Él era caos y desorden, emoción, tragedia y excesos. Era todo a lo que una se jura jamás regresar, pero donde finalmente no evita nunca volver. Entre su boca aprendí que el amor puede ser el peor de los vicios.
Una sensación me erizaba la piel y no era el frío. Con el pelo mojado y el alma buscando abrigo, me acerqué hasta el taburete que se encontraba frente a la barra. Miré a mi alrededor, observando el lugar vacío, y con cierta timidez pregunté:
—Perdona, ¿vas a cerrar ya?
Él pareció sonreír al verme, como si llevase años esperando mi llegada.
—No, si tú te quedas. ¿Qué te pongo?
—¿Tienes burdeos?
—Aquí solo hay cerveza, amiga.
Yo tiritaba mientras dudaba con la cabeza, no muy contenta con la respuesta.
—Pues que sean dos entonces.
—¿Una para ti y otra para mí?
—Me parece un trato justo —respondí mientras no dejaba de temblar.
Él me observó con preocupación.
—¿Estás bien?
—Sí —respondí malhumorada, apartándome el pelo mojado de la cara—. Es solo este asqueroso tiempo. Odio los días de lluvia.
—Depende de al lado de quién se pasen. Espera aquí un momento, voy a traerte una cosa.
Desapareció tras la barra para perderse en el almacén, y minutos después apareció con un paquete de plástico.
—No es tu talla, pero al menos estarás seca. Puedes cambiarte en el baño si quieres.
Así que, minutos después, aparecí frente a la barra de aquel bar, vestida con una camiseta XXL de Scorpions y una chaqueta negra que patrocinaba la marca de cerveza Grimbergen.
No habían pasado ni tres sorbos cuando Dioniso, como buen dios del desenfreno que era, había desordenado mi vida por completo.
Tenía treinta años y era el dueño de aquel local. Habiendo tenido una vida difícil, decidió hacer de su tragedia una profesión y había recorrido el mundo contando historias, enamorado del teatro. No todas fáciles de escuchar. Creo que, a su artística manera, buscaba comprender al ser humano en toda su extensión, sobrepasando las fronteras y los límites culturales. Sin embargo, cuando los fantasmas del pasado le perseguían, dejaba sus viajes para abandonarse a sí mismo, buscando una sensación más allá, un paraíso artificial que le hiciera olvidar quién era y lo que había sufrido. Pero en el azul de sus ojos siempre se abrían pequeños abismos, como resquicios de tristeza.
Ambos nos enganchamos el uno al otro como una droga, adictos a la sensación de hacernos volar, de no tener el control sobre nuestros propios sentimientos. Sobre la barra del bar, nuestros cuerpos se perdían buscando esa sensación de éxtasis mientras nos bebíamos a besos para alejarnos de la realidad.
No negaré que a veces el amor busque ser compañía de la locura. Quería alejarme de todo lo que me definía como un ser racional. Quería actuar por impulsos, sin pensar. La adicción que crea la sensación de vértigo, la atracción fatal, inevitable y salvaje de las formas creadas por nuestras sombras. Canciones y desenfreno, baile mortal hacia el deseo.
Sin embargo, una mañana me desperté con un terrible dolor de cabeza, sin saber quién era ni qué hacia allí. Sí, era Afrodita, en la cama de su apartamento, en la ciudad de siempre; pero sentía que, entre todas aquellas noches que nos habían visto amanecer bailando, ebrios de vida, de algún modo, me había perdido a mí misma. Me había alejado tanto de la realidad, que de repente esta se me antojaba ficticia. Llevaba demasiado tiempo utilizando a Dioniso para huir de mi propio yo, para escapar de tener que descubrirme y construirme.
El verano se acabó y con él las tormentas torrenciales. Deambulé toda la noche, en busca de algo que repitiera aquella historia, pero todos los bares se encontraban ya cerrados. Jamás lograría la misma sensación y, por eso mismo, supe que tenía que alejarme antes de que aquel amor me matase de sobredosis. No encontré nunca el mismo sabor a juventud, la sensación de sabernos inmortales. Y cuando me marché, tuve la certeza de que algún día, cuando hubiera averiguado quién era, volvería para buscarle, tratando de sentir que habíamos transgredido el tiempo.
Las primeras hojas marrones crujían al pisarlas en el suelo cuando llegó el otoño. Y cuantas más noches pasaba sola, más busqué la compañía en la luna; tal vez porque la sabía inalcanzable. Se llamaba Selene, era huidiza, lejana y oscura. El pelo castaño recogido en un pañuelo, cejas oscuras envolviendo unos ojos hechizantes y un cigarrillo en los labios. Siempre solía dejar una parte de sí misma oculta en el firmamento, para evitar que alguien pudiera llegar algún día a conocerla y lograr así no sentirse nunca vulnerable. Así que yo me acercaba a ella con el cuidado con el que alguien se aproxima a un animal salvaje, indomable y peligroso. Ella alteraba el estado de todas las cosas por donde pasaba. Solía abandonarme a medianoche, como buena gata callejera. Creo que le asustaba el amor tanto como a mí y por eso hicimos buena pareja. Condenada a estar siempre rodeada de oscuridad, había pasado la vida pensando que formaba parte de ella. Creo que no lograba nunca ser feliz, pues intentaba convertirse siempre en un satélite de las personas a las que amaba y, por consiguiente, no llegó a darse cuenta jamás de toda la luz que ella misma albergaba dentro. Por mucho que intenté volverme como el agua, para que pudiera contemplar en mí su reflejo, no conseguí jamás que se viera desde mis ojos.
Selene iba y venía, como las mareas que ella misma creaba. Unos días decía hacer de mí su diosa; otros, destruía todos mis templos. Enamorada de su inconstancia, yo me dejaba arrastrar por sus olas. Sin embargo, pasadas tres semanas, miré un día al cielo en su busca, solo para darme cuenta de que ya no estaba. Supe que nunca se quedaría junto a mí, pues siempre tendría algún lugar al que huir. Avergonzada de ser quien era, con un dolor terrible en el corazón, partió buscando el sol.
El frío invierno me dejó en el salón de mi casa, viendo la nieve caer desde la ventana. Busqué la música, el arte y, en definitiva, todo aquello que me apasionaba para llenarme de vida. Y fue así como me descubrí amando a Apolo. De rasgos afilados, piel blanca, ojos oscuros, siempre con algún proyecto entre las manos, con sus inquietudes y sus ganas de arreglar injusticias y días tristes. Lo que más me atraía de él era que parecía estar enamorado del mundo, tratando siempre de mejorarlo, como si de su propia creación se tratase.
De nuestro amor hacía música. Descubrí cómo sonaba el deseo más allá de la piel, cómo hacer de la balada triste de aquel enero un concierto sin igual. La armonía de sus dedos bajo mi ropa al tiempo que mis besos seguían el compás. Escala siempre creciente hacia el clímax, a ritmo de los latidos. Una letra de canción de palabras prohibidas y su voz en mi oído. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que yo no estaba en el escenario, sino entre los espectadores; y que, como todo artista, siempre puso por delante su trabajo en solitario.
Tenía un pequeño estudio fotográfico en Barcelona, una buhardilla llena de libros y era un amante apacible. A mí, que nunca me había gustado madrugar, me despertaban sus idas y venidas por el estudio desde las siete de la mañana, siempre con una cámara, un pincel o un instrumento de cuerda entre las manos. Me hacía sentir musa, y yo disfrutaba de aquel papel que, sin embargo, estaba condenado a no durar. Pues yo no era inspiración, sino mujer; y él no era amante, sino artista. Comprendí, con el paso del tiempo, que amaba sus propias obras más que a nadie en el mundo, que me adoraba más cuando yo estaba dentro del cuadro que fuera de él. Dejaron de impresionarme sus poemas y sus canciones, y buscando un arte más humilde en aedos más auténticos y con menos deseos de triunfo, me fui. Sin embargo, cada año, cuando es invierno, me pongo mi mejor vestido y me dirijo al teatro Apolo, ya que sé que para él es su refugio, y sentada en última fila, veo un solo concierto, donde frente a la multitud, de elegante traje negro, él arranca las notas al violonchelo y durante unas horas, de alguna extraña forma, volvemos a unir nuestras almas de nuevo.
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