Javier Protzel - Procesos interculturales

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En esta obra se presentan los fundamentos teóricos de una definición no esencialista de la cultura, así como las matrices históricas de la interculturalidad, seguidos de una orientación crítica hacia los discursos sobre el Estado-nación y las limitaciones que, a lo largo de prácticamente toda la historia republicana, han tenido las élites para materializar una «comunidad imaginada» nacional.

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Por cierto, las desigualdades estructurales explican el ahondamiento de estas diferencias, aunque no hayan sido el factor exclusivo. Luis E. Valcárcel, el más conocido de los intelectuales indigenistas, fue nombrado Ministro de Educación en 1945. Durante los dos años de su gestión, creó unos Núcleos Escolares Campesinos (inspirado en un modelo norteamericano) que debían impartir una educación en comunidades (consideradas en la época prácticamente como reproducción del ayllu precolombino) en la que se perennizasen la “pureza” de la particularidad cultural indígena (lengua, costumbres, creencias, técnicas, etcétera) para mantener a estos “indígenas” fuera de la contaminación occidental. Tracy L. Devine 72considera que, pese a lo avanzado de la medida para la época (balanceaba el peso del hispanismo, además), resultaba inconveniente, pues aislaba al campesinado del mundo exterior al mismo tiempo que repudiaba el mestizaje, cuyo avance era creciente. La idea de Valcárcel no se refería explícitamente al fenotipo biológico: lo condenable para él era el mestizaje cultural. A fin de cuentas, el hispanismo y el indigenismo terminaban dándose la mano en tanto ambos eran excluyentes y carentes de sustento real, con la salvedad de que el primero era de lejos el dominante, y servía, pese a negarlo para mantener un orden injusto y premoderno. Pero el elemento principal de la tesis de Devine nos retrotrae al tema de la constitución del Otro como sujeto cultural desde fuera. Constatamos que a lo largo de la historia republicana las identidades de un país tan diverso han sido impuestas según y desde la óptica de quien las enuncia, tanto para naturalizar una condición que es histórica y dinámica, el indígena o el mestizo como degenerados e ineptos, para caracterizar un momento particular de la vida de una sociedad —la mistificación del criollismo, el culto a los héroes—, o bien para servir al autoelogio.

3. Profundizando en el pasado y mirando al futuro: Modernidad y movimiento social

Lo inverso, pero no por ello menos exterior, sucedió veintitantos años después, durante el gobierno militar de Velasco Alvarado. Devine contrapone la interpelación del “indígena” de Valcárcel a la del “campesino” consagrada por ese régimen 73. Es innegable que el rótulo “campesino” designaba al sujeto por su labor real, ubicándolo en una perspectiva más moderna, liberándolo de connotaciones racistas; la abstracción de asignarle un lugar en el sistema productivo lo “nivelaba”. Pero al mismo tiempo soslayaba su etnicidad. Por más que los atributos propios transcurran en una sucesión de hibridaciones en que se reciclan selectivamente, el eje de esa dinámica es el mantenimiento del colectivo de pertenencia o de aquello que lo representa. La etnicidad, por lo tanto, no es algo fenotípico, sino algo simbólico que asegura la continuidad del sujeto, su “mismidad” frente al Otro para dialogar o, eventualmente, luchar contra él 74. Las orientaciones del gobierno militar fueron a contrapelo del elitismo republicano tradicional, y de hecho desde 1968 se cerró el ciclo agro-exportador de la oligarquía. La mayor parte de su programa (reforma agraria, fortalecimiento del rol empresarial del Estado, participación laboral, reforma educativa) se proponía cerrar brechas económicas y culturales. Tenía, en consecuencia, un fuerte contenido clasista y modernizador, formulado en su mayor parte con miras a la integración nacional. Cabe especular que el énfasis en el cooperativismo y formas diversas de participación en las áreas rurales, así como la obtención de réditos políticos (la “conscientización”), hayan acelerado un proceso de secularización e integración económica que diluía aun más los componentes étnicos de la identidad en poblaciones que ya habían empezado el camino de la emigración. Las grandes movilizaciones campesinas opuestas desde la izquierda a la política agraria de Velasco —como las de Andahuaylas en 1974— se valieron de discursos claramente clasistas, aunque ¿hasta qué punto lo que pesó no fue más bien el combate contra el autoritarismo y la arraigada tradición corporativista de las fuerzas armadas “tutelares”? ¿Qué peso tenían las buenas intenciones, y, en ciertos casos, medidas de fomento y rescate cultural frente al control de los medios de comunicación, al encuadramiento de la movilización social a través del Sinamos y al silenciamiento sistemático de las oposiciones?

El reforzamiento de la etnicidad en los años cuarenta o su reducción a inicios de los setenta tienen por común denominador ser inducidos desde afuera, como si el sujeto tradicional no contase con recursos para elaborar su propia identidad. Se trataría, entonces, de una función reservada a las élites, del privilegio de estas. Sin embargo, el mismo movimiento que cuestiona la visión de una cultura nacional, con dominante criolla y señorial, aparecida en la Generación del Centenario, se va a renovar varias décadas después con el desarrollo de las ciencias sociales. Entre muchas otras contribuciones que estas han hecho para una mejor comprensión de los nudos culturales del país, merece mención especial el hallazgo de una visión cultural “desde abajo”.

En 1967, José María Arguedas publicó un texto sobre mitos quechuas posthispánicos. Estos relatos orales en quechua contaban los orígenes y dest ino del hombre desde una visión indígena, mezclando creencias vernáculas y cristianas 75. Mitos vivos, vigentes y en permanente variación, que narraban una edad de esplendor y justicia, y otra de caída y desgracia, prometiendo el advenimiento de una tercera edad de reconstitución y retorno a la primera. Los elementos mesiánicos de estos mitos fueron la base de hipótesis sobre la continuidad histórico-cultural de un mundo andino que, para los etnohistoriadores, parecía ser menos localista de lo que se hubo creído. Así, el tiempo cíclico ataba cabos entre el pasado y un futuro que se tornaba en expectativa. Consecuentemente, la “utopía andina” apareció en los años setenta como visión alternativa de lo nacional y proyecto revolucionario 76. No era precisamente un programa político, sino la metáfora a través de la cual se expresaba una respuesta radical de un sector del pensamiento de izquierda con respecto a la cultura nacional, pues, según la interpretación de Flores Galindo,

De esta manera, socialismo no sería necesariamente sinónimo de occidentalización. Una vía propia, acorde con un país de antigua historia, con una importante población campesina y en cuyo pasado (comunidades, tecnología andina) podrán encontrarse nuevos derroteros para construir el socialismo en un país pobre y atrasado 77.

La utopía andina correspondería a una “comunidad imaginada” nacional inspirada en orígenes étnico-culturales muy distintos, que remiten a la cultura y a la etnia, no establecidos por una élite dominante, sino por su amplia difusión “desde abajo”.

Pero es necesario hacer salvedades. Estudiando las raíces históricas de los nacionalismos europeos, Michel Wieviorka distingue entre dos “modelos”: uno basado en la ciudadanía y el territorio, y otro en la cultura y la “sangre”, asociables a Alemania y Francia, respectivamente 78, y similares a las ideas de “nación cultural” y “nación contractual” mencionadas más arriba. Para el segundo modelo, la nación y la cultura determinan una personalidad, un “carácter” típico, un lazo, en suma, “esencial” con la colectividad a la que se pertenece, mientras en el primero la nacionalidad es algo que se construye mediante una relación permanente con el entorno territorial y por las reglas que rigen la convivencia en sociedad, es decir, la ciudadanía. Y ciudadanía remite necesariamente a dos elementos substantivos de la modernidad: la democracia y el pluralismo. Por ello, y al margen de la vigencia que puedan tener mitos como los referidos más arriba, la utopía andina es útil solo como referencia metafórica originaria de la memoria popular de un país más justo y reconciliado, aunque es ajena al proceso de construcción de una cultura nacional moderna, que supone una memoria nacional, reconocimiento y fomento de la diversidad, instituciones educativas y encuentros interculturales, etcétera. En tal sentido, debe recordarse el nexo teórico que Anderson establece para la constitución de las naciones modernas en varios sitios del mundo: la lengua “impresa” y su uso como soporte semántico para difundir las narrativas nacionales 79. Por cierto, la lengua no fue un componente diferencial para fundar las repúblicas iberoamericanas (habiéndolo sido para la sobrevivencia de otras, aun cuando carecían de Estado, como por ejemplo, el polaco, el coreano o el hebreo), ya que los gestores de la Emancipación no tenían una reivindicación lingüística frente a España. Incluso ese rol pudo haberlo tenido el quechua como lengua diferenciadora y sometida. Pero hoy eso es una ucronía. El hecho de la Emancipación fue un asunto de la minoría occidental que convalidaba una dominación cultural muy anterior, aunque modificando su estatuto por la forma jurídico-administrativa emergente de una república independiente. Su razón de ser se inspiraba declarativamente en los ideales de la Ilustración, que precisamente son de libertad, pluralidad y progreso. Al inspirarse en el “modelo” de nación prevaleciente basado en la ciudadanía, y aunque esos ideales estuviesen lejos de cumplirse, primaba un criterio inclusivo, el del jus soli , que asigna ciudadanía e igualdad a todos por el hecho de habitar un territorio. En la ocurrencia, los confines territoriales heredados del Virreinato eran el ámbito de la nación. Las inmensas distancias, la afinidad de los recorridos, la común administración y los mismos problemas por enfrentar habrían de proveer teóricamente las diferencias específicas para establecer nexos identitarios. Esto quizá suene falso y banal, pero la soberanía siempre requiere de un principio en el cual basarse para existir; de otro modo, o bien habría un ejercicio desnudo de la tiranía, o bien un poder tradicional aceptado, pero arbitrario, como la monarquía absoluta, en donde el rey es el soberano y la legitimidad no tiene nada que ver con la cultura local, como ocurrió en el Virreinato del Perú 80. Cuando la soberanía viene del pueblo, la voluntad de este es la que nominalmente debe imponerse. Pero en todos los casos, todo Estado-nación, naciente o no, tiene dos “frentes” de problemas que en la Independencia peruana estaban disociados, el interno y el externo. Cara a este último, el sistema internacional, el Perú ya era materia de disputa entre las grandes potencias aun antes de existir formalmente. La presión liberal británica era decisoria, de modo que el curso emancipador sanmartiniano, que adoptó una parte de la élite criolla en 1821, como vimos, fue un acontecimiento encaminado principalmente hacia el exterior y ajeno al interés inmediato de la mayoría subalterna 81.

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