Javier Protzel - Procesos interculturales

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En esta obra se presentan los fundamentos teóricos de una definición no esencialista de la cultura, así como las matrices históricas de la interculturalidad, seguidos de una orientación crítica hacia los discursos sobre el Estado-nación y las limitaciones que, a lo largo de prácticamente toda la historia republicana, han tenido las élites para materializar una «comunidad imaginada» nacional.

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De ahí que la comunicación intercultural, disciplina de origen norteamericano, se haya orientado a estudiar la relación entre culturas asumiendo a priori que las partes están separadas. Por ello, se comprenden y se tol eran, pero no se transforman y compenetran mutuamente. El paradigma de la comunicación intercultural fue establecido por Edward T. Hall en 1959 como el estudio de relaciones entre individuos pertenecientes a distinlas culturas, trasladando conceptos de la teoría funcionalista de la comunicación y de la antropología al ámbito del estudio de la gestualidad y la paralingüística. Su énfasis en el contexto específico de comunicación y el predominio de lo no verbal por encima de lo verbal (alto y bajo contextos, respectivamente) está orientado a estudiar y corregir comportamientos para el desempeño profesional y su aplicación por la diplomacia norteamericana ( Foreign Service ) y los hombres de negocios 71. Por interesantes que fuesen estos estudios, tienen por objetivo la “eficacia” utilitaria del encuentro, generalmente sin preocuparse ni por problematizarlo ni por la mutua transformación de los actores individuales o colectivos. Sus hipótesis son las del multiculturalismo, al que se le da más importancia que a la dinámica de las hibridaciones.

Sin embargo, como afirma Heinrich Helberg,

La interculturalidad no puede quedar en el encuentro/desencuentro entre dos culturas. Es solo el inicio (pues los subalternos) no quieren ser enclaustrados en su cultura como si fueran prisiones 72.

El modelo teórico de la interculturalidad va más allá de la multiculturalidad por dos razones. En primer lugar, por la fluidez de una dinámica que no esencializa los símbolos de los que se vale; en segundo lugar, por la autorreflexividad, vale decir, por el rol que el sujeto mismo asume para construir su identidad como continuidad en el tiempo y para darle sentido a su relación con los otros. Lo cual supone políticas de diálogo y toma de iniciativas hacia el exterior, a diferencia del ecologismo cultural de la política multiculturalista, en que estas son tratadas como especies en extinción.

Lo expuesto no significa que la interculturalidad y la multiculturalidad sean marcos antagónicos. La primera supone, remitiéndonos al texto de Fidel Tubino, la multiculturalidad como escalón previo, pues si no se ayuda e identifica un problema de desigualdad cultural, este empeora. Desde el punto de vista teórico, es indudable que, cuando la teoría multicultural trata a las culturas como conjuntos cerrados, repite la óptica del antropólogo que visita una comunidad selvática muy aislada, con la salvedad de que esa repetición ocurre en una investigación en Manhattan. Sin embargo, la especificidad de ese contexto de inferiorización étnica y diversidad simbólica de las grandes ciudades del norte, se presta a ese tipo de razonamiento. En lugares tan cosmopolitas, las culturas pueden tocarse poco y cohabitar tolerándose incómodamente y tomando solo lo superficial una de otra. En cambio, en América Latina, en países como el Perú, Brasil, México o Colombia, lo que ha venido ocurriendo desde tiempos de la Conquista es el contacto intercultural, seguramente bajo una severa opresión, pero también bajo formas creativas de apropiación y resistencia. El Perú en particular “no es un país multicultural, es predominantemente intercultural”, por los complejos procesos de hibridación que hemos descrito y probado en la intensa miscigenación de sus habitantes, la cual, fuera del aspecto biológico, ha comportado por siglos el contacto simbólico de la intimidad, que es el de la lengua y las costumbres, de los recónditos ritos de la corporeidad en que se elabora la autoestima. Pero es igualmente un país racista y jerárquico, en el cual todavía permanecen vivos elementos de la ética española de la ociosidad y del mercantilismo que medra las arcas del Estado conviviendo con la ética andina de la laboriosidad. Simplificando, la multiculturalidad se basa en la “exterioridad” del Otro, mientras en la interculturalidad andina se trata de una relación “interiorizada” entre el Mismo y el Otro, más o menos generalizada, pero con distintos tipos de respuesta según el sector social.

El Perú moderno es, además, un país sumamente aislado, provinciano, “pueblo chico” sumido en los conflictos de su interculturalidad, lo contrario de la multiculturalidad cosmopolita de las grandes metrópolis. Hace casi veinte años que la balanza migratoria internacional es negativa, y unos sesenta desde que llegó una oleada extranjera significativa. No somos cosmopolitas, aunque la retórica de los medios lo afirme. En cambio, a medida que bajamos en la escala socioeconómica, la competencia comunicativa intercultural aumenta. El mayor componente indígena se ubica en los sectores socioeconómicos bajos, de muy variada miscigenación. Pero este hecho, que ha sido naturalizado hace décadas, viene acompañado de los otros marcadores simbólicos de cada proveniencia particular, incorporados a la “negociación” del estatuto étnico del sujeto, construido en sus relaciones sociales cotidianas cuyo referente es una taxonomía implícita, pero más o menos definida en el imaginario social. Si hiciésemos una analogía con la idea de los “juegos de lenguaje” de Wittgenstein, en la vida cotidiana popular habría más “juegos” de comunicación intercultural permanentes e intuitivos que en los dominantes, más propensos a la compartimentación. Y aunque estos escenarios son modernos, siempre tienen por telón de fondo a la antigua sociedad estamental. Corolario de ello serían los mayores niveles de tolerancia cultural en sectores bajos; y mayores, los de racismo y exclusión en los más altos y menos mezclados. Sin embargo, este es un proceso muy rápido que posiblemente lleve a una mayor atenuación de los perfiles de exclusión racial a mediano plazo, a diferencia del mantenimiento de compartimientos relativamente estancos en los escenarios multiculturales. No obstante, para Gonzalo Portocarrero, este continuum de relaciones interculturales peruanas que mitiga el racismo directo cede el paso a otro tipo de exclusión del subalterno, específicamente cultural, que clasifica a la gente según su mayor proximidad al estereotipo criollo de lo “occidental” contemporáneo. Como afirma este autor, esta distinción

… Puede llevar a la fusión de grupos de distintos rasgos físicos, pero en un contexto de subordinación o desaparición de las culturas tradicionales. Esta es la diferencia entre países como el Perú y los Estados Unidos. Aquí es mayor la disposición a la mezcla racial, pero hay, en cambio, mucho mayor segregación cultural. Allá puede ser mayor la integración cultural, pero sobrevive la exclusión social en base al color de la piel 73.

Quizá, en otras circunstancias históricas inimaginables, no hubiese nacido de la Conquista el Perú como lo conocemos y lo vivimos. Hubiese sido inviable crear una nación por la hondura de los abismos, por la crueldad del sometimiento. ¿Fueron errores y no voluntades los que lo condujeron hasta el día de hoy? Los determinismos retrospectivos suelen ser engañosos. Pero la intensa interculturalidad y la inmensa diversidad que generaron han sido y serán, como diría Voltaire, la virtud de sus defectos, lo que lo distingue y lo afirma. Confín lejano del imperio, cuya baja autoestima oculta precisamente aquello que lo distingue frente a otros bloques civilizatorios y lo afirma como posibilidad.

Capítulo 2

Sobre la cultura nacional y la erosión del Estado-nación

Además de ser un asunto de estructuras jurídico-políticas e intercambio económico, la realidad del Estado-nación comporta una dimensión subjetiva que es no menos fundamental. Esta última no es ni inmóvil ni espontánea: se nutre de una variedad de acervos, creencias y percepciones resultante de las correlaciones de fuerzas siempre provisionales y cambiantes mantenidas a lo largo del tiempo por las colectividades que habitan en su territorio. Los componentes de aquello que, al convertirse en cultura “oficial”, encarna a la nación como conjunto son, por lo tanto, materiales simbólicos y discursivos que a menudo se han impuesto políticamente, fruto de la pugna o la negociación, a semejanza de las culturas que les sirven de modelo, las del Estado-nación occidental moderno. Dicho muy simplemente, aunque lo nacional se origina en la experiencia de la identidad vivida por cada cual, también es relato contado, leído, aprendido a través de las instituciones en que estamos inmersos y de quienes organizan esos materiales. Pero es prácticamente imposible que los discursos políticos y académicos sobre esa cultura nacional no se desfasen con respecto a los de la experiencia cotidiana. Distancia que ha sido y es constante en el Perú, sin que la diversidad pueda explicarla, debiendo más bien interrogarse el rol desempeñado por los grupos dominantes en sucesivas escenas gubernativas. El persistente telón de fondo de desigualdad y diferencias étnico-culturales impide pensar seriamente, tanto en un proceso acabado de construcción nacional, como en la existencia de élites durables y socialmente influyentes capaces de elaborar una visión consistente sobre nuestras identidades. Así, frente a los elementos de continuidad en el espacio y en el tiempo contenidos en “la promesa de la vida peruana” que Basadre quiso intuir hace más de medio siglo como principio integrador de la nación, los escenarios posteriores han tenido efectos imprevistos, disruptivos 1.

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