derecho Ambiental internacional, los que cumplen diversas funciones tanto para la elaboración como para la implementación y aplicación de normas de Derecho Ambiental, ya sea en el ámbito internacional como en el regional o local. Estos ayudan a definir o a aclarar preceptos, como así también, aumentan la certeza jurídica y la legitimidad de las decisiones y sirven de base a nuevas normas.
Los principios30 que pueden, de este modo, asociarse a la protección del medio ambiente y que tienen un amplio apoyo internacional, son los siguientes:
1) Principio de soberanía sobre los recursos
naturales y la responsabilidad de no causar un daño
al ambiente de otros Estados o en áreas fuera
de la jurisdicción nacional.
Este principio tiene su origen en el principio de la soberanía permanente sobre los recursos naturales, formulado en varias resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Las reglas del Derecho Internacional Ambiental se han desarrollado bajo dos premisas fundamentales: que los Estados tienen derechos soberanos sobre sus recursos naturales y que los mismos, a su vez, no deben causar daño al medio ambiente. El principio de soberanía estatal habilita a los Estados, dentro de los límites establecidos por el derecho internacional, a autorizar las actividades que estimen pertinentes dentro de sus territorios, incluyendo actividades que podrían producir efectos negativos sobre el ambiente. Sin embargo, en la década del setenta, la comunidad internacional comenzó a percatarse de la necesidad de cooperación en la protección del ambiente, lo que determinó el surgimiento de ciertos límites a la aplicación del principio (Püschel y Urrutia, 2011).
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