Gonzalo España - Leyendas de miedo y espanto en América

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Leyendas de miedo y espanto en América: краткое содержание, описание и аннотация

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Estos ocho relatos hacen parte de las leyendas de distintos países iberoamericanos, pero los trasuntos literarios con que los presenta Gonzalo España los hace novedosos para la mayoría de los lectores: su tono de veracidad provoca la inquietante certidumbre de que más vale estar prevenido contra las almas en pena, que vienen a reclamar desde el más allá justicia para los muertos, como en «Un corte pasado de moda» (Colombia); contra los caprichos de Satán y su corte de violentos diablillos, que venden caro el atrevimiento de presuntuosos artistas en 
"Nom serviam" (México); o contra las tentaciones de la hijas de los árboles, que a cambio de la juventud regalan sabiduría en «Los secretos de Ignacio Selm Selm» (Venezuela).Los otros relatos incluidos en este volumen son: «Sed bienvenida, princesa» (Colombia); «Un conjuro de Jesusa Urubú» (Brasil); «Las manadas de Misiones» (Paraguay); "Las pasiones de Nerio (Colombia); e «Indulgencia de la Caa Yarí» (Uruguay).

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Una nueva congoja la asaltó al pensar en sus hijos. Aquel murmurio podía ser la refunfuñadura de un animal hambriento. Entró a la casa, tomó la vela de un manotón y cruzó el vano que la separaba del pequeño tabuco donde dormían los críos. Los contó, los revisó, los palpó. Estaban enteros y vivos, y dormían sin ningún sobresalto. A sus espaldas, el rumor aumentó. Ahora pudo distinguirlo con claridad y separarlo de la monserga confusa del agua. Era una procesión, una nutrida procesión rezando en forma apurada y devota. Pero aquello tenía aún menos explicación. ¿Una procesión por allí? Solo que el cura, en un arrebato de preocupación por el alma de la solitaria Ulogia, hubiese traído sus beatas, para llevarle al rancho un reemplazo de la misa de aquel domingo, a la que había fallado por culpa de su penoso trajín.

Al volverse para mirar nuevamente a través de la ventana, el viento apagó la vela en su mano, y el exterior adquirió una gran nitidez. Entonces pudo verlas. Cien, doscientas, trescientas almas en pena, envueltas en sus blancos sudarios, brotando de la negra espesura de una guadua frondosa y avanzando hacia ella. El cabo de vela apagada se le soltó de la mano y cayó al suelo. Pero detrás, si Ulogia abre la boca, hubiera caído su lengua, que se tornó tiesa, pastosa y más pesada que el plomo. La favoreció que no fue capaz de mover ni siquiera una pestaña. Simplemente se había petrificado escuchando batir el corazón en sus sienes.

Las preces, entonadas con fuerza, no concluían nunca en las bocas descarnadas de las espantosas visiones, sino que se enredaban en sordos sollozos, para recomenzar de nuevo con claridad y otra vez confundirse. Todas llevaban un cirio encendido entre sus manos huesudas, pero visto en detalle el tal cirio era una canilla. Al pasar frente a la ventana miraban con un insondable desconsuelo hacia adentro, y Ulogia creía presentir en las cuencas vacías, escondidas bajo la mortaja entorchada, los ojos de alguien conocido que intentaba saludarla. Más de media hora demoró esta procesión desfilando ante la paralizada modista, que tuvo tiempo de bañarse en sudor y tornarse aceitosa, aunque su cuerpo carecía de una gota de grasa. Era como si se estuviera derritiendo. Pero también tuvo tiempo de morir de pánico y resucitar de terror.

Al fin acabó aquel desfile macabro. Ulogia, que se sentía espesa y porosa, dio un paso adelante, con la indecisa resolución de cerrar la ventana, aunque los rezos apenas comenzaban a desvanecerse. Pero antes de apoyar las manos en los batientes de madera, descubrió que desde la guadua avanzaba un ánima rezagada, a quien lo largo de la mortaja se le enredaba en los pies y le dificultaba caminar. Verla y reconocerla fue una misma cosa, pese a que se trataba de un mero esqueleto envuelto en lienzo blanco.

—¡Jovita! —exclamó, sin poder contenerse.

No podía ser nadie más. Jovita había sido en vida la otra costurera del pueblo, su competidora. El día que murió, ella misma ayudó a amortajarla, envolviéndola en una larga sabana a la que le sobraban más de tres palmos largos, que por pura desidia dobló bajo los pies de la muerta, en lugar de tijeretearlos. Ahora se veían como un corte pasado de moda.

Atraída por su exclamación, el ánima rezagada se dirigió a la ventana y se detuvo ante ella, mirando hacia adentro. El corazón de Ulogia se detuvo. Del pozo de sombra que envolvía la calavera de la muerta parecía fluir un manantial de tristeza y dolor. El garfio de sus falanges huesudas se engarzó del borde de la ventana. Finalmente, la mandíbula del cráneo emergió de la oscuridad, osciló a lado y lado e imploró con dificultad:

—¡Ulogita! ¡Ulogita! ¡Tienes que cortarme la mortaja!

Era un gemido insoportable, imposible de tolerar, era la voz de un ánima en pena suplicando alivio. Ulogia creyó enloquecer. Pero por el rabillo del ojo alcanzó a distinguir el brillo de sus tijeras resplandeciendo sobre la mesa, bajo la luz de la luna. Temblando de pavor y castañeteando los dientes, pero incapaz de soportar por un segundo más aquel ruego doloroso, las asió y se dirigió hacia la puerta, que entornó sin vacilación.

Afuera, la muerta la esperaba vuelta hacia ella, plateada por los resplandores lunares. Ulogia no se detuvo a contemplarla, sino que avanzó resueltamente a su encuentro, se agachó y buscó el ruedo de la mortaja, con la expresa decisión de cortarlo de un tijeretazo, levantarse y correr a encerrarse. Pero al levantar el lienzo mugriento dejó al descubierto los pies de Jovita, y pudo constatar que sus huesos no tocaban el suelo. Ahora no le quedó duda alguna de que iba a volverse loca.

Un remolino de terror le daba vueltas en el cerebro cuando se puso a cortar. Era tanta su precipitud y sus nervios que los tijeretazos se le fueron muy altos. Las canillas de la muerta, polvorientas y lechosas, quedaron al aire, como las patas de una garza. Jovita se inclinó a contemplarlas y encaró energúmena a Ulogia, quien intentó retroceder espantada, al ver que las cuencas de sus ojos despedían un fulgor verdoso. El intento fue inútil. Estaba acuclillada, pegada del suelo, Jovita emergía sobre ella como el palo de una horca.

—¡Miserable! —exclamó la difunta—: ¡Mira cómo me has dejado!

Era ciertamente una moda muy osada para la ocasión y la época. Faltaba siglo y medio para que la minifalda saliera a la calle, y si nadie entre los vivos toleraba todavía un corte tan revolucionario, mucho menos los muertos. Aun así, Ulogia levantó los ojos pidiendo perdón, en el mismo instante en que Jovita le descargó un canillazo terrible en la frente, gritándole:

—¡Demonia! ¡Esto es para que aprendas a respetar los domingos y fiestas de guardar!

A la mañana siguiente, los pequeños hijos de Ulogia informaron en el pueblo que su madre había sufrido un accidente. Quienes tenían prendas pendientes vinieron a constatarlo, y hallaron a la costurera en la cama, con un gran chichón en la frente y muy amoratados los ojos. Mientras contemplaba aquellas caras odiosas, que con seguridad no le pagarían su trabajo, ella solo anhelaba que lo ocurrido hubiera sido una pesadilla. Lo deseó tanto que se le tornó cierto, y hasta se le quitó el miedo.

Dos días después, cuando pudo levantarse, se acercó a la ventana moliendo atropelladamente el largo argumento de un credo. Le resultaba imperioso confirmar a través de cualquier seña que todo había sido un sueño. Era posible que al escuchar algo anormal en la brisa rumorosa hubiera salido, que al salir tropezara, que al tropezar hubiera caído, y que al caer se hubiese abierto la frente.

Pero un sucio trozo de lienzo, tremolando burlón en el esqueleto de un arbusto de arrayán, fulminó su ilusión.

P • E • R • U

Sed bienvenida Princesa El adusto dominico Carmelo de la Resurrección cabalgó - фото 7

Sed bienvenida,

Princesa

El adusto dominico Carmelo de la Resurrección cabalgó durante semanas enteras - фото 8

El adusto dominico Carmelo de la Resurrección cabalgó durante semanas enteras por montañas y valles, en la solitaria compañía de un indio que llevaba de cabestro una llama cargada con sus pertenencias personales y los objetos del culto. Finalmente, cuando al atardecer de la última jornada de travesía se detuvo a la puerta de la estancia donde le esperaban, el conjunto de su atuendo y de su persona acusaba de manera notoria las contingencias del camino y lo prolongado del viaje: la barba, encanecida y pringosa, le había crecido desmesuradamente, al igual que los cabellos; la piel de la cara, castigada por el sol frío e implacable de la puna, había comenzado a ulcerarse, asumiendo un encendido tono cobrizo, donde resaltaban los pozos de unas ojeras profundas, en medio de las cuales flotaban sus ojos enfebrecidos. Estaba extremadamente flaco, al punto que los huesos de sus costillas abultaban bajo la sotana desvaída, igual que los de su desmedrado jamelgo. Los de la casa, viéndole en semejante grado de consunción, lo invitaron a pasar de inmediato a la mesa, pero él los detuvo rogando que sin perder un instante lo llevaran al lugar donde estaban ocurriendo los hechos, pues no en vano lo único que le traía allí era el encargo de aquella misión.

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